Recientemente, en un colegio privado de Bogotá, unos muchachos estaban hablando sobre depresión mientras estaban fuera de clase, no era una conversación académica, y una de las mujeres que estaba ahí comentó que quienes la padecen son débiles, sin fortaleza y no cuentan con apoyo ni familias estables.

Varios de sus compañeros quisieron explicarle que eso no es cierto, que la depresión es una enfermedad y se produce, entre otras causas, por un desbalance químico en el cerebro y que por eso las personas deprimidas toman medicamentos y asisten a terapia con un especialista, pero la muchacha no aceptó esta información y se mantuvo en lo que ella llamó su posición. Alguien le comentó que no era cuestión de posiciones sino de entender y otra más le reclamó no saber de qué estaba hablando porque no se imaginaba lo que era querer suicidarse.

La discusión llegó al punto en que varias niñas lloraron y otros muchachos se pusieron furiosos. Algunas de las estudiantes habían pasado por depresiones y varios de los hombres tenían familiares que la habían padecido o la están atravesando. Al final nadie convenció a nadie, pero sí quedaron heridas profundas.

Traigo a colación esta historia porque creo realmente que los colegios deberían tomarse muy en serio la salud mental de sus estudiantes. Con cifras como las de este país en el que, según la Encuesta Nacional de Salud de 2015 publicadas por este diario, el 6,6 por ciento de los adolescentes ha tenido ideas suicidas y un 37,6 por ciento de ellos intentan quitarse la vida, el tema no es poca cosa. Según la información de El Tiempo, “en estas edades factores como la depresión, los trastornos alimentarios, la ansiedad y el consumo de sustancias psicoactivas se asocian con el fenómeno”, y agrega: “Los investigadores concluyeron que, aunque entre las adolescentes se registran más intentos de suicidio, los hombres los consuman más”.

Creo que estas estadísticas no pueden pasar inadvertidas en los colegios y tampoco pueden reducirse a números, es muy importante ponerles rostro y para ello es fundamental la empatía por parte de los demás estudiantes.

Creo que los colegios deben tomar el toro por los cuernos y llevar a expertos que les expliquen a los muchachos qué es una depresión y cómo acompañar a quienes las atraviesan, sin juicios y con solidaridad. Ya la adolescencia puede ser bastante complicada para muchos como para agregarle, además del miedo al rechazo y la necesidad de pertenecer a un grupo, el hecho de ser señalado por otros por tener una enfermedad que les quita la esperanza y les niega la posibilidad de soñar.

Estoy segura de que todos los adolescentes que se han deprimido han querido salir de ese infierno, de esa visión negra y oscura de la vida por la cual se aíslan, se vuelven irritables, no se hayan a sí mismos y piensan que son lo peor, que no valen ni un céntimo. Como si fuera poco, no le encuentran sentido a la vida, todo por un desbalance químico del cerebro de acuerdo con las investigaciones. Y ninguno, ninguno de estos síntomas mejora con tan solo un abrazo o la fuerza de voluntad del joven, sí, es fundamental el apoyo familiar para salir del túnel, pero la consulta médica y el tratamiento son indispensables.

El estigma sobre las enfermedades mentales es muy fuerte, por fortuna cada vez se habla más del tema. La conversación que relaté al principio es una señal de que los jóvenes así lo hacen y de que muchos, infortunadamente, han estado más cerca de ellas de lo que todos quisiéramos, y no todos los niños y adolescentes deprimidos provienen de familias disfuncionales ni están solos y abandonados, muchos de ellos se han ganado la rifa familiar con la genética, pero todos, por igual necesitan que les pongamos a su alcance todas las herramientas que ofrecen los profesionales de hoy.