Aguerridos buscadores de los hechos que hacen la historia, como Ambroce Bierce o John Reed, son ejemplo de periodismo superior al de esos parleros que pululan en emisoras, pantallas y redacciones con la esperanza de que su vocinglería espante la conciencia colectiva, a cambio de un sobre con 20 monedas. O menos.
Bierce murió, en lugar y fecha inciertas, de eutanasia como lo predijo. Desapareció, así de sencillo, el viejo gringo que acompañó al general Pancho Villa desde El Paso, en la frontera, hasta Chihuahua. Todavía hoy no se sabe cómo ni cuándo.
Por años -y sin mayor sustento-, circuló la versión de que Ambroce Bierce fue fusilado a escondidas por tropas revolucionarias. Puede ser un mero invento de algunos ofendidos por sus denuncias contra esa especie dedicada a exterminarse y eliminar a otros animales: la humana que se reproduce “con tal rapidez como para poblar y destruir todas las zonas habitables del planeta… y Canadá«.
Subsisten sus aforismos. Por ahí debe conseguirse una edición del «Diccionario del diablo«, en edición de Félix Burgos, ese encomiable editor pirata cuyo hijo logró una precisa traducción.
Con ese sarcasmo suyo, que esclarece la mente y enturbia el ánimo, Bierce definió la política como «la conducción de los asuntos públicos para el provecho de los particulares«.
«No siempre es así», le habría reprochado John Reed. Le pondría, para no ir más lejos, el ejemplo de la misma Revolución Mexicana (cuyas crónicas recogió en el volumen titulado, precisamente, «México Insurgente”). O, para irse al otro lado del planeta, el de Lenin y la Revolución Rusa.
«Diez días que estremecieron el mundo» recoge momentos de la gente sencilla en los días claves de la Revolución de Octubre de la que se conmemora este año un siglo.
Por estos días hace 40 años, un sector, entonces esclarecido, del sindicalismo colombiano, auspició el montaje de una creación colectiva del grupo de teatro La Candelaria bajo la dirección de Santiago García: un montaje refinado y gozoso que ilustró las crónicas de John Reed, constituye pieza clave de la dramaturgia latinoamericana y ganó el premio Casa de las Américas de teatro en 1978.
Vehemente defensor de los trabajadores (su padre, próspero burgués, enfrentó la corrupción de los industriales madereros en Oregón), sensible buscador de la justicia, preso por su apoyo a los huelguistas en Colorado; Reed se ganó la simpatía del pueblo ruso, la admiración de los líderes bolcheviques y el cariño de nadie más que Vladimir Ilich Lenin.
En Nueva York enfrentó un juicio por alta traición, debido a su antimilitarismo radical. Al fiscal que le interrogó si tomaría las armas por USA, replicó con una negativa tan elocuente que el jurado le decretó la libertad en medio del llanto de los presentes.
Meses después, al momento en que los Estados Unidos se sumaron a la Gran Guerra, los médicos le extirparon un riñón, por lo fue eximido de ingresar al ejército: “La pérdida de un riñón me libra de hacer la guerra entre dos pueblos. Pero no me exime de la guerra entre las clases sociales”.
Murió en Moscú de fiebres, a tres días de su cumpleaños 33. Sus restos reposan en los muros del Kremlin, en la plaza Roja de Moscú.
En 9 de febrero de 2017, día del periodista, a:
los profesionales de la información que siguen,
en sus condiciones, ejemplos como el
de John Reed y Ambroce Bierce, entre otros…