A un costado de la sala de velación, atestada de gente variopinta más contenta que lacrimosa; una cinta dicta con letras doradas el nombre de los remitentes de un pletórico ramo de flores: La Chata y Hernando.
A un lado de la puerta se anuncia el difunto, Armando Orozco Tovar y un dato de su condición, “Exequias. Directo”: significa que no habrá parada camino al crematorio en el extremo norte de Bogotá.
En esta esquina
En cuanta manifestación popular tuviese ocurrencia en Bogotá estaba presente Armando Orozco hasta hace pocos meses, mientras enfermó para morir el 25 de enero de 2017 en su casa del barrio Kennedy.
Encontrar a Armando era fácil. Lo difícil era no encontrarlo en todas las esquinas por la séptima entre la 26 y la Plaza de Bolívar, metido en las cafeterías, hablando con las manos al aire, imprecando en las librerías o interpelando a risas, sobre la marquetería diagonal a la sala Seki-Sano, a algún veterano ex – guerrillero.
Poeta. Periodista. Profesor pero no -aclaraba de inmediato Armando-, académico de la lengua, ni de las leguas y mucho menos de los teguas, advertía. Y, de pronto, el interlocutor se veía atrapado entre los afanes transeúntes, alelado con ese prestidigitador que libera mensajes delirantes.
De héroes y caña
Armando fue autor de una hazaña que hoy parece irrisoria (o aterradora, según como se mire) pero que, cuando ocurrió, a muchos atrajo sugestivamente: en un vuelo doméstico, junto a otros muchachos, ordenaron al piloto desviar rumbo a la isla de Cuba, Territorio Libre de América, Patria o Muerte.
Ya en Universidad de la Habana, gracias a su condición de combatiente asilado, se graduó, con altas calificaciones, de periodista: activo colaborador, amable compañero, desbordante alegría, manifiestas inclinaciones líricas, empecinado lector. Jocundo haragán en horas libres y cantinas, pero laborioso en sus trabajos. Voluntario cortador de caña.
Búhos paralelos
Según testimonio de muchos de los asistentes a la velación, durante un tiempo, indeterminado, Armando frecuentó un establecimiento denominado Búhos. Trátese de un barcito a la vera de la calle 45 arriba de la Nacional, lo que hace suponer un buen punto para tomarse unas polas abajo de la Caracas.
Pero no. Búhos era más íntimo sitio de reunión: sillas alrededor de la barra de madera, tres mesitas, quinqués y exégetas de brindis en mano y, un poco más tarde, himnos a una luna deshabrida que espera taxi.
Detrás de la barra reinaba, altiva La Chata. Misma que ahora, desde la distancia exiliada, desea saludar con flores al difunto contertulio, ese Armando al que se le ocurrió morir en su propia habitación en presencia, literalmente, de los comunistas comisionados para dar su voz solidaria, del poeta Juan Manuel Roca e Isabelita, la insigne compañera de siempre.
Desde la distancia, La Chata se dio mañas para hacer llegar un ramo. Y entregaron uno grande, rollizo de rosas blancas atafagadas en una brillante selva verde.
O rosas blancas
El clavel es sencillo, elemental: al pie desnudo de la musa, luce en el pañolón de la abuela campesina, en oreja de bailarina sandunguera y en actos escolares. Cuando las masas populares celebran, lanzan sus vítores al aire pegados a ramilletes de claveles rojos.
De ningún color se encuentran claveles, en inmediaciones de la funeraria donde fue velado el cuerpo de Armando Orozco. Quien averigüe, corre el riesgo de sufrir el desdén de los dependientes: no sea de los que cree que por aquí se encuentra esa flor, como decirlo… ¿barata? ¿roja?
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Ilustraciones “Orejas”: de Armando Orozco, esbozos para el proyecto «Gestión de información popular» del CEIS, julio de 2015.