Si de algo sirven las estadísticas, deberían decir cuánto aumentó desde el Jueves Santo el agradecimiento del pueblo colombiano hacia los mexicanos, por la calidez con que han acogido -en vida y muerte- a aquel nuestroamericano que nació en Aracataca. Tal como pudo haber nacido en algún pueblo situado en cualesquiera de las provincias en que se reparte nuestra geografía entre el Río Grande, la Antártida y Viceversa y lo más Recóndito.

Casi sin excepción, la intelectualidad colombiana aplaude y valora el gesto de México en su tratamiento de un asunto tan delicado la muerte de alguien comparable a Cervantes pero que, a diferencia de éste, pudo vislumbrar con anticipo el impacto de su obra (e, incluso, suponer que su nombre sería glorificado mucho tiempo después de su desaparición física) sin disminuir por ello en sencilla humanidad, en alegría ni en la digna compostura de quien hereda sólo a pobres, por lo general más dispuestos a bailar en la fiesta de la vida, que al solaz en las arcas de Alí Babá.

Doña 98 nombres

Razones profundas explican este comportamiento admirable de los mexicanos. La celebración y cercanía afectuosa con la Doña Calaca, la Flaca y Pelona Misiá Muerte que -como rezaba una frase de Octavio Paz extraída por estudiantes de la UNAM para su ofrenda de muertos hace unos años- se celebra para compensar el fervor mexicano por la vida.

Algunos creen que, en efecto, tanta venia y convite en homenaje a la Catrina no busca más que reducir su posible enojo por ver como su contrincante, la otra, la vida, recibe tanta preferencia y en cambio a ella, nada de nada. Para ella entonces, del carnaval emergen ofrendas tan esenciales como la música y tan ligeras como el sueño; mensajes de agradecimiento a la Dueña de los 98 nombres.

Aprecio a otro precio

En comarcas donde las cosas son a otro precio, allí en los señoríos donde la muerte se impone contra los demás para sustentar la fantasía de poderes eternos, la Parca es un padecimiento sombrío que desgarra la fiesta con su gusto lamentable.

Las declaraciones de la elite nacional por el triste, infausto, lamentable, doloroso, aciago y/o trágico episodio resultaron tan desapacibles como la formal interpretación que la sinfónica gubernamental hizo de un Réquiem de Mozart, prestado a las volandas como el florero aquel que se volvió pretexto para una insurrección.

Sin riesgo de escuchar los cantos de vaquería que tanto gustaban al difunto quien apadrinó los cantos ballenatos, así llamados por su origen en las sabanas ardientes y verdes entre el Sinú y el Rancherías que bordea como cosa cierta el desierto de la Guajira.

Sin posibilidad de congregarse en número decoroso -aparte de las pequeñas librerías o los rumorosos cafés-, muchos llegaron sin cita previa al Centro Cultural Gabriel García Márquez (financiado por México y situado a espaldas de la Catedral Primada de Colombia) para comentar la partida del escritor entre oloroso café, bajo la laica y buena moza tricolor con el águila y la serpiente. Hasta en Bogotá, las honras a Gabo se hicieron en tierra mexicana.

Plaza vacía, o casi

El pueblo bogotano siempre ha sentido los edificios del marco de la Plaza de Bolívar como un decorado alrededor del escenario predilecto de su rebeldía. Sin embargo, el Capitolio, el Palacio de Justicia, el Liévano, la Catedral, el Arzobispado, la Casa del Florero y hasta la esquina jesuítica del Colegio San Bartolomé han sido también sede de polémicas, maquinaciones, complots y ardides contra el pueblo.

En esas condiciones la plaza en sí, con el Bolívar de Tenerani en el centro, se ha convertido en el lugar donde el pueblo se congrega, se constituye e interpela las imposturas que se perpetran detrás de esas fachadas monumentales.

Pero, por su libre voluntad, en uso de las atribuciones legales, estéticas y éticas y congruente con los sentimientos y valores más preciados de la elite-, el gobierno colombiano dispuso honrar la memoria de Gabriel García Márquez (también conocido con los alias El Gabo, Gabo o Gabito), en la Catedral Primada que se abrió para los invitados a la ceremonia encabezados por el Alto Mando Militar, el Gabinete de ministros de cuerpo entero, los dirigentes económicos y empresariales, el Cuerpo Diplomático, los magistrados de los altos tribunales, el Procurador General de la Nación y colegas directivos de agrupaciones de extrema derecha, derecha central y centro-derecha y, obviamente, fotógrafos, camarógrafos y locutores acreditados por los más importantes medios de comunicación.

Para evitar la ocurrencia de manifestaciones (de mal gusto, por supuesto) que pudiesen alterar la solemnidad de tan magno evento, la fuerza pública al mando del alcalde encargado de la capital de la república prohibió el ingreso a la Plaza de Bolívar enlutada por tan luctuoso hecho.

Lo que se merecía Gabo es esa sabiduría mexicana de la muerte que dispuso el Palacio de Bellas Artes, esa arquitectura etérea de mármoles y cristales donde igual se escucha a la Chavela Vargas o al Facundo Cabral, se vislumbra el pecho casi desnudo de Frida, se lanzan libros y se debate vigorosa y dulcemente el destino de Nuestra América.

Esta sabiduría trae incorporado el color, la música y el sabor de lo propio. Los vallenatos y los corridos, el plátano y el maíz están ahí sin pedir permiso: la majestad del excelentísimo gran señor don pueblo no necesita hacer venias para ocupar asiento y alistarse por si acaso hay jolgorio: mejor estar preparados no va’y sea que el vecino se quede sin pareja, o al contrario.

Sin más por el momento, podría decirse que lo que el Gabo merecía eran mariposas amarillas de verdad, revoloteando sobre sus greñas caribes en la región más transparente, que no ese confeti enseguida destrozado por las botas de la comitiva presidencial sobre la carrera 7a de una plaza vacía.

Para los entrañables amigos mexicanos Javier, Enrique, Noel, Félix y tantos más.