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Mientras trepaba los mil ciento treinta y un escalones construidos en piedra y unidos por una mezcla de gravilla y cemento, un tenue rayo de luz ultravioleta parecía traspasar el filtro de la atmósfera terrestre esa mañana, un poco más de lo habitual; quemaba “arrechamente”, como dicen en mi tierra. Durante el largo camino, los feligreses, deportistas, turistas y curiosos, que llegan a 41.000 en Semana Santa, lo animaban a subir, como si en él se reflejaran todos los padecimientos mundanos, lastrados hacia la cima del cerro, para atafagar al Señor Caído de Monserrate. No asciende descalzo, como muchos; ni de rodillas, como unos pocos; Dorian escala el cerro con sus dos brazos, las únicas extremidades de su cuerpo.

Años atrás, justo el 17 de mayo del año 2011, Bogotá estaba inundada. El fenómeno de la Niña había devastado árboles y anegado barrios enteros; se calcula que 17.366 hogares fueron afectados ese año en Bosa y Kennedy. Pero en el centro de la ciudad la situación era dramática. El invierno destruyó los cambuches del Bronx, en donde los jíbaros dejaban pasar la noche, por 500 pesos, a los consumidores más frecuentes. Esa noche la denominada ‘L’ se había convertido en una marranera, mucho más asquerosa que la de su infancia, en donde Dorian cargaba palanganas de lavaza para alimentar los cerdos, a las afueras de Barrancabermeja.

Tiritando de frío bajo el diluvio, junto a la ventanilla de gancho “mosco”, el expendio de busuco ya legendario del sector, Dorian sintió el dolor más agudo de su vida; “uffff, era muy verraco, mano; sentía uno como si tuviera metida en las piernas una candela, un cosa insoportable”. Sus gritos de dolor se ahogaban en medio del aguacero y el eco sórdido de los jíbaros, en la subasta nocturna más grande del país, de todo tipo de sustancias sicoactivas: “la cuscua, la muscua, el maduro, le tengo la mejor, mono”.

Cuando despertó, horas después, en el viejo Hospital Santa Clara, a donde van a parar algunos de los habitantes de la calle con sus dolencias, solo existía un pensamiento; “le dije al doctor: ‘tenga piedad de mí, no aguanto más, córteme las piernas’ ”. La tortura tenía origen en las múltiples erupciones cutáneas pruriginosas, que posteriormente se convirtieron en pápulas eritematosas en las piernas y los glúteos. Tenían ya después de meses sin tratamiento un olor fétido y un dolor insoportable. “En ese momento le pedí a Dios que si no moría, me treparía, quedara como quedara, hasta el santuario, y le pagaría la penitencia todas las semanas sin falta”

Desde el año 2013, Dorian sube casi a diario al santuario, apoyado siempre de su esposa, a quien conoció en pleno proceso de rehabilitación, después de la cirugía de sus piernas y por quien, según él, dejó definitivamente el basuco. “De lo que más me impactó subiendo, un muchacho muy joven que me dijo que se iba a suicidar y que al verme recapacitó. Usted viera cómo lloraba”.

Ya pocos preguntan en Monserrate por los 16 millones de años, según los estudios geomorfológicos que tiene de antiguo el cerro, ni por su santuario ubicado a 3.152 metros de altura, formado años después del Zybyn de Bacatá, territorio de suma importancia para los muiscas, sus antiguos pobladores. Todos los que ascienden quieren conocer la leyenda de aquel hombre que escala, únicamente con sus manos, el cerro y asombrarse de su entusiasmo, con su sonrisa que cautiva y asombra. Imagínense qué pasaría si lo vieran practicando su verdadera pasión: el motocross.

El rugido de los motores se compagina con una nube de polvo y barro que encumbra el dramatismo de este deporte, en donde la adrenalina se mezcla en el torso, con la incesante vibración de la maquinaria; “te sientes poderoso”, dice Dorian, que deja escapar una sonrisa emocionada que ilumina su rostro, como si dibujara en la mirada una pirueta en la rampa más arriesgada.

Dorian llegó a las motos por una varada de urgencia en la avenida Primero de Mayo, en el sur de Bogotá. Una confabulación del destino lo llevó al taller de Dixon, un experto mecánico y campeón motocrosista que se sorprendió por la pasión con la que este hombre sin piernas manejaba con destreza una pequeña biwis de tres ruedas, con motor de dos tiempos, para movilizarse en la ciudad y llevar los libros recomendados a sus habituales clientes.

“Dixon es mi parcerito, me enseñó a montar y me regaló mi primera moto de entrenamiento”. Ahora la meta de Dorian es competir. Sus ciclos de entrenamiento son cada vez más intensos, dedica horas a perfeccionar las acrobacias, a dominar las curvas y a moverse con maestría entre el barro y los obstáculos de la pista, no tan intrincados como los de la vida, que le quitaron las piernas pero le enseñaron a escalar su destino, con algo mucho más portentoso: su corazón.

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