No hay nada de malo en recurrir a la cirugía plástica para recuperar la apariencia de aquel rostro que se vio joven durante sus años mozos, tampoco es un pecado querer ganar o perder voluptuosidad y mucho menos, rendirse ante las manos de un buen cirujano plástico que haga de las suyas con su bisturí como si éste fuera casi una varita mágica.
Querer embellecer, experimentar un cambio, mejorar un aspecto físico, corregir algún defecto del cuerpo o cualquiera que sea el propósito de una cirugía plástica es una decisión que sí o sí debe tomarse teniendo los pies sobre la tierra y sin dejar de lado las expectativas realistas acerca de sus resultados. En pocas palabras, una intervención quirúrgica no es cualquier cosa, no es un juego, ni tampoco es algo tan sencillo como hacerse mil veces varios cortes de pelo, es un aspecto trascendental que muchos deciden enfrentar en su vida con madurez y con los pantalones bien puestos.
Normalmente, para muchas personas operarse obedece a cumplir deseos personales, relacionados con sentirse a gusto consigo mismos, bien sea con su cara, su cuerpo y con esa apariencia que desean proyectar ante la sociedad y su entorno. Sin embargo, esos deseos algunas veces sobrepasan los límites entre quienes luchan a diario con su aspecto hasta el punto de enfrentarse a una adicción o verse inmersos en una enfermedad mental conocida como Trastorno Dismórfico Corporal (TDC), documentada y descrita en un cuadro psicopatológico por primera vez en 1886 por el psicopatólogo italiano Enrique Morselli.
Como puede suceder con la anorexia o la bulimia, el TDC genera una preocupación excesiva por algún defecto en la apariencia de una persona, el cuál puede ser leve o imaginario, conduciéndola a querer operarse cuantas veces sean necesarias, con el fin de «corregir» aquellos defectos que parecen imborrables.
En muchos casos no faltan quienes se ponen en riesgo acudiendo a personas no calificadas que emplean tratamientos o procedimientos quirúrgicos ordinarios, bajo técnicas engañosas o precarias, poniendo en la cuerda floja la vida de los pacientes.
Bien reza el dicho que «Todo en exceso hace daño», por eso sobrepasarse con las visitas al quirófano buscando una perfección que no existe y con el fin de acabar con aquellos defectos que atormentan a cada momento a quien los sufre, puede llegar a convertirse en algo traído de los cabellos.
Es por esta razón que hay que estar alerta cuando los comportamientos compulsivos, relacionados con el descontento que existe con la apariencia empiezan a manifestarse. Algunos de los más comunes pueden ser mirarse al espejo más de una docena de veces al día teniendo en la mira aquél odioso defecto en cuestión; otro rasgo es camuflar más de la cuenta aquello que nos avergüenza dejar a la vista, ya sea con maquillaje, con alguna prenda y en el peor de los casos, evitando estar en público.
Las comparaciones también pueden ser muy odiosas y quienes padecen de TDC suelen poner su apariencia en tela de juicio frente a la de los demás, creando sentimientos de inferioridad debido a los rasgos físicos que los acomplejan, sobre todo en partes del cuerpo como el rostro, la cabeza, el cabello, la nariz, la piel y aquellos aspectos relacionados con la gordura y la delgadez en las piernas.
La lucha contra uno mismo puede conducir al aislamiento, la depresión y hasta al suicidio. Por eso es muy importante que si presenta alguno de estos síntomas y cree que sólo puede solucionarlos con cirugía plástica, busque ayuda psiquiátrica y se responda la siguiente pregunta: ¿Se ve como se siente?