Aprovechar que viene el jardinero a la casa del escritor para pedirle que, con cuidado, pase la escalera por encima de la tapia medianera y se suba a bajar los cocos que están que saltan de verde a oscuro, luego se secan y se les endurece la carne. No hay que dejarlos madurar más. Así como están, el agua de un solo coco es suficiente para llenar el vaso grande, pero con estos soles y las lluvias que este año han seguido más de lo esperado, el líquido se vuelve pulpa blanca y fibrosa pero seca.
Atravesar el solar florido en septiembre regado de flores silvestres hojas otoñales plumas de pájaros que bajan a tomar un respiro en las ramas de los almendros y mierda de la familia cazadora y canina que campea en este territorio al descubierto.
Mantener el ojo vigilante que donde se llegue a caer ese muchacho, los perros acaban con él. Recordar que acaban con cuanta iguana zarigüeya gallina, pato o gato se les pone a tiro. Así mataron el viernes santo del año pasado al perro manchado del escritor cuando en un descuido pasó la puerta y quedo atrapado entre las fauces del macho gris de tiernos ojos azul prusiano y esa criollita leonada larga y lánguida como una modelo que atrevida les quiebra el pescuezo a las gallinas que se atreven a acercar el pico por estas latitudes.
Cuidar que cuando se descuelguen los gajos de cocos no te caigan encima mientras atiendes el merodeo de los perros olfateando el golpe del machete seguido por el miedo del muchacho que con el otro brazo se aferra a la palmera.
Cargar la palangana roja porque no hay carretilla en esta casa con las gordas nueces en su empaque vegetal. Revisar la textura calcárea de las flores y suponer el néctar bajando por la garganta un mediodía cualquiera, como cuando es fiesta. Lavarlos. Colocarlos sobre el barril frente al retrato de la abuela. Que luzcan como ofrenda.
Convenir el reparto pues los frutos son de todos y la tierra no es de nadie, como dicen que decían los republicanos de bien: hay que llevarle a la lactante de la casa de enfrente. Pedirle al marido que guarde un par para la abuela que cría gatos y se ve alicaída, otro para el profesor de alemán y su señora recién llegada de unas cortas vacaciones.
Mandar un par a los Ospino-Cabas y a doña Esperanza que ellos preparan arroz y dulces con el agua y la carne de esos cocos: sangre y cuerpo venidos del cielo igual a los misterios de un dios capaz de fabricar vino para transformar las bodas en milagro.
Reservarle a Jazmín, la india nacida en la India (que no se dice hindú, cosa de religiones) más cuatro para los hijos y Jairo su esposo músico de Benarés. Al cura, como hay cosecha, le llevan todos. El pastor sólo recibe diezmos en metálico y cuidado con descuidar a los agentes de la policía alebrestados por estos días más de lo habitual con los vecinos. Alerta cuando encuentres al loco de la vuelta del parque, que ahora está a un palmo de izarse a la palmera.
Visitar a la doña Elsa, la viuda del maestro Arrieta. Ella agua de coco mínimo dos vasos toma todos los días. Gracias a eso dice mientras raspa la papilla del casco vaciado, tengo mejor vista que la del Almirante Ramón Lemus y cuarenta días más que él.
Desde su casa Elsa tiene la mejor vista de la bahía: en el recodo del barranco. Ahí colgó los estantes con oleos, frascos, bártulos y caballetes de pintor el maestro Efraín Arrieta cuando regresó de Paris a dirigir la escuela de artes provinciales. Gracias a un pariente con buen cargo en la gobernación, el artista terminó el exilio al que lo condenó su familia por haberse casado con ella, negra y además pobre sin abolengo. Volvió Efraín a sus brazos en la casa que ella levantó durante su ausencia y fueron felices.
Visitar a Elsa, repasar las fotografías, los cuadros, los esbozos en las paredes, las parrandas que se prolongaban entre sopas de jaiba y jurel con coco, bandejas de mariscos y plátano asado, yuca y cerdo ahumado. Fisgonear otra vez la biblioteca en busca de notas dejadas por los amigos que se refugiaron allí temporadas enteras para pulir versos o concluir novelas.
Detrás de la terraza más alta de su casa que semeja un balcón Elsa tiene un cuarto con tarimas llenas de legajos del tiempo de los piratas, cartografías, anticuados instrumentos de navegación, las bitácoras del faro con informes desleídos por el tiempo. Únicamente ella es cuidadora de esa biblioteca y dispone a quien concede la posibilidad de conocerla.
Son casi las diez de la noche cuando los perros ladran al paso de la pareja de policías en ronda por la ladera. El loco, como se predijo, se trepó con estrépito en la palmera de la casa parroquial. El cura sólo ha venido n par de veces desde que empezó la pandemia por lo que corrió la instrucción de que mejor no llevarle nada porque se pierde. El pastor tuvo el milagro de una ronquera invencible y no musita palabra desde marzo para congoja de sus fieles y sosiego del vecindario. En casa de los Ospino-Cabas, se deleitan con un batido de coco, miel y canela del que, es probable, falten unas porciones mañana. La ventana del escrito sigue prendida. La luna alumbra el sueño triste de las palmas destituidas de sus frutos.