Qué raro que me llame Federico es el título de la última novela de Yolanda Reyes, una narración profunda y dolorosa sobre la adopción, la identidad, el abandono,  la historia personal y las raíces, una historia en la que nuestra Bogotá llenas de rejas también es protagonista.

Con el viaje de Federico en la búsqueda de él mismo, la escritora nos interna en una ciudad agresiva, con un tráfico endemoniado, clasista, segregacionista, con personajes que conocen esas calles durante años escondidas en lugares similares al Bronx, este Bronx que se ha hecho visible ante los ojos de quienes señalaron a Petro por dejar que el horror y la inmundicia se cocinaran en silencio, los mismos ojos que ahora le reclaman a Peñalosa haber sacado a la luz lo que Petro quiso esconder. Como si hubiera sido mejor dejarlo todo juntico en unas cuantas cuadras para que a todos los que vivimos en esta ciudad nos quedara más fácil caminar sin tener que ser testigos de la miseria, la indiferencia y la negligencia que somete a seres humanos a la fuerza de un aguacero para que los arrastre por un caño con la posibilidad de ahogarse y morir a la intemperie.

La “Bobotá” de Freddy, que también es Federico, es una ciudad que recibe a los desplazados del campo, a los olvidados de los falsos positivos, a los niños que esta guerra ha dejado y ha traído a buscar un incierto y tal vez inalcanzable bienestar.

Es una ciudad en la que, según el análisis que hizo el programa ‘Bogotá, Cómo Vamos’ (BCV) publicado ayer en El Tiempo, 4 de cada 10 habitantes de la calle son niños, niñas y adolescentes y el 39 por ciento llegó a esta condición siendo menor de edad.

Es la capital de un país que ahora se divide entre un “sí” y un “no”, como lo ha hecho tantas otras veces entre ricos y pobres, entre los de la ciudad y los del campo, los políticos que roban y los ciudadanos que no votan, entre uno mismo y todos los demás, entre víctimas que no miramos y victimarios que se convierten en héroes.

No sé si Yolanda Reyes quiso reflejar el dolor de la ciudad en que vivimos, pero sé que una vez se hace pública una historia, ya no le pertenece del todo al autor, también es de quienes leemos en ella lo que queremos leer, y en medio de una historia que se teje entre madre e hijo, entre el pasado y el presente, con una narración que no me dio espacio a  interrupciones y me conmovió hasta el llanto, yo también leí esta Bogotá que para muchos niños es también “Bobotá”, una ciudad que no puede encajar dentro de las letras de su nombre para tantas miradas infantiles que crecen sabiendo que en cualquier esquina se pueden topar con el miedo y la muerte.