Soy afortunado, nací en un mundo donde las órdenes y decisiones les conciernen a los hombres. Estoy beneficiado por haber nacido con genitales masculinos y por la influencia política que estos tienen en la religión y la filosofía de vida de millones de seres humanos.

Desde pequeño, me criaron en un mundo en donde dios en su infinita sabiduría y misericordia escogió, arbitrariamente, a un hombre para representarlo en la tierra. Me educaron para arrodillarme ante él, quién en los días de la creación hizo primero al hombre a su imagen y semejanza, y después, a la mujer.

Me bautizaron con el apellido de mi papá de primero y el de mi mamá de segundo. Me explicaron que el apellido que trascendía era del hombre y el de la mujer iba a desaparecer en la siguiente generación. Vi desde muy niño como los varones de mi familia se sentaban y esperaban a que las mujeres los atendieran. Fui educado con la idea de que los hombres tenían el poder de decisión y las mujeres el deber de servir.

En colegio me contaron que mientras yo estudiaba, a millones de niñas les negaban el acceso a la educación por tradiciones religiosas y muchas de ellas morirían sin siquiera saber escribir su nombre. En la secundaria, leí con los ojos llenos de tristeza e indignación que mi mamá nació en un país en el que no tenía derecho a votar y entonces, era considerada un algo más que un objeto de compañía para los hombres.

En mi adolescencia me enteré por las noticias que había lugares en el mundo donde mutilaban los genitales de las mujeres para que no sintieran placer sexual. Que en otros lugares, las obligaban a casarse desde niñas con hombres mucho mayores que ellas, y en otros, sus mismos padres las cambiaban por cabezas de ganado, corrales de gallinas y rebaños de ovejas.

En la universidad conocí mujeres que se manifestaban pacíficamente en contra de estas injusticias, el dominio patriarcal y la sumisión de género. Allá mismo también, escuché a hombres referirse a ellas como ‘’feminazis’’.

Hoy, hay personas que creen que es absurdo que existan mujeres reclamando inclusión laboral, cuando son ellas las que ocupan cargos de recepcionistas, secretarias o en la limpieza. Pidiendo justicia contra la violencia de género, cuando en la actualidad ya no se les maltrata como antes y si se les pega es con justa razón. O exigiendo igualdad de derechos, como si a ellas ya no les hubieran dado el derecho de votar.

Otras personas piensan que las mujeres de nuestro país son afortunadas de que se les deje montar bicicleta, se les deje conducir o que puedan salir del país sin el permiso de un hombre. Qué afortunadas son nuestras mujeres, solo tienen que preocuparse porque un día alguien les queme la cara con ácido, las viole, las empale, o sencillamente las asesine cuando vayan caminando solas por la calle y porque simplemente desde pequeños nos enseñaron que valen menos.

Hoy, 28 años después, sigo viendo, escuchando y leyendo este tipo de injusticias en mi país y en el mundo. Hace algunas semanas, una demanda en Colombia pretendía quitarle el derecho a las mujeres de interrumpir el embarazo cuando su vida o la del bebé estuvieran comprometidas. Al parecer, aún en 2017, para algunos es inaceptable que la mujer no cumpla con su obligación de parir, incluso si eso le puede acarrear la muerte.

Yo no soy mujer, pero no creo que haya que ser mujer para exigir igualdad de derechos y oportunidades. No tengo hermanas, pero tengo mamá, y ella es tan grande y tan importante en mi vida como para ver en los ojos de otras mujeres el más profundo respeto y dignidad.

Si bien es cierto que hoy contamos con mujeres empoderadas en todas las esferas de la sociedad y ellas están reescribiendo lo que la historia y la religión les quitó, no hay que dudar ni un segundo en seguir denunciando la inequidad y abuso que por tradición y costumbres religiosas se quiere seguir perpetuando en las nuevas generaciones. Las mujeres no fueron después que el hombre, sus decisiones no dependen de él y solo ellas gobiernan sobre su cuerpo.

Por: Andrés Gutiérrez
Il-Belt Valletta, Malta. Agosto 2017
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