La profusión con que algunos medios de prensa anuncian la presencia de nuevos dispositivos de comunicación en el mercado se parece, quizá demasiado, al entusiasmo de los gobiernos que propenden por la anexión a la tecnología, la cobertura total de la Web y el triunfo de la razón digital en su territorio.
Hace cosa de veinte años, cuando el mundo comenzó a transitar hacia la Galaxia Internet, muchos gobiernos (y toda la gran prensa) coincidieron en la importancia estratégica de meter a la sociedad civil en ese proyecto modernizador a como diera lugar.
Como lo advirtiera en su momento Manuel Castells, Internet se convirtió en el tejido de la vida humana y las tecnología de la información en el «equivalente histórico de lo que supuso la electricidad en la era industrial.
Impulsos consumistas
En la realización de esa meta coinciden las estimulantes ofertas de equipos fabricados por poderosas firmas tecnológicas, cadenas de medios y proveedores de contenidos y la esmerada atención de los operadores de redes. Todos empeñados en convertir a la gente en consumidora insaciable de sus productos y servicios.
Salvo parajes alejados -que aún no cuentan con señal, por razones geográficas más que por carencias técnicas-, prácticamente todo el territorio está cubierto por autopistas de banda ancha de última generación: una urdimbre de cables, celdas, antenas, centrales, frecuencias electromagnéticas, canales submarinos, satélites, etc. con capacidad para transportar todas las comunicaciones de la población actual multiplicada por 20, o 30 veces.
Desde luego, hay que tener en cuenta que la cobertura de red es una cosa y el acceso es otra, parecida. Pero distinta. Aquella es condición necesaria, pero no suficiente. Para acceder a la red se debe contar con, al menos, un aparato adecuado: teléfono, tablet, computador y su respectiva conexión activa. Hay sobre-oferta de teléfonos de todo tipo, tamaño y condición. En cuanto a líneas activas, ya hay más de una per cápita.
Empeñados en privatizar
No falta quien se pregunte cómo fue que gobiernos empeñados en privatizar a como fuera de las empresas públicas de comunicaciones, enseguida decidieron destinar jugosos recursos a la adecuación de la infraestructura y a la promoción del uso de tecnologías que acababan de feriar.
Es razonable suponer que se trataba de una estrategia de quíntuple efecto: reducción de las funciones a cargo del estado, gestión privada de la información, fortalecimiento de los grandes operadores, control sobre la población civil y ampliación del consumismo tecnológico.
El caso de Telecom, en Colombia, ilustra un fenómeno que alcanzó su clímax en la primera parte del ochenio ubérrimo. Las principales instalaciones de la empresa -con presencia en zonas selváticas y regiones apartadas- fueron ocupadas por el ejército, mientras que los directivos se ocupaban de concluir a entrega a Telefónica, que compró la mitad de las acciones. Nada extraño se ve hoy en el hecho de que el por entonces presidente de Telecom ocupe en la actualidad el mismo cargo en la sucursal local de Telefónica.
De ñapa
Entre los activos que el país transfirió a Telefónica (además de los derechos a uso del espacio electro magnético, las bases de clientes y los contratos de comunicaciones con el estado), pasa desapercibido uno de valor incalculable: los bancos donde reposan infinidad de mensajes, registros y datos de los ciudadanos colombianos.
En los años 60, por ejemplo, las oficinas de Telecom expedían, a nombre de la UIT, una tarjeta postal, que hacía las veces de documento de identidad para menores de edad ¿Qué se hicieron esos archivos?
Con esa información obtenida de ñapa, los operadores privados pueden hacer enormes transacciones. No sólo venden bases de datos privados si no, lo que es más importante, pueden cruzarlas con bases como las que poseen, entre otros, los servicios de inteligencia y que también se filtran a mejores postores.