Una de las formas más interesantes de aprender sobre los otros es a través de sus manifestaciones culturales.  El cine, la literatura, la música e inclusive la televisión, son mecanismos a través de los cuales las sociedades construyen representaciones de sí mismas que más allá de su calidad artística, son fascinantes porque son espejos en los que nos miramos todos los días.

En la cultura estadounidense, el cine y Hollywood son una herramienta esencial en el proceso de construcción de la identidad nacional en ese país. Claro, muchos dirán que usualmente las producciones estadounidenses son enlatados con fórmulas repetitivas y predecibles. Y puede que una gran parte del cine gringo se ajuste a esta descripción (aunque el cine independiente estadounidense es mi favorito y dudaría en calificarlo como repetitivo y predecible) pero insisto, su valor como documento histórico y como representación cultural es inmenso.

Caso en cuestión: Zero Dark Thirty (traducida al español como La noche más oscura), la película de Kathryn Bigelow (la misma directora de The Hurt Locker, traducida al español como En tierra hostil) que narra en detalle el proceso que llevó a la captura de Osama Bin Landen.

Por supuesto, en la película hay una narrativa gruesa de una agente de la CIA que prácticamente sola y en contra de burocracias ineficientes (la de su propio país y la pakistaní) logra dar con el inesperado paradero de Bin Laden.  Es la historia clásica de una mujer valiente (algo arrogante) y convencida (casi obsesiva) que logra salirse con la suya. Ahí no hay nada nuevo.

Lo interesante es el argumento de la película según el cual, la tortura fue un elemento esencial para obtener información de inteligencia sobre el paradero del líder de Al Qaeda.  Tortura, además, practicada en los más oscuros e ilegales centros de detención instalados por el gobierno estadounidense alrededor del mundo.  Sin esta inteligencia obtenida gracias a la administración Bush y sus muy cuestionables métodos, sentencia la película, la administración Obama jamás hubiese dado con el paradero del reconocido terrorista.

Al parecer los productores contaron con un acervo importante de información clasificada que hace pensar que la descripción del proceso es relativamente acertada.  El asunto es que en varios apartes, la cosa deja de ser narración pura y objetiva y se insertan unas declaraciones en los diálogos que cuestionan duramente la política de la administración Obama en contra del uso de la tortura. Aquí el asunto deja de lucir menos como ficción cinematográfica y empieza a rayar con el panfleto político.

El debate en Estados Unidos alrededor de esta producción fue duro y dejó en claro que el país está profundamente dividido alrededor de este argumento que, dicho sea de paso, fue el dominante dentro de las filas del partido republicano cuando Bin Laden fue dado de baja.

Otro elemento interesante tiene que ver con la forma en que la película construye a la CIA y la burocracia gubernamental en general. En este plano, la propuesta es más gris y compleja: son buenos obteniendo información (siempre en el espacio de la ilegalidad nacional e internacional) pero son pésimos a la hora de tomar decisiones. La tensión entre ‘lo tecnocrático’ (¡!) de los funcionarios medios y las motivaciones políticas de los altos mandos que lo contaminan y arruinan todo, está siempre presente.

Mejor dicho, vaya y véasela. Pero no con ojos de crítico de cine.  No se trata de una gran pieza de arte ni mucho menos, pero si de un documento interesante para observar cómo construyen los estadounidenses un momento de trascendental importancia en su propia historia nacional.