La última elección presidencial en Estados Unidos fue el escenario de una estrategia electoral implementada por el Partido Demócrata y de características muy interesantes. El micro-mercadeo o micro-targeting es un mecanismo que buscar recuperar la interacción individual entre activistas y votantes, personalizada, y que se toma muy en serio las preferencias de los electores, especialmente las de aquellos que no tienen por habito votar. Funciona así:
El primer paso consiste en acumular datos concretos sobre las preferencias de los electores, uno por uno. Por ejemplo, uno de los datos claves que usó la campaña demócrata fue el hábito televisivo de las personas. Las compañías que proveen servicios de televisión por cable son poseedoras de información clave relacionada con aquellos programas de televisión que sus clientes no se pierden. El Washington Post narra en uno de sus análisis sobre la campaña electoral (The strategy that paved the winning path), cómo la campaña del Partido Demócrata se gastó un dineral comprando información actualizada, cada dos semanas, sobre hábitos de los televidentes.
Pero, más importante aún, esta información comprada a esta y otras compañías proveedoras de servicios le permitió a la campaña identificar, casa por casa y miembro familiar por miembro familiar, un dato fundamental para el funcionamiento de esta estrategia: la probabilidad de cada individuo de que salga o no a las urnas. La gran novedad está en que el énfasis se puso no en intentar cambiar las opiniones políticas de los votantes, sino en identificar aquellos con bajas probabilidades de votar y convencerlos de que lo hagan. Las dos premisas fundamentales de esta aproximación son bien interesantes. Análisis experimentales adelantados por politólogos en Estados Unidos han demostrado que en primer lugar, cambiar la opinión ya construida de un votante es muy poco probable y casi imposible; y en segundo, que realmente lo que contribuye al triunfo electoral es el incremento en lo que en inglés se denomina el voter turnout o el nivel de asistencia de los ciudadanos a las urnas de votación. A mayor voter turnout, mayores posibilidades de victoria.
Identificados aquellos con no muy claras intenciones de salir a votar, el siguiente paso de la estrategia es un regreso a las formas pre-medios masivos de comunicación de hacer política. Quienes trabajan para la campaña van puerta a puerta, buscando a estos individuos y tratando de hacerlos partícipes de una conversación directa acerca de los temas en los que están interesados con el objetivo de persuadirlos de votar. En algunos casos incluso, si han logrado convencerlos, al final les hacen firmar una carta o formato de compromiso en el que el elector deja por escrito su intención de asistir a las urnas, y luego se la envían por correo regular un día antes de las elecciones para recordarle la importancia de su compromiso. Todo esto está acompañado de correos electrónicos y mensajes de texto que refuerzan el resultado de la conversación.
Adicionalmente, a través de grupos focales y reuniones comunitarias, la campaña se asegura de crear un mecanismo de presión social: en estas reuniones sus vecinos se enteran de su intención de votar y también de si usted tiene planeado cumplir o no con la misma. Las ‘oficinas en el campo’–field offices en inglés, se encargan de poner a funcionar este complejo aparataje. La eficacia de esta parte de la estrategia ya ha sido medida: estudios recientes sobre el comportamiento de los electores en Estados Unidos han demostrado que el incremento del voter turnout en estados indecisos está positivamente relacionado con el número de ‘oficinas en el campo’ que tengan los partidos.
Sin embargo, las críticas a este tipo de estrategia no han sido pocas. Para empezar, funciona sobre la base de un mecanismo de cuasi-vigilancia de los ciudadanos y una sustancial invasión a su privacidad. Adicionalmente, transforma al elector de un ciudadano a un dato, de un votante casi a un comprador de un producto. Elimina, en otras palabras, la dimensión colectiva y deliberativa de la política y la convierte en un asunto individualista. Sus defensores arguyen que de hecho, esta estrategia profundiza la democracia al tomar en cuenta y con seriedad las preferencias de cada votante en vez de asumir que todos los electores hacen parte de una masa amorfa que puede ser persuadida indiferencialmente a través de una comercial de televisión o de un discurso en la plaza pública.
Otros afirman que se trata de una estrategia útil para ganar elecciones pero que no contribuye al debate ni a la construcción de políticas públicas. Sus defensores sostienen que las ‘oficinas en el campo’ continúan su funcionamiento aún después de las elecciones, constituyéndose en entes transmisores entre los cuidados y el gobierno justamente con el objetivo de que la participación de los primeros no acabe con el proceso electoral.
Ahora bien, el problema es más grande para los Republicanos: una estrategia cómo esta le facilita la vida a los Demócratas y les da una ventaja de grandes proporciones: una campaña cara a cara, puerta a puerta, es más fácil y más barata cuando el potencial electoral se encuentra concentrado en zonas densas poblacionalmente, como los centros urbanos. Allí es donde están los eventuales votantes demócratas. Luego el desafío para los republicanos no es menor: no solamente tendrán que pasar por un ajuste serio de su agenda temática y política, que como sugerí en una columna en este periódico (Cuatro años más) es cada vez más acusiante, sino que también deberán encontrar cómo hacerle competencia a esta ‘nueva’ forma de hacer política.
(Nota: este blog normalmente saldrá publicado los lunes pero fue imposible que ocurriera de esta forma esta semana. La próxima entrada saldrá el lunes 19 de noviembre)
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