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Para que una ciudad sea escogida como sede de los Juegos Olímpicos, esta no solo debe contar con el apoyo y el lobby político necesario a nivel internacional, sino que además debe demostrar que cuenta con la infraestructura y las instalaciones que exige un certamen mundial de tan alto nivel.
Desde la primera edición de los Juegos Olímpicos de Verano de la era moderna, en 1896, 23 ciudades de 19 países han sido sedes. Además, tan solo ocho veces el certamen ha tenido lugar fuera de Europa y de América del Norte. Estados Unidos y Reino Unido han sido los organizadores en cuatro oportunidades cada uno. Hasta ahora el evento nunca ha sido en un país africano.
En América Latina tan solo dos países han sido sedes, México (1968) y ahora Brasil, que a la vez es el primer país de Suramérica a la cabeza de la edición XXXI.
No es gratuito que la ciudad anfitriona se elija siete años antes de la celebración de los Juegos. Río de Janeiro, por ejemplo, fue elegida en 2009, luego de competir con las otras ciudades finalistas: Madrid, Tokio y Chicago. De igual manera, desde 2013 se sabe que Tokio será la anfitriona del certamen dentro de cuatro años.
Lo que ha caracterizado a las anteriores sedes es que son grandes metrópolis que pertenecen a países ricos y desarrollados, que cuentan con gran capital político y económico, y que tienen la capacidad de organizar grandes eventos de talla mundial.
Las ciudades compiten por ser las sedes de los Juegos Olímpicos porque es una oportunidad para demostrar su poder y fuerza ante el mundo, pero también para atraer inversión extranjera, generar más turismo y más oportunidades de empleo.
Para la ciudad organizadora es una oportunidad para emprender un rápido proceso de renovación urbana, no solo para mejorar o construir las sedes deportivas necesarias, sino también para poner al día a la ciudad en términos de transporte, vías, alojamiento, seguridad…
En 2008, cuando el Comité Olímpico Internacional se refirió a cada una de las cuatro ciudades que aspiraban a organizar los Olímpicos de 2016, alabó la seriedad del presupuesto de Río de Janeiro y los planes para convertir los Juegos en “un vehículo para dotar a la ciudad de nuevas instalaciones y transporte”.
A pesar de estos elogios, ninguna ciudad sede de los Olímpicos había recibido tantas críticas como Río de Janeiro, sin importar que Brasil, la potencia emergente de Suramérica, ya había organizado satisfactoriamente la Copa Mundial de Fútbol de 2014. Además, esta ciudad es conocida mundialmente por su carnaval anual, que atrae a dos millones de personas.
Por supuesto que se entiende la preocupación y la desconfianza inicial porque Brasil no escapa a los problemas de violencia, de abrumadora desigualdad social y de corrupción, tan presentes en Latinoamérica.
Finalmente, Río de Janeiro cumplió con los plazos establecidos para comenzar las justas sin contratiempo el 5 de agosto. Entre las grandes transformaciones urbanas que les quedan a los cariocas, están la renovación de su zona portuaria, la construcción del Museo del Mañana y del Museo de Arte de Río y la puesta en marcha de su nuevo sistema de metro ligero.
Pero cuando un sector de la población no hace parte de la zona de renovación urbana o no siente que vaya a tener ningún beneficio de esta transformación, o incluso, que fue desalojado para llevar a cabo las obras de construcción, como en efecto sucedió, habrá un sentimiento contrario, porque creerá que no se están priorizando las reales necesidades de su gente. Y ese es el caso en Río de Janeiro, donde la alegría general de hace siete años, cuando la ciudad fue elegida, no es la misma de hoy, porque además coincide con la profunda crisis económica y política que ha polarizado a la sociedad de Brasil.
Los Juegos Olímpicos de 2016 han sido una vitrina para mostrarle al mundo que la Cidade Maravilhosa está en capacidad de organizar supereventos deportivos, pero también han sido una magnífica oportunidad mediática que los cariocas no han desaprovechado para dar cuenta de los problemas sociales y del inconformismo que allí se viven.