La discusión nacional sobre la decisión colombiana de denunciar el Pacto de Bogotá, un pacto que buscaba inicialmente reforzar el compromiso de la región con la resolución pacífica de controversias y del que Colombia fue uno de sus principales artífices y promotores, ha girado principalmente alrededor de los efectos legales de dicha decisión. Sin embargo, el debate sobre las consecuencias en materia de política exterior aún es marginal y por eso quisiera retomarlo aquí.
Para empezar, la decisión del gobierno es el inicio de lo que seguramente será un contundente proceso de retraimiento de la inserción internacional del país. Este gobierno prometió al iniciar su mandato, un regreso a la comunidad regional e internacional a través de una política exterior respetuosa con sus vecinos y mucho más atenta a las preocupaciones de la comunidad internacional; menos hostil con los organismos internacionales y en general, más proactiva y por qué no decirlo, más amigable.
Algunos nos alcanzamos a ilusionar. Aunque en varios momentos diversos analistas sugerimos que el proceso de reacercamiento al sistema internacional era superficial y con un horizonte y unos objetivos poco definidos, al menos se estaban dando unos primeros tumbos.
Pero la actitud y las decisiones que ha tomado el gobierno en reacción al fallo de la Corte Internacional de Justicia significan un retroceso de grandes proporciones. Es, en síntesis y para ponerlo claro, el regreso al estilo Uribe de hacer política exterior: el regreso a la retórica nacionalista y recalcitrante, casi reaccionaria, cortoplacista e improvisada. Una retórica que define una corte internacional abiertamente como un enemigo y que en formas ambiguas y soterradas llama a la desobediencia.
Es la retórica de un gobierno bravucón e inconsistente que tiene las agallas para enfrentarse y desafiar una Corte, pero no tiene ni pizca de valentía cuando se trata de enfrentar a Estados Unidos (e Israel) y votar por el reconocimiento de Palestina como país observador en Naciones Unidas. Allí el bravucón se volvió tibio y temeroso y opto por la abstención.
Claramente, es lo que muchos en Colombia quieren escuchar pero afuera no es bien recibido. Es un discurso plagado de falsedades y declaraciones destinadas a confundir a la opinión nacional sobre las verdaderas opciones que tiene el país frente al fallo; que otra vez está poniendo distancia entre los vecinos (cercanos y distantes) y nosotros; y que está creando un precedente nada bienvenido en una región que se ha caracterizado históricamente por resolver sus diferencias a las buenas, a través de la negociación bilateral, y cuando esta falla, a través del arbitraje. Ya el Presidente Piñera de Chile sugirió que no aceptará un fallo salomónico de la Corte en su diferendo con Perú. De nuevo, flaco favor le está haciendo Colombia a la región con su posición.
Como es apenas obvio, la reacción del gobierno frente al fallo no es otra cosa que la firma del acta de defunción del proyecto de liderazgo regional que intentó gestionar el presidente Santos. No se puede ser rogue y líder al mismo tiempo.
Lo paradójico del asunto es que a juzgar por las encuestas, el gobierno colombiano puede haberse quedado sin lograr nada: de un lado, el discurso patriotero no vendió e igual los índices de popularidad del presidente se desplomaron gracias al fallo, y de otro, las aspiraciones de liderazgo regional e internacional se desvanecieron ante la decisión de Santos de usar un discurso desafiante del derecho internacional para intentar evadir el costo político de la decisión de la Corte. El gobierno se quedó sin el pan de la popularidad nacional y sin el queso del liderazgo internacional.
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