5. Crónicas de La Candelaria.
La persecución urdida entre la embajada gringa, «inteligencia» militar y la rectoría de la Nacional contra Galileo Galilei, apresuró la renuncia de Santiago García, quien hacía el papel principal, a finales de 1965. Lo acompañó una parte del elenco y varios colaboradores del Teatro Estudio, de los que meses después fundarían La Casa de la Cultura.
La lección era clara. Como le dijo Roger Planchom al mismo Santiago durante una estancia en el Teatro de la Comedia de Lyon: la producción teatral requiere creatividad, persistencia, mucho estudio y, para sostenerse, una organización autosuficiente, independiente y capaz de enfrentar los embates económicos, políticos e ideológicos del poder.
En esas condiciones, el teatro vive para, en, con y del público: el destinatario final de tanto esfuerzo, quien lo disfruta y, gozándolo, a veces también lo sufre, como se verá en los siguientes renglones…
El pueblo en las tablas
El poder ejerce desde escenarios y arquitecturas como las cortes monárquicas, los consejos de ancianos, los templos religiosos y las plazas públicas. Quizás asociada a los ceremoniales muiscas que tenían lugar, entre otros, en los templos de Sogamoso al Sol y a la luna en Chía; la querencia del pueblo bogotano por el teatro viene de épocas precolombinas.
Una pequeña pieza escultórica, la balsa muisca, ilustra el momento de asunción del mando por parte del Zipa. Sobre un tablado flotante, rodeado por su séquito, todos con el cuerpo cubierto de oro, cuando el delegado llega al centro de la laguna sagrada de Guatavita arroja una ofrenda de piezas doradas y esmeraldas al fondo.
Infinidad de evidencias como esa fueron destruidas y saqueadas por los codiciosos conquistadores. Pero el interés por las escenificaciones se mantuvo latente con las grandes celebraciones religiosas y monárquicas de la colonia, cuando alguna compañía itinerante, por lo general española, se atrevía hasta las alturas andinas.
En casos peores, el espectáculo consistía en el tormento y la ejecución pública de reos de lesa majestad en la plaza mayor. Así como ocurrió, en febrero de 1782, cuando los líderes comuneros José Antonio Galán, Isidro Molina, Lorenzo Alcantuz y Manuel Ortiz fueron arcabuceados y colgados para, luego, ser decapitados, separadas las extremidades del tronco y exhibidas públicamente. Luego fueron quemados y lanzados al aire sus restos convertidos en cenizas.
Por lo demás, los aficionados al teatro necesitaban paciencia -y no poco coraje- para poder disfrutar, entre apretujones, de los espectáculos que se mostraban en tarimas levantadas en esquinas concurridas o en la céntrica plaza donde el mercado era los viernes. Hasta que, finalmente, en 1792, aún sin terminar los palcos y con la silletería incompleta, el Coliseo Ramírez el primero y único de la ciudad abrió sus puertas a dos cuadras de la plaza mayor.
El propietario del Coliseo, un avezado comerciante español, contrataba grupos que venían a hacer las américas. Tenía el sueño de tener una compañía propia y con tal objeto tentó a varias cómicas (y algunos cómicos), para que se decidieran a probar fortuna en las tablas locales. A su modo, también incitó a jóvenes y tertulianos criollos a que escribieran y actuaran en sus propias obras.
Muchos, que luego serían protagonistas de la revolución contra el imperio español, hicieron así sus primeros pinos dramatúrgicos. Sin embargo, la situación no dio para muchos regocijos: al negocio de Ramírez le escaseo la asistencia con eso de los elevados impuestos para sufragar las guerras napoleónicas.
Además, entre las élites crecía la sospechaba de que el teatro promovía ideas perniciosas y liberales. La declaración de quiebra fue aprovechada por un grupo de adeptos y funcionarios del régimen, para hacerse al edificio con dineros salidos de las arcas virreinales.
Teatro de la insurgencia
Fue tenaz la persecución contra todo conato rebelde (en particular, contra los promotores de las ideas de la ilustración y la república francesa). Aún así, el régimen español no pudo impedir que, en la misma plaza mayor donde se dio muerte a los líderes comuneros, se proclamara la independencia de la Nueva Granada el 20 de julio de 1810.
A la tienda del español González Llorente – monárquico recalcitrante como el que más- llegó ese día don Luis Rubio a pedir un florero en préstamo para adornar el convite en honor del independentista quiteño Antonio Villavicencio.
González Llorente se negó, con firmeza pero amabilidad, a facilitar el jarrón. Siguiendo el libreto ensayado en las reuniones conspirativas que se hacían en el Observatorio Astronómico bajo la dirección del Sabio Caldas otro conjurado, Antonio Morales, inicio un altercado que devino en riña.
La rápida protección de las autoridades a Llorente soliviantó aún más al pueblo. La noticia se extendió por La Candelaria y los 3 barrios que componían el caso urbano y desde allí llegó la población, preparada preparada, a reforzar la sublevación en la plaza. El virrey fue preso. La declaración de independencia firmada por unos cuantos notables. Se creó una junta suprema de gobierno y el pueblo quedó con más ganas.
El reinado del terror
La ciudad afrontó con sarcástico pundonor, casi seis años de terror desatado por las tropas de Pablo Morillo apodado “el pacificador”. Éste, para cumplir con el encargo de recuperar América para los borbones, se ensañó contra los dirigentes republicanos. Exhibió particular ferocidad contra los destacados intelectuales de la generación formada por Mutis.
El ejército de vengativos ibéricos monárquicos desalojó a poblaciones enteras. Cientos de revolucionarios fueron desterrados y muchos terminaron en el patíbulo. Mientras tanto, los criminales festejaban con ostentosos bailes en los salones del Coliseo Ramírez.
Hasta que un episodio de horror conmovió a los patriota el 24 de noviembre de 1817. Ese día fue ejecutada una lúcida, impetuosa y valiente patriota comprometida hondamente con la causa libertaria de nombre Policarpa Salavarrieta, La Pola.
La entereza con que esa hermosa combatiente enfrentó la muerte, le ganó un puesto de honor en la memoria popular al punto de que, a menos de tres años de su fusilamiento, uno grupo de artesanos montó una obra de cinco actos, escritos por el abogado José María Domínguez, que se exhibió el 10 de agosto de 1820, con motivo de los festejos del primer año del triunfo en el puente de Boyacá.
Sin embargo, al momento de dictar la orden de muerte en escena contra la heroína, se desató la iracunda protesta del público presente en la “Gallera Vieja”, un local ubicado en la esquina de la calle 8ª con la carrera 11. El director llamó a los espectadores a la calma, mientras consultaba qué hacer.
Al rato salió para anunciar la conmutación de la condena a muerte, por la de destierro en los Llanos Orientales. No contaba con la persistencia de la gente que sólo admitía la libertad para la acusada. Finalmente, la actriz que hacia el papel de La Pola se sumó vivaz a la celebración, en hombros de sus defensores.
El relato sobre ese episodio suele adjudicarse a Cordovez Moure, un burócrata estimado por los santanderistas como cronista meritorio a pesar de que sus “Reminiscencias de Santa Fe y Bogotá” son, en buena parte, relaciones de memoria de sucesos que él no presenció. En 1891, a solicitud del director del periódico “El Telégrafo”, las dictó a un amanuense para su publicación por entregas.
Más próxima a lo que realmente sucedió en la presentación de La Pola, parece ser la versión de José Caicedo Rojas, autor de dramas teatrales como Miguel de Cervantes, Celos, Amor y Ambición, y Gratitud de un artista, que merecieron la acogida del público habitual.