“ Asumir el oficio del Poeta es harto difícil en estos tiempos y lugares”, empieza el plegable que recibieron los asistentes a la lectura de poemas en la Universidad Nacional, a las 6 y media de la tarde de un 6 de mayo, quizás de mediados de los 80.

 Lo cierto es que, bajo el título, obvio, de “Dos voces contemporáneas”, ese día, María Mercedes Carranza y Juan Manuel Roca, presentaron parte de su obra en el evento, organizado por la oficina de divulgación cultural, en el Auditorio León de Greiff.

El plegable no trae más datos, excepto los once párrafos que se transcriben, tal cual, sin más pretensión que llevar al mundo digital las líneas impresas sobre papel de estraza que el escritor Arturo Guerrero recuperó entre sus legajos:

 

Asumir el oficio del poeta es harto difícil en estos tiempos y lugares. Se debe olvidar el fulgor ocasional de las versificaciones -y sacar el cuerpo a los guiños de alguna musa desorientada- para acometer la poesía como un delicioso deber y construirla como un bien social.

En un terreno abonado por el terror y para la quietud, los espíritus creativos necesitan – además de sensibilidad e imaginación- mucho vigor para vencer: el desprecio de la sociedad industrial, la abulia campestre, el mal gusto consumista, las atracciones de la Corte, las páginas sociales, el tráfico urbano y la hora precisa.

Armados con metáforas y abanderados por el sueño, sin pretensiones evasivas, sin concesiones al “militantismo”; esta generación de la que son parte María Mercedes Carranza y Juan Manuel Roca; nacida al filo de los años 50, es quizás la primera cosecha intelectual empeñada en reivindicar la profesión más vieja que el mundo, en uno de los territorios más aptos para el cultivo de la nostalgia.

Por eso, aquí es necesario desprenderse de los prejuicios, para poder apreciar los frutos de esta lírica. Se debe reconocer, en cambio, la ineficacia de los rótulos y la inutilidad de las clasificaciones, de los compartimientos, de las llamadas escuelas y de los grupos o generaciones.

La insularidad puede ser contundente. En todas las guerras se fortalece la soledad y los individuos se encuentran en las treguas, en lo esencial, fuera de las trincheras de lo aparente.Mientras María Mercedes Carranza opta por las imágenes de sólidos contrastes, Juan Manuel Roca prefiere los perfiles del surrealismo. La una: viste sus palabras de ironía. El otro: las luce con vehemencia. Ambos reniegan de los circunloquios y rechazan la obviedad. Son obstinados, anti nostálgicos y cuidadosos coleccionistas de la memoria.

Los temas preferidos por María Mercedes son el miedo, la soledad y la angustia provenientes del sojuzgamiento que lo cotidiano impone, con particular énfasis a la mujer. Los pasos de esta generación “provisoria y desagarrada como un viento”, las máscaras del terror y la fuerza lastimera del poder ocupan muchos versos de Juan Manuel.

En estas dos voces encontramos la belleza contrastada por las diferencias: Juan Manuel y María Mercedes se afirman en sus propias obsesiones y se apoyan en sus particulares amores y odios.

Cavafis y Nicanor Parra, Rimbaud, Novalis, Trakl ¿Pueden encontrarse tendencias más tendenciosas? Por obra y gracia del verbo encarnado, ellos se reconocen, fraternos, visibles en estos dos poetas nuevos (en la connotación estética de “lo nuevo”).Las comparaciones son indispensables y, por lo mismo, amables. Se solicita acomodarse bien en este sitio y en este instante: disponer el cuerpo y el espíritu a los peligrosos aleteos de las palabras.

La irresponsabilidad responde por las consecuencias.

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De María Mercedes Carranza:

Extraños en la noche

Nadie mira a nadie de frente,
de norte a sur la desconfianza, el recelo
entre sonrisas y cuidadas cortesías.
Turbios el aire y el miedo
en todos los zaguanes y ascensores, en las camas.
Una lluvia floja cae
como diluvio: ciudad de mundo
que no conocerá la alegría.
Olores blandos que recuerdos parecen
tras tantos años que en el aire están.
Ciudad a medio hacer, siempre a punto de parecerse a algo
como una muchacha que comienza a menstruar,
precaria, sin belleza alguna.
Patios decimonónicos con geranios
donde ancianas señoras todavía sirven chocolate;
patios de inquilinato
en los que habitan calcinados la mugre y el dolor.
En las calles empinadas y siempre crepusculares,
luz opaca como filtrada por sementinas láminas de alabastro, ocurren escenas tan familiares como la muerte y el amor; estas calles son el laberinto que he de andar y desandar: todos los pasos que al final serán mi vida. Grises las paredes, los árboles y de los habitantes el aire de la frente a los pies. A lo lejos el verde existe, un verde metálico y sereno, un verde Patinir de laguna o río, y tras los cerros tal vez puede verse el sol. La ciudad que amo se parece demasiado a mi vida; nos unen el cansancio y el tedio de la convivencia pero también la costumbre irremplazable y el viento.

Bogotá, 1982

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De Juan Manuel Roca:

Monólogo de José Asunción Silva

La ciudad que me rodea

Y se duplica en los charcos de la lluvia

Tiene un ropaje de sombras.

El viento que viene del páramo de Cruz Verde

Con su negro levitón nocturno

Rasguña los vitrales de la casa,

Se cuela en los campanarios,

Golpea

Los aldabones de bronce de La Candelaria.

Ese viento, mi alma es ese viento.

Entre cercanos silencios

Resuenan las guerras del país

Mientras tintinea el quinqué

Con el que alumbro mis confusos libros

De comercio.

Ese viento, mi alma es ese viento.

Los corrillos de seres embozados

Murmuran a mi paso. Figuras fijas al paisaje,

Estatuas de nieve a la entrada de una iglesia,

Maniquíes

Apenas movidos por el frío cuchillo del

Páramo.

Ese viento, mi alma es ese viento.

¿Quién dibuja en mi blusa el mapa del corazón?

¿Quién traza un centro a la ruta de mi fiebre?

La hermana muerta atraviesa el patio:

Su voz ya pertenece

A las construcciones secretas del vacío.

Ese viento, mi alma es ese viento.

La aldea despereza su piel de adormidera,

Filtra una luz en los costados de la plaza

A una hora en que la ciudad parece viva.

Hablo de su lentitud, de su pasmosa fijeza:

Mientras concluye el gesto de un hombre

Que lleva de la mesa a la boca su pocillo,

Cruza la eternidad, el mundo cambia de

Estaciones,

Pasan las guerras, hay futuros en fuga

Y el hombre no termina el ademán

Que funde sus labios a la taza de café.

Todos parecen tocados del embrujo,

Acaso miren en su quietud

El pájaro invisible

Que les señala un oculto retratista.

Y de nuevo, el viento.

Ese viento, mi alma es ese viento.

Un disparo más, dirá el vecindario,

Un disparo más en las eternas guerras

Del olvido.

La vida, esa feroz bancarrota.