Ocuparse sí, alarmarse no. Es necesario proteger el bien común y crecer juntos.
«De lo que tengo miedo es de tu miedo», escribió Shakespeare. El miedo genera pobreza, no sólo material; la confianza lleva a la abundancia, no sólo espiritual. La batalla más grande que se está librando hoy es entre el miedo y la confianza, entre la desesperación y la fe.
El miedo no sólo es causa de todo tipo de miserias sino que, además, es sinónimo de una de las más dramáticas pobrezas: la del alma. Por eso Giacomo Leopardi afirmó que «no hay que temer ni la prisión, ni a la pobreza ni a la muerte: teme únicamente al miedo». En medio de las crisis, el miedo no es el mejor aliado, nos impide descubrir la mejor decisión, ver «más allá» de aquello que nos asusta, nos estremece, espanta o paraliza.
Un problema de liderazgo político
El coronavirus ha creado un estado de miedo creciente y generalizado por culpa no del virus sino del mal manejo que se ha hecho de él. Una vez más la clase política no ha estado a la altura. En Occidente, España y Estados Unidos quizá se llevan el premio a la irresponsabilidad: el país gobernado por el socialista Pedro Sánchez permitió manifestaciones multitudinarias con motivo del 8 de marzo (Día Internacional de la Mujer) en contra de las recomendaciones de la Unión Europea, cuando ya había evidencias en Italia de la facilidad de contagio; por su parte, el republicano Donald Trump estuvo durante tres meses negando el problema («no hay de qué preocuparse, lo tenemos todo bajo control») como si todo en la vida se redujera a un problema de percepción; la realidad se rebela muchas veces a los «maestros» del marketing.
Como bien ha señalado Sergio Muñoz Bata en su columna en El Tiempo, los políticos, sin distinción de partidos y de ideologías, han hecho un «mal manejo» de la crisis. Esta incapacidad de gestión, a pesar de las premoniciones proféticas de Bill Gates en 2015, es la causa real de la incertidumbre, del miedo, cuando no del pánico, que se ha instalado en parte de la población. Puedes estar en medio de la peor crisis que, si cuentas con líderes competentes y creíbles, la logras afrontar con entereza y superar con relativa calma. La confianza que generan los grandes líderes es la balsa de aceite que calma la «herida» del miedo.
Un amigo médico que vive en Inglaterra me ha contado: «Aquí en Londres vamos a sufrir de lo lindo. Hoy (18 de marzo de 2020) todavía han ido los niños al colegio; aparentemente una temeridad, pero la razón subyacente, a mi parecer, es que ¿quién va a cuidar de los niños? ¿Las madres que en un alto porcentaje son enfermeras? Es un problema: niños en casa equivale a menos enfermeras atendiendo a enfermos: ¡no se puede apagar el fuego con gasolina!». América aún no ha sufrido el impacto más duro y Sudamérica quizá se libre un poco por el clima cálido y sobre todo por las medidas radicales de contingencia y aislamiento que han tomado algunos países como Perú, Paraguay, Colombia, entre otros.
Pero hay un problema cultural trascendental: del dicho al hecho hay un largo trecho. En otras palabras, hay que lidiar con un obstáculo centenario: no somos buenos haciendo cumplir lo correcto, lo que nos conviene, las normas que protegen el bien común. Uno de los mejores ejemplos de lo dicho lo tenemos en el aeropuerto internacional El Dorado, cuyas medidas de vigilancia y control han sido decepcionantes en todo momento.
Un problema médico… sobre todo para los pobres
Como no hay un tratamiento para el coronavirus, son necesarias medidas de soporte para atender a los infectados. La preocupación objetiva y real es para aquellos países sin suficientes camas de UCI y ventiladores, como es el caso de casi todos los de la Región. Aquellas ciudades que cuenten con menos medios de soporte por habitante, padecerán lo peor. El caso de Colombia es especialmente dramático porque la ausencia de los mencionados medios no es por falta de plata destinada a la salud sino porque la peor «mafia» del país se ha robado el dinero durante años con alevosía e impunidad. Los muertos por coronavirus y por otras enfermedades curables deberían pesar sobre ellos con toda la fuerza de la ley.
En Estados Unidos se une un inconveniente adicional: los altos costes de los seguros privados hará imposible para muchos ciudadanos afrontar el virus con garantías ya que no podrán recibir los cuidados necesarios. En conclusión: el coronavirus es una enfermedad que afecta gravemente sobre todo a los pobres y a los más débiles.
El miedo a la muerte que hay detrás de toda enfermedad es lo que atemoriza a la población. Pero si uno es feliz, cuida de su salud, pone los medios para tener un buen sistema inmunológico, no debe preocuparse más de lo que estaba hasta el momento antes de estallar la pandemia del coronavirus. Los riesgos de morir más probables siguen siendo los mismos que antes. A lo largo de la historia, siempre ha habido pandemias, epidemias y virus más letales. Preocuparse y alarmarse ahora no ayuda: ocuparse sí funciona, observando las medidas de salud que aconsejan los expertos, como el aislamiento preventivo, la distancia física mayor a un metro evitando el contacto físico, lavado constante de manos, ropa, cuidado de la higiene en general.
Es el momento oportuno para practicar un ejercicio de empatía, de consciencia e inteligencia colectiva, como ha recomendado Claudia López, la alcaldesa de Bogotá. Es necesario aprender a cuidarnos entre todos, saber priorizar el bien común, y convertir esta crisis en un desafío para crecer juntos. Recuerdo la frase que me dijo en su despacho don Manuel García, director general de Tequilas del Señor y decano de la industria tequilera: «Las dificultades ponen a prueba el carácter y los valores; los inconvenientes y peligros nos enseñan que no todo depende de nosotros, que somos vulnerables, que estamos en manos del Señor: por eso tenemos que actuar como si todo dependiera de nosotros y confiar como si todo dependiera de Dios».
Pablo Álamo Hernández
CETYS Universidad
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