Tres veces por semana pasan por las calles de mi barrio grupos de personas que gritan para que les regalen algo de comer. Son hombres, mujeres y niños. Van todos juntos. Los gritos suenan fuertes y yo siento miedo porque son los gritos del hambre, de un hambre de la cual no estoy exenta y los gritos de lo que este encierro está dejando.
Mientras ellos gritan por cuadras y cuadras, sin parar, y uno escucha sus voces cada vez más lejanas, a las salidas de los supermercados o en calles cercanas a estos están los grupos de hombres que piden y amedrentan. Un día escuché que le gritaban a un señor: ¡Viejo hp denos su carro de mercado!
También cuentan que a una señora, al salir de una tienda de verduras y frutas, cuatro hombres se le acercaron, le robaron los paquetes, la tiraron al piso, la golpearon y se fueron corriendo. La gente ya no solo piensa en robarse carteras o billeteras, ahora el hambre apremia.
Un amigo me contó que en su grupo WhastApp hicieron una recolecta para uno de ellos, porque no tiene trabajo y necesita darle de comer a su familia. Era un profesional que siempre había tenido empleo y que ahora ya no tiene cómo generar ingresos.
Los expertos en economía dicen que los empleos que se pierdan por la pandemia no se van a recuperar, que la crisis económica será muy seria y que muchos tendremos que ver de qué vamos a vivir.
El hambre ya no será un problema solo para los barrios que este país clasista define como estrato 1 y 2. No. Los mercados de familias de estratos más arriba ya se han reducido a lo básico. Están tranquilos porque ahora no les falta nada, pero el problema es que no saben cómo será el futuro.
La gran pregunta que me hago es si este Gobierno tan poco empático, con la mirada lejos de los más necesitados y creyendo mucho en los atenidos, preocupado más por los grandes empresarios y los banqueros, entiende realmente lo que es el hambre, si alguno de ellos ha sentido en carne propia lo que es contar cada grano de arroz. Seguramente no. Por fortuna. Hacen bien el Presidente y sus ministros en ayudar a las grandes empresas a salir de la crisis para evitar más desempleo, para impulsar la economía, para que la máquina de producción no se funda. Pero somos un país pobre, con una clase política corrupta que se roba la comida de los niños en los colegios y las ayudas para mitigar la pandemia.
Ese es mi mayor miedo. Sabemos que lo que se viene no es fácil, que atravesaremos una crisis cuyo final no tiene una fecha probable, pero estaremos en manos de dirigentes que ni siquiera sabrán que la gente tiene hambre, porque no les interesará escucharlo.
Creo que muchos economistas que ha dado este país, con estudios en las grandes universidades del mundo, con experiencia y que no se han dejado comprar por la clase política, deberían reunirse para proponer qué hacer, unirse con empresarios que están dispuestos a ayudar, son muchos más de los que nos imaginamos, y definir una ruta clara que nos ayude a ver hacia donde podemos ir. Necesitamos tener con qué comer.