Samuel recuerda el perfume inconfundible de la vainilla mezclada sobre el olor a humedad, con unos toques herbáceos y ácidos de la lignina, el polímero más abundante en el mundo vegetal, que deja su huella indeleble en el papel de las hojas añejas. Por ello, cuando los libros envejecen, todo se oxida y se amarillea. Es ese el misterioso momento en que una biblioteca entabla una encantadora conversación sobre la historia.
La Biblioteca Eduardo Santos, de la Academia de Historia de Colombia, fue fundada en 1910, depositaria del patrimonio bibliográfico y documental de Colombia, bautizada en honor a su benefactor, expresidente de la República y miembro de número de la Academia. Fue en esa “cápsula del tiempo” –de la que hablaba el poeta mexicano Abel Pérez Rojas–, entre colecciones bibliográficas, escritos de Simón Bolívar y Francisco de Paula Santander; los cronistas de Indias, la historia y geografía de América Latina y España, y la inigualable colección general de historiografía de Colombia donde se le fueron los días como bibliotecario a don Samuel Cavanzo.
Uno a uno, los 10.950 días, 5 horas, 23 minutos y unos segundos que ya no recuerda, entre tantos datos guardados en 62 años de vida. Este santandereano, oriundo de Zapatoca, llegó a la institución como auxiliar, según él, gracias a don Horacio Rodríguez Plata, amigo de su padre y miembro de la Academia Colombiana de Historia.
Allí, mientras se desempeñaba con ahínco y presteza, para ganarse un lugar como bibliotecario, en uno de esos anaqueles de madera encontró un bello tesoro: una edición de casi 100 tomos sobre la heráldica, de los hermanos García Carrafa y otros libros de Julio de Atienza, dedicados a esta ciencia auxiliar de la historia, de la cual se enamoró profundamente. Este legado de la biblioteca fue una herencia para Samuel, cimentada por un sacerdote investigador que escudriñaba con denuedo la descendencia de los apellidos y sus significados: el padre Francisco García de Vera, quien un buen día le dijo: “Le traigo el escudo del apellido Ardila, fue el último que conseguí porque me envían a un ancianato”. Hasta ese día no se encontraba el origen de su segundo apellido: el Cavanzo; “además, el padre me dijo algo antes de irse a su retiro obligado, que me dejó muchas inquietudes: ‘si esto alguien lo hiciera aquí en Colombia, sería una maravilla’ ”, relata don Samuel.
La profecía del padre García empezó a materializarse con el apellido italiano Cavanzo, el primer apellido paterno de Samuel –por ello, el primer escudo que realizó fue el de los Cavanzo Ardila: su familia. “Ese escudo está en mi pueblo”, cuenta con un suspiro de añoranza, señalando que desde aquel día ha dedicado su vida a conocer el origen de los apellidos, para plasmar sus escudos de armas: “son como un nombre de familia, un segundo nombre que apareció en la época medieval, porque había que distinguir a los caballeros”. Samuel se refiere a la época de la invasión de los moros a Europa y su asentamiento en la península ibérica en el año 711, desencadenando un escenario de guerra, intensas batallas, protagonizadas, entre otros, por los caballeros templarios y los cruzados.
Los más antiguos apellidos son los terminados en la letra z: Rodríguez, que nace del nombre Rodrigo; González, del nombre Gonzalo; Jiménez, del nombre Jimeno; Sánchez, de Sancho; Gutiérrez, de Gutierre. Se tenían en cuenta características geográficas del lugar de donde provenían; por ello se les concedían las preposiciones y artículos ‘de los’ y ‘de la’. Así llegaron los primeros apellidos a tierras americanas en la Conquista: “por ejemplo, Gonzalo Jiménez de Quesada, Nicolás de Federmann, Sebastián de Belalcázar o Alonso Luís de Lugo. Cuando vino la Independencia se quitó el ‘de’, ‘de los’, ‘de la’ y solo se conserva en algunos apellidos de la costa norte”, cuenta con lujo de detalles Cavanzo.
Después de los apellidos que nacen de un nombre vienen los derivados de animales: León, Palomino, Cabra, Cuervo, Pava, Cordero, Aguilar, Vaca, Lobo, Grillo. Luego se mencionan los inspirados en los árboles y las plantas: Arboleda, Alameda, Cañas, Cañaveral, Castañeda, Olmos, Cardozo; y de elementos de la naturaleza como Luna, Soler, Rayo, Alba, Montaña, Valle, Salina, Roca. También de colores: Blanco, Bermejo, Rojas, Pardo, Negrete, Amarillo. De oficios como Albañil, Cantor, Balsero, Botonero, Mercader, Escribano, Contador, Notario, Librero. De motes y apodos tenemos: Alto, Bajo, Barba, Velloso, Cabezón, Orejón, Galán. De flores: Rosas, Rosales, Rosero, Florencio, Granada, Mora, Oliva, Centeno y Zarzo. De los apellidos más extraños podemos mencionar: El Coito, que proviene de Argentina; El Cucalón, La Arrañaga, Chinchilla, Calado y Lavado, entre otros.
Los apellidos tradicionales, con los que convivimos a diario en nuestra Bogotá, tienen procedencia de los primeros españoles expedicionarios que llegaron junto con Gonzalo Jiménez de Quesada. De los 600 expedicionarios que vinieron hacia el interior en 1538 solo llegaron 173. La mitad de ellos regresaron a España. Los otros se radicaron en Bogotá, Vélez y Tunja, las ciudades más antiguas. Aquí sobresalieron algunos caballeros, con apellidos muy prominentes, que tuvieron ricas encomiendas cerca de Bogotá y que vivieron en la capital.
Entre los más destacados podemos contar a Hernán Venegas, Pedro de Colmenares, al que se le otorgó la encomienda de Soacha (por ello, el heraldo del municipio tiene el escudo de Colmenares); Don Juan de Céspedes, Don Antón de Olaya y otros más que daban trascendencia a sus apellidos ocupando cargos de alcaldes y regidores de Bogotá, dejando un gran legado por su descendencia. Hoy día, los apellidos más tradicionales por su antigüedad e historia en la ciudad capital son: Rodríguez, González, Martínez, Sánchez, Hernández, López, Gómez, Ramírez y Díaz.
En la elaboración de los escudos se utilizan dos metales: oro y plata, y cinco colores representativos: el gules o rojo; el azur o color azul; el sinople, o color verde; el sable o color negro; y el púrpura o color morado. Con ellos se adornan los escudos. Resulta fundamental agregar los elementos que ganaron los caballeros en el arte militar de la Edad Media: “los daba un rey de armas, con sus ayudantes iban anotándoles a los caballeros que se distinguían diferentes elementos simbólicos, como por ejemplo el león, o el ajedrez, que se lo otorgaban a los caballeros que tenían la primera línea de batalla y salían vencedores. Se otorgaban mucho el castillo a los diez primeros caballeros que escalaban sus muros, cuando se los quitaban a los moros”, relata apasionadamente Samuel.
El hombre de los escudos asegura que sueña con que uno de sus hijos mellizos, detallista como el padre y sensible para las artes gráficas, heredará esta pasión, que más que una ciencia es un bello arte. Anhela que en el futuro sus descendientes encuentren un anticuado escudo de armas legendario que cuente que el caballero hidalgo, Don Samuel Cavanzo de Florencia, conquistador de los apellidos del nuevo continente, tiene un heraldo grabado de oro y plata en la historia bogotana, erigida en un pequeño castillo del barrio 12 de Octubre.