Por más absurdo que parezca, Trump no es el problema. El problema es todo lo que ha salido a la luz pública a raíz de su candidatura a la presidencia de Estados Unidos y su triunfo, más todo lo que comenzaremos a ver una vez comience a despachar desde la Casa Blanca.
Antes de que apareciera en la escena política el hombre del pelo naranja, muchos habitantes de este planeta no sabíamos que todavía quedaban en Estados Unidos tantos hombres blancos con ideas de supremacía y menos que un grupo de ellos siguiera las ideas de Hitler y se reuniera en el International Trade Center y en el Ronald Reagan Building de Washington para alabar a Trump.
Tampoco sabíamos que había tanta gente en Estados Unidos cansada de su país, con unos ingresos que, en las tierras del sueño americano, no le alcanzan para llegar el mes. No sabíamos que los estadounidenses estaban tan hastiados y tan bravos.
Tampoco nos imaginamos que en el país de las libertades y de la igualdad frases machistas y despectivas sobre las mujeres fueran a ser aceptadas por las votantes. Nos habíamos comido el cuento que las mujeres modernas de Estados Unidos rechazaban de plano comentarios despectivos sobre la menstruación y su relación con los estados de ánimo y la capacidad para pensar.
Realmente no teníamos ni idea de lo que estaba pasando hasta que un multimillonario salió a decir palabras que los medios consideraron disparates y que resultaron ser la verdad de muchos estadounidenses.
Los enemigos de Trump lo rechazan, lo critican, lo vetan sin entender que él es solo el símbolo de un grupo social complejo que ahora se siente respaldado para salir del anonimato y mostrarse como es. Ya no habla en voz baja, ya no se esconde, ya no es tímido. Ahora tiene voz, voto y poder. Trump no creó a estas personas ni las multiplicó como si él fuera el dios todopoderoso y creador. Todas ellas ya estaban ahí y seguirán estando. Ese es el verdadero problema.