Mi conexión con el rugby ha sido y es todo un misterio. Nadie en mi familia lo ha jugado o me ha animado a practicarlo, nadie me ha invitado a ir a un estadio y tampoco tuve el ejemplo cercano de alguien que, entre una amplia gana de oferta televisiva, eligiera ver este deporte por encima de las demás opciones. Recuerdo como una bendición, una mezcla de placer y de libertad adolescentes, una de esas pocas tardes de sábado en las que estaba solo en casa y con el mando de la televisión entre mis manos. Comencé a hacer zapping, hasta que di con un partido de rugby memorable: la histórica final del Torneo de las Cinco Naciones en Edimburgo, que enfrentó por primera vez a Inglaterra y Escocia, los pioneros de este deporte. 

Todavía recuerdo la impresión que me dieron esos verdaderos gladiadores que se comportaban con auténticos caballeros. Admirable la potencia, la unidad, el compromiso, el espíritu de sacrificio y de colaboración por encima de cualquier mezquino ego. Impresionante también comprobar que se puede dar todo en la cancha, poner en juego toda la fortaleza física sin ser violentos, cosa que es favorecida por la obligación pasar el balón siempre hacia atrás. El fútbol americano no tiene esta restricción y sí es inevitablemente violento, hasta el punto de que los jugadores necesitan todo tipo de protecciones en su cuerpo. ¿Se imaginan qué tipo de cultura creamos en una empresa –y en una sociedad- cuando los trabajadores deben asistir a ella con todo tipo de protecciones para no salir lesionados cada día? Los juegos delatan a sus pueblos.

Cuando he ayudado a algunas empresas en sus desafíos estratégicos y en los retos de desarrollar el talento humano, que es el corazón de la credibilidad y por tanto de la sostenibilidad de una organización, recuerdo a veces tres valores que el rugby ostenta de manera natural.

  1. El talento al servicio del equipo. En el rugby el individualismo no sirve para nada o para muy poco. Un detalle “simbólico” de este espíritu está en que, a diferencia de otros deportes, los jugadores no llevan su nombre en la camiseta; solo se observa un número, que responde a un lugar en el campo y a una función en el equipo. Quien se considera indispensable por creerse mejor que el resto, no sirve para un equipo de rugby.
  2. La importancia de saber aceptar el error. Es dramático ver en qué se convierten algunas organizaciones –y las personas, también- que penalizan el error y que ante él responden con críticas, castigos o etiquetas destructivas. Son empresas sin alma, con una identidad falsa, porque no hacen otra cosa que fomentar que la gente se ponga “máscaras”. En pocos deportes como el rugby hay una relación tan respetuosa con el error ajeno, tanto de los jugadores como de los árbitros. Nadie es mejor o peor por consumar un fallo pero sí por cómo respondemos ante él.
  3. Necesidad de desarrollar competidores integrales. En este mundo empresarial, que nos sumerge con frecuencia en entornos demasiado competitivos, a veces dudamos de que sea posible ganar respetando los valores. El rugby no enseña que la meta es la victoria pero que ésta se alcanza sin perder la dignidad, viviendo los valores de la solidaridad y de la inclusión. El rugby no deja a nadie por fuera, todos tienen un lugar, un valor, una función, ya sea deportiva o social. No importa tu aspecto físico, si eres gordo o flaco, alto o bajo, todos tienen una posición y un voto de confianza sin fisuras.

El competidor integral, que veo de manera natural en los jugadores de rugby, vive la competencia como una verdadera vocación, con una confianza natural de estar en lugar correcto y con las personas adecuadas. Las empresas que logran este espíritu en sus equipos, que es mucho más que comunicar el manido slogan de “ponerse la camiseta”, logran una energía tremendamente productiva.

(Fragmento de la columna publicada en 5Días, periódico económico de Paraguay)

Pablo Álamo PhD

@pabloalamo