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“(En la ideología totalitaria) el conocimiento nada tiene que ver con la verdad, y el tener razón nada tiene que ver con la objetiva veracidad de las declaraciones del jefe, que no pueden ser desmentidas por los hechos, sino solo por sus futuros éxitos o fracasos” Hannah Arendt.

La bandera roja o como hoy algunos insinúan llamarla: la “marea rosada” del nuevo socialismo latinoamericano ha permeado la política en varias de las economías más grandes de Latinoamérica: Chile, Perú, Colombia y Brasil. En un tiempo de postpandemia, donde los gobiernos de derecha no pudieron dar respuestas a los problemas sociales, las izquierdas aprovecharon el momento para aumentar el odio y afincar la polarización a su favor, señalando hasta el más mínimo error de los gobiernos de turno, como si el acto de gobernar fuera impermeable, a la condición humana.

Se hizo al poder, engañando, proponiendo utopías y cada una adaptándose a los sistemas políticos de cada país. 2021-2022 su periodo cumbre, el tiempo en el que activistas y opositores pasaron a dar alocuciones presidenciales. Sin embargo, en Chile y en Perú, vemos un desgaste en muy corto tiempo, tanto así que hoy el primer castillo de naipes de esa marea rosada se derrumba en cabeza de Pedro Castillo, quien fallidamente emprendió la disolución del Congreso y al final terminó preso de su propia ambición.

En Chile, el desgaste de Boric con el fracaso de su constituyente, con mapuches enarbolando un polvorín avivado por la misma izquierda, lo han llevado a moderarse para que también calificadoras como Fitch mantengan la nota del país austral, que tiene una tradición conservadora y ve con recelo las actuaciones de su aprendiz presidente.

Lo mismo esta pasando con Gustavo Petro, donde desde el principio, para llegar a la presidencia, acudió a fake news para dinamitar a la oposición, con arengas como las de llegar con el apoyo popular al gobierno para enfrentarse a las prácticas politiqueras de la oligarquía, mismas que ha usado para comprar el congreso y reptar con el clientelismo autóctono colombiano para que de la mano de los mismos politiqueros de siempre, aprobar “democráticamente” las reformas que el mismo, bajo su erudición, consideran son las que necesita el país. Declarando la guerra a los empresarios y a la prensa, pagando favores a la primera línea saltándose a la rama del poder judicial, emula el carácter autoritario de su aliado peruano con el Congreso y calla a la hora de denunciar la tiranía en el país vecino.

Esperemos la sociedad colombiana, al igual que la peruana, sea más crítica del gobierno y no calle ni se embolsille los favores que tan bien saben distribuir los inquilinos de la Casa de Nariño.

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