Los lectores de «Cien años de soledad» en este medio siglo, desde su aparición, también habitan un mundo nuevo: Macondo.

Gente diversa. Audaz. Como aquellos que -apenas púberes, ya creciditos en las aulas y los billares o maduros por el tiempo-; conocimos la noticia del universo contado por Gabriel García Márquez.

Cuando se supo, muchos se lanzaron a buscar (con tanta codicia como se lo permitiesen las circunstancias de tiempo, modo y lugar), más detalles.

Llegar al colegio, a una reunión familiar o a un baile de quince; con la impronta de haber leído ya «Cien años de soledad», atraía, aunque no siempre con nobles fines.

En prestigiosos centros educativos fue lectura prohibida. Los moralistas del pasado, lo más atrasado de las élites (salvo unas honrosas excepciones), intentaron echar un velo, oscuro, como es obvio, sobre ese retrato del país que ellos, desde el poder, han edificado en parte.

Porque ahí está la historia desde antes de la llegada de los europeos. Desde la prehistoria, que nace de los huevos de dinosaurios entibiados por las aguas del Caribe y alimentados con el fuego de las caravanas gitano-wayuú.

En vez de la memorización de las Fechas y Celebraciones, siempre Mayúsculas, aquí se nos aparecía la historia desnuda, en el sentido más literal del término. Unas vidas, descritas con tanto detalle, que muchos calificaron de obscena.

Sí. Pero deliciosa. Perniciosa dedicación, absorbente intrusión en ese mundo singular y, al mismo tiempo, tan parecido a este que nos toca en suerte.

Por corrillos, en tertulias y cafés, maestros y aprendices de oficios varios intercambiaban chismes, novedades, comentarios, análisis sobre el aparecimiento.

Detalles que, en ocasiones, era indispensable guardarse a menos que se quisiera ganar, por contarlos, una reprimenda paternal. O, para ir más lejos, el insulto de ¡comunista!

Tampoco debió gustar a militares criminales, ni a gringos, jueces, políticos venales ni a obispos caprichosos. Todos ellos están retratados con nitidez. A veces con nombre propio.

Tambien aparece su enorme antagonista: esa muchedumbre delirante, musical y variada que conforma la historia: capaz de remontar cordilleras con la nostalgia de la sopa casera y un pescadito de oro en la mochila.

O de trastear, hasta el desierto de Manaure, el ajuar completo de una pálida consorte, incluida la bacinilla herádica, desde el páramo azul de la capital neogranadina.

Gentes laboriosas, recursivas en el buen sentido de la palabra, fraternas y, sobre todo, dignas hasta la crueldad que, como los Buendía, poblaron esaa prodiga tierra.

Como todos eran allí recién llegados, todos eran bienvenidos. Incluidos los que buscaban sentir lo que siente cuando uno se abre la camisa y le regala al mundo los tres minutos que le quedan de vida.

O ese temblor de tierra, capaz de lanzarte a recorrer el mundo detrás de unos ojos de verde undívago y senos como un volcán.

Extranjeros todos. Unos venidos para quedarse por siempre, sin mucha urgencia de inaugurar el cementerio. Otros, con el afán de sacar, a como dé lugar, riquezas del lugar.

Los que llegan por marzo todos los años, la tropa de Melquíades, arman en las afueras del poblado un campamento provisional.

Traen cosas increíbles, relatos extraordinarios, imanes y músicas. Recetas para cocinar piedras filosofales. mujeres libres y un escribano enamoradizo.

Liberales y clérigos, preciados de cultos, lograron retrasar a muchos la llegada a Macondo.

Vano esfuerzo pues, los pergaminos de Melquíades, rescatados del fin del mundo, lucen ahora en la mirada, reprobadora, de la prefecta de disciplina.

Aunque, mejor, en la sonrisa de la esbelta morena, que de unos días para acá busca el pupitre vecino para sentarse al lado tuyo.