La vida de perros de antes era una existencia azarosa: una tropa de vagabundos desgreñados que deambula en busca de un poco de agua y comida al borde de los caminos. El hambre presta a quien la siente una apariencia amenazante
Lo de hoy es muy distinto gracias, entre otras cosas, a ese prodigio de nuestro tiempo que es César Millán. El encanto del “encantador de perros” proviene, exactamente, de sus viejas andanzas con esas manadas menesterosas en los límites polvorientos de México con los Estados Unidos
Mejores amigos en vías de extinción
De ellas César aprendió una ley perentoria: el cuerpo manda y todo lo demás consiste en responder oportunamente a sus requerimientos. Se vive por y no para el momento: sin ensoñaciones, que enturbian el disfrute del ahora; ni recuerdos que lo frenen.
Pero sí hay memoria, anhelos y, aseguran algunas investigaciones, también sentido de la solidaridad con su grupo aunque sin llegar a la generosidad.
Un perro de esos es capaz de entregar la vida por su dueño, pero le disputa con ardentía un rincón del abrigo bajo los puentes del Sena, o una rama de yarumo en cualquier trocha andina.
Tampoco tan fieles pero, entre fieros y tiernos, ganaron el título de mejores amigos quizás por sus caminatas sin rechistar (o casi) detrás del líder de la manada.
Tales perros han pasado a mejor vida, valga el término. Están en vías de extinción, si así se puede denominar al hecho de que ahora son los “amos” quienes tienen que esforzarse por cumplir hasta el más mínimo capricho del perro.
El cuerpo manda los demás responden
El vacío que dejan esos canes ahora lo ocupa una especie en apariencia idéntica, la de las mascotas.
Una diferencia clave está en que las mascotas buscan conseguir que su dueño se comporte bien, que cumpla el papel correspondiente según sean cazadores de leones, príncipes chinos, campesinos cundi-boyacenses, ciegos, abuelitas, peluqueros o escoltas de generales.
El conocimiento, corpóreo, de las mascotas condiciona el comportamiento de las personas a su alrededor: deben servirles las comidas precisas a horas precisas, ponerles el champú indicado, hacerles la cama, recoger sus deposiciones y guardar irrestricto respeto a la libertad y los derechos del animal, del cuadrúpedo, obviamente.
Sin compañía obligatoria
Millán confirma que el error consiste en pensar que el perro piensa como humano y pretender que debe comportarse como quieren las personas.
Lo sabio sería, entonces, no pensar, así como hacen los gozques. Carecer de expectativas, sueños e ideales. Confiar instintivamente en que la solidaridad depare el pan de cada día, a veces más, a veces menos y dejar que los mejores amigos discurran juntos sin sentir la obligación de su compañía.
Fácil decirlo pero difícil de practicar, como lo saben quienes han recorrido extensos trayectos con el séquito de uno o varios perros.
Además de las cautelas exigidas por el paisaje (diferentes de día que de noche, en frío que en calor, en tormenta que en calma), el humano tiene que procurar soluciones a su acompañante animal quien, confiando en aquél, sigue el rumbo definido por su olfato de caminante incansable.
Pero, cuando se añade un gato, el panorama cambia totalmente. Desde luego, ese es otro programa.