Hace pocos días se cumplieron cinco años de la muerte del joven grafitero Diego Felipe Becerra a manos de un patrullero de la policía que lo sorprendió pintando un gato Félix en un muro, bajo un puente de Bogotá.

Diego Felipe Becerra junto a su grafiti del gato Felix.

El caso se ha extendido por mucho tiempo a pesar de las evidencias en contra del uniformado Wilmer Alarcón y de varios de sus superiores, quienes alteraron la historia para encubrir al patrullero y presentar al chico de 17 años como un delincuente armado que iba a cometer un delito. “Su arma” no era más que el aerosol con el que pintaba en los muros de la Capital.
Todo esto se da por el estigma y persecución que siempre ha habido contra el grafiti y el arte urbano, pues se inició como una actividad transgresora de los cánones artísticos tradicionales, “y hoy es una manifestación artístico-popular para ser uno de los principales vehículos de expresión de la sociedad”, como lo reconoce el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) en América Latina y el Caribe.
Los juicios y prejuicios en torno al grafiti han estado matizados por la difícil evaluación subjetiva de qué es arte y qué no lo es. ¿Es arte o es vandalismo? o ¿es arte y es vandalismo? ¿El grafiti crea o destruye? ¿Es legal o es ilegal? Seguramente las respuestas a estas preguntas dependerán de si vemos el vaso medio lleno o medio vacío.
Lo cierto es que el lugar del grafiti es la calle, la vía pública, pues sus mensajes y temáticas no están dirigidas exclusivamente a quienes asisten a las silenciosas, organizadas y rígidas salas de los museos.
El arte urbano o callejero siempre ha sido una expresión y una lucha contra el sistema, contra lo políticamente correcto. Además su intencionalidad, no solo con el mensaje, sino también con la pared intervenida, es la de provocar y generar una reacción, pero nunca pasar desapercibido.
Está bien, nadie quisiera que la pared de su casa o de su comercio fuera pintada o rayada sin su autorización, o ver que en lugar de una obra, lo que hay en un muro son rayones, firmas y pegatinas sin valor estético.
Por otro lado, no tiene sentido crear un grafiti o una obra mural para que al poco tiempo sea borrado. Esa lucha constante entre los jóvenes que pintan con sus aerosoles y las autoridades que borran es desgastante. Lo mejor es llegar a puntos de acuerdo al establecer sitios de la ciudad para que los creadores diseñen sus obras sin censura.
Y no se puede pretender que todo grafiti nos agrade, pues esa es una valoración íntima y subjetiva.

Obra del artista Julien «Seth» Malland.

De todas maneras, los grafitis y los murales pueden ser una alternativa para embellecer las ciudades, darles color y vida, y promover diferentes temáticas del desarrollo, por ejemplo sobre medioambiente, educación, cultura, erradicación de la pobreza o igualdad de género.
Las fachadas de los edificios, los muros y las paredes de lotes abandonados, los callejones, los pilares de los puentes, son un lienzo gris ideal que ofrece la oportunidad de darles voz a estos artistas y a los habitantes de las ciudades.
Los grafitis pueden ser una manera de mejorar el entorno urbano y son un medio efectivo de comunicación.

«La parisienne XIII», de Zag & Sìa.

Independiente de cualquier gusto o disgusto que esta expresión artística genere, en ningún momento se puede considerar como una acción criminal que lleve a terminar con la vida de alguien, como lamentablemente sucedió con Diego Felipe Becerra.