Lleras Restrepo, Carlos, leyó todos los días de su vida, desde su infancia, en el barrio La Candelaria de Bogotá. Las primeras letras las aprendió de su padre, Federico Lleras Acosta, ilustre médico y científico. Sus últimas, las repasó en la misma cama donde murió, meses después de sufrir una caída por agacharse a recoger un libro.
En cuadernos escolares tomaba nota de sus lecturas y mientras se arreglaba en las mañanas, antes de sentarse a trabajar en la nutrida biblioteca, recitaba de memoria algunos poemas eróticos de su preferencia.
Vargas, por el contrario, no gusta de ese gratificante oficio que Eco llamó «elevar la plegaria del desciframiento» sobre páginas impresas con signos de signos para, quizás, llegar a encontrar algún día el sentido de las cosas.
Quienes lo conocen, de antes y de ahora, no recuerdan haber escuchado de sus labios, fruncidos por lo general, título, autor o cita bibliográfica alguna. En el colegio ni en la universidad. Más bien, se muestra molesto cuando alguien de su entorno lo hace. Es sabido que tampoco escribe (o, por lo menos, no cosas publicables), a diferencia de Lleras Restrepo, de prolija y copiosa obra.
Toda conversación en la que participase Carlos Lleras Restrepo era una fiesta edificante. Sus tesis, soportadas en textos y reflexiones propias o ajenas, de nueva y vieja data, alentaban a los participantes a expresar sus opiniones y lanzar preguntas que él recibía con la cabeza reclinada en la elegancia de su buena educación.
Vargas tiene, por su parte, aspecto de ir siempre de afán. Masculla rápido y poco, se distrae más y escucha menos. Sin embargo, no se muestra tan enemigo de las peroratas floripondios y huecas ante las altas cámaras o la plaza pública. Pero allí, donde también lució Lleras Restrepo, las disputas conceptuales eran mucho más sustanciosas antes.
Eran, se dirá en justicia, otras épocas.
En los debates parlamentarios, en los tribunales o ante sus auditores congregados al aire libre o en recintos cerrados; cruzaban de uno a otro lado párrafos filosos como espadas voces como la de Gaitán el vehemente, la godarria feroz (pero letrada), la valerosa enjundia de Gerardo Molina y Gilberto Vieira, la ironía de Morales Benítez y la exquisitez de Juan Lozano el anterior, el bueno.
Cuando los estadistas se pulían a golpes de estudio y reflexión.
Hoy es evidente el repudio (horror, en el fondo) por las lecciones y la historia, que muestran bisoños dirigentes cual tornadizos galanes y gavirias, turbayes patanes, turbios lópez y gómez, hurtados al trabajo intelectual.
A esos, quizás el vértigo de la eficiencia y la avidez los lleva a considerar como “pérdida de tiempo”, y otras cosas, la laboriosidad del pensamiento que se labra página a página, con tenacidad y regocijo por cada nuevo descubrimiento.
La estirpe de los lectores (que se identifica, entre otras, en la cáustica mirada de Borges, la sonrisa de Leonardo, la bravura del ingenioso hidalgo o el archipiélago marxista), no reconoce como suya esa flácida fatiga de quienes no gustan dormir ni despertar en los brazos abiertos de un exquisito volumen…