Salió al encuentro de los asaltantes “una hermosa señora con una espada en la mano, y con admirable presencia de ánimo y muy cortésmente nos preguntó qué queríamos”. Era Manuelita Sáenz y sabía que buscaban a Simón Bolívar para asesinarlo aquella medianoche del 25 de septiembre de 1827. Firme serena refuta a los forajidos: «El Libertador y Presidente en funciones quizás esté trabajando en la sala del consejo, junto al patio principal de la casa de gobierno».
Gracias a que el martes 21 de septiembre el Libertador decidió ir a Soacha, debieron aplazar el atentado para dentro de ocho días. Sin embargo, el sábado 25 el capitán Benedicto Triana amaneció borracho, soltó la lengua y el temor de que el plan llegara a conocimiento de los leales y del propio objetivo, aceleró las cosas.
Tras consultar furtivos resolvieron asaltar a medianoche la casa presidencial. Un grupo de uniformados alzaría los batallones de Vargas y Granaderos que, suponían, se sumarían a la causa tan pronto como fueran enterados de la muerte del dictador, apelativo usado por los canallas para mencionar al Libertador Simón Bolívar. El resto, creían los traidores, era pan comido, atornillados al solio seguro retornaría la confianza ciudadana y se produciría por fin el anhelo y definitivo ascenso del general Francisco de Paula Santander a la primera magistratura de Colombia. Operación simple, éxito seguro, creían.
Manuelita Sáenz siempre estuvo al tanto de los hechos. Conocía el odio invencible de Santander hacia el Libertador, su hipocresía y su engañosa ambición disfrazada de zalamería. Sospechosa del complot y para aliviar el agotamiento de su amado optó esa noche por quedarse en la casa presidencial y no en la quinta que el municipio de Bogotá le regaló a Bolívar después del triunfo en Boyacá.
Ocho años atrás, todos auguraban larga vida y éxito a la República recién nacida en los campos de Boyacá. El 21 de septiembre de 1819 Bolívar salió a completar las fronteras de un país que se desbordaba más allá de las cumbres andinas hasta el Chimborazo desde Carabobo, con estaciones triunfales en Pichincha, Bomboná y Ayacucho, al mando de un ejército de hombres y mujeres, campesinos, esclavos redimidos, indios insumisos, criollos dispuestos a sacudir el imperio que les quería arrebatar ese tesoro de islas tropicales y ríos servidos por selvas, cumbres con cóndores, jaguares y anacondas y todo lo que sirve para anudar la vida con lo que alumbra en tierra.
En 1826 se realizó en Panamá el congreso panamericano que fue saboteado por delegados aupados por los Estados Unidos y ¡qué coincidencia! por el propio Santander. Los norteamericanos, con interés en Cuba y Puerto Rico, se oponían radicalmente a la obsesión de Bolívar por eliminar la esclavitud e implantar una genuina democracia en suelo americano.
Desde el gobierno Santander, al decretar la apertura de las importaciones, produjo la quiebra de la industria textil local que, aún bajo el dominio monárquico, había merecido la protección estatal. El mercado interno postrado en bancarrota, pero los socios de proveedores ingleses y franceses se enriquecían al ritmo rapaz del librecambismo.
“Los males de Colombia–replicó Bolívar a quienes culpaban de esos males a la República en formación-, no provienen de la Independencia sino de leyes inicuas”. El llamado “hombre de las leyes”, al amparo del estado de excepción, dictaba decretos sin consultar más que sus intereses propios y de sus cofrades entre los que destacaban, precisamente, los más enconados librecambistas.
La producción agropecuaria decayó por el aumento de las importaciones. Los campos lucían abandonados, la harina norteamericana se encontraba a menor precio que la local en las costas del país. La eliminación de los derechos de aduna, como fuente de recursos fiscales, se suplió con el cobro de un impuesto general que gravó a toda la población.
Simón Bolívar, contrariado por el desorden gubernamental, era el impulso infrecuente que necesita la historia para corregirse: una presencia que abre vías inesperadas a la humanidad, inclusive. Santander admitió el embeleso que Bolívar despertaba en él con tanta intensidad que lo inhibía de manifestar su opinión sincera, por temor a contrariar la inteligencia de Bolívar, entre las más lúcidas de la historia. “La amistad es mi pasión”, contestaba Bolívar cuando le recriminaban su excesiva generosidad con sus allegados, inclusive con aquellos que, como Santander, deshonraban el aprecio que les entregaba el Libertador a manos llenas.
Aquella noche Bolívar dormía profundo en su cama mientras Manuelita a su lado leía unos documentos. Cuando los criminales irrumpieron con ruidos violentos ella se levantó con presteza, despertó a su amado y le ayudó para que saltara desde la ventana a la calle por donde bajaban los primeros minutos de la madrugada. Bolívar saltó ya cuando los intrusos estaban a punto de tumbar la puerta. Andrés Ibarra, edecán del presidente Bolívar, quedó herido junto a la puerta de las habitaciones privadas. Luego apareció Manuelita serena y bella.
Cuatro horas soportó el presidente y libertador en funciones, debajo de un puente en la helada madrugada sabanera. Las guarniciones militares, enteradas del asunto, reiteraron de ipso facto su lealtad al mandatario legítimo y en formación enfilaron hacia la plaza mayor. La oficialidad, incluido un Santander meditabundo, se congregó allí ignorando la suerte del perseguido.
Nunca se probó la intervención de Santander, diestro en las artes de la hipocresía, en este complot como tampoco su responsabilidad en el “cúmulo de abusos administrativos” que explicaría el estado ruinoso de las finanzas públicas y la disparidad con el aumento considerable de sus propiedades personales.
El atentado contra la vida de Simón Bolívar, perpetrado en Bogotá el 25 de septiembre de 1827, marca la ruptura del equilibrio momentáneo de dos fuerzas que se apoyan y contienen mutuamente “con una calma que parece verdadera, aunque es sólo instantánea”, como la describió el propio Libertador.
Santander saldría al exilio meses después. Retornaría en 1832, luego de muerto el Libertador en San Pedro Alejandrino, a presidir finalmente el gobierno de esa provincia que él recortó al sueño de la Patria Grande y resolvió llamar, otra vez y a la usanza monárquica, la Nueva Granada: país sórdido y deletéreo cuyos dirigentes confinan la justicia, aturden el entendimiento, descerrajan los códigos y trizan la libertad conquistada con tan arduos sacrificios por un pueblo que alguna vez anheló ser feliz.