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(Hoy viernes se está graduando otra generación de politólogos de la Universidad de Los Andes.  Ayer, durante un desayuno en su honor, tuve la oportunidad de pronunciar el siguiente discurso que hoy comparto en este blog)
 
Buenos días. 
 
La costumbre indica que esta es una oportunidad que debo aprovechar para darles unos cuantos tips para que tengan una vida profesional exitosa, para que se muevan hábilmente en el mercado laboral y si hay un arranque de moralismo o sentimiento de culpa, les advertiría que este país no aguanta un funcionario público corrupto más y que, si a un ingeniero corrupto se le cae un puente, a un politólogo corrupto se le cae (se nos cae) el país encima. 
 
La cuestión es que, yo misma me encuentro en medio del proceso de aprender que hay cosas más importantes que todo lo anterior y en vez de dedicarme a darles cátedra sobre el deber del politólogo–cosa a la que me dedico normalmente, quiero más bien compartirles sobre mi aprendizaje más reciente, quiero contarles sobre algunas reflexiones que otros han compartido conmigo y simplemente quiero que ustedes inicien su propio proceso de reflexión alrededor de las mismas. Yo, humildemente, creo que vale la pena. 
 
A mi los discursos me aburren por largos y tediosos.  Así que les advierto que no les voy a quitar más de 10 minutos. Ustedes se la han pasado los últimos años recibiendo instrucciones y escuchando a otros decir lo que deben hacer y cómo lo deben hacer, se la han pasado escuchando y escuchando.  Yo me acuerdo que cuando terminé mi pregrado ya estaba un poco harta de tanto escuchar.  Es perfectamente comprensible. Por eso no me voy a extender y solo voy a hacerles una invitación a que continúen pensando por su propia cuenta en los asuntos de los que les voy a hablar esta mañana. Insisto: yo creo que vale la pena. 
 
George Saunders, un escritor estadounidense de novelas, cuentos cortos y libros para niños, recientemente dio un discurso en un evento parecido a este. En su discurso se preguntaba a sí mismo, de qué se arrepentía.  Su respuesta me quedó grabada como en piedra. Saunders dijo: «de lo que más me arrepiento en la vida es de haber fallado en ser amable».  Aunque la traducción tiene su problemita gramatical en español recoge el núcleo de la frustración de Saunders: tuvo la oportunidad de ser amable, y falló en serlo.  Lo dice clarísimo: «hablo de esos momentos en los que otro ser humano estuvo ahí, frente a mí, sufriendo y yo respondí de manera reservada, mesurada.»
 
Suena simple: se trata solo de ser amable cuando haya la oportunidad y el escenario para serlo.  Pero la cuestión es más complicada de lo que parece, dice Saunders, porque crecemos en una sociedad que nos invita a ser el centro de atención y que nos castiga si fallamos en el intento.  Que nos invita a solo preocuparnos de nuestro propio éxito y ver a los otros como peldaños que nos ayudan a llegar arriba. Por eso tendemos a invisibilizar a los otros: solo vemos y reconocemos a aquellos que nos pueden ayudar a consolidarnos como centro de atención, a aquellos que nos pueden ayudar a convertirnos en exitosos profesionales, en celebridades, en políticos famosos.  Hemos tomado la decisión de que el resto del mundo no existe.  
 
En este escenario es donde uno puede decidir intentar ir contra la corriente.  Aquí es donde los seres humanos cuentan con una mayor capacidad transformadora. Aquí es donde se prueba que uno puede tomar la decisión de cambiar su entorno sin necesidad de ganar elecciones o ser famoso.  Esta es la fórmula que propongo:
 
Para empezar, yo les sugiero que no pierdan ni un solo segundo de su preciado tiempo tratando de profundizar o crear esta invisibilidad de tantos otros.  Cada vez que evitan un contacto visual o un saludo a alguien con quien tácita o implícitamente interactúan todos los días, sólo porque consciente o inconscientemente lo consideran no merecedor de un gesto de reconocimiento, de un simple saludo, sépanlo, no están «manteniendo las distancias».  Están, dejémoslo claro, deshumanizando al otro y están haciendo de su propia existencia algo menos y no más significativo. 
 
Para crear estas denominadas distancias sociales, la arrogancia y los bien llamados ‘complejos’ de superioridad son precondición.  Y ambos, arrogancia y sensación de superioridad, no los hacen ni más grandes ni más importantes.  Todo lo contrario, los empequeñecen.  De hecho, la arrogancia es la más sublime forma de parroquialismo y de ombliguismo: cualquiera que conozca aunque sea un pedazo mínimo de mundo, sabrá que por ahí, en cualquier parte, siempre habrá gente más inteligente, más talentosa, más bonita, más agradable, más productiva y más atractiva que uno.  El arrogante parroquial se gasta el tiempo que debería invertir en conocer y explorar tanta gente maravillosa, invisibilizando a otros y creyendo que con eso crece, cuando en realidad, solo se acerca cada vez más rápido a su propia irrelevancia. 
 
Adicionalmente, y esto es clave, cada vez que experimenten eso que los gringos denominan sense of entitlement, que mal traducido implica algo así como comportarse como si la vida les debiera algo, cuenten hasta diez y piensen muy bien lo que van a decir o a hacer.  Este sentimiento es el peor consejero de todos.  La idea de que uno tiene derecho a hacer o decir cosas gracias al estatus social, político, intelectual o económico que ostenta es nefasta. 
 
Los derechos que tenemos, los tenemos en nuestra calidad de seres humanos.  No hay seres humanos mejores ni peores que otros solamente en virtud de la cantidad de dinero, educación o poder que tienen.  Luego creer que uno tiene derecho a más reverencias, a más respeto, a un trato distinto, a un mejor carro, a una casa más grande, a una oficina más grande, a tratar mal a otros o a invisibilizarlos,  solo porque uno tiene más razón, más conocimiento, más plata, más experiencia, más poder o más alcurnia es absolutamente reprobable.  Es el opuesto de la amabilidad. Es uno de los lados más oscuros de la condición humana. Hagan, por favor, todo lo que esté a su alcance para mantenerse alejados de este tipo de comportamiento. 
 
Con toda honestidad y con base en algo de experiencia les digo que el reconocimiento que resulta del trabajo duro, de la disciplina y de la dedicación, es mucho más satisfactorio y produce más felicidad que la que produce el reconocimiento que se obtiene a las malas, a punta de demandas y exigencias que se basan en la siempre muy inflada y distorsionada idea que uno mismo tiene de lo que se merece. 
 
Lo que propongo entonces es que usemos los privilegios con los que ustedes y yo contamos de una forma más positiva, en vez de seguirlos usando para alimentar ese falso sense of entitlement del que les hablo. Al final, los héroes y los pro-hombres quedan consignados en los libros, en el papel.  Pero, como dice Saunders, la memoria de todos nosotros alberga en un lugar muy especial solamente a las personas que alguna vez tuvieron un gesto de amabilidad con nosotros.  La otra, la historia oficial de los héroes y los pro-hombres se olvida fácilmente. No se molesten en tratar de cambiar el mundo desde tan arriba, desde las altas esferas del poder, porque no lo van a lograr y porque si lo logran, nadie se va acordar de ello. ¿Por qué no intentar cambiar el mundo desde el día a día de nuestra interacción con los otros? Esa es una decisión que podemos tomar fácilmente y con la que podemos ser consecuentes, con un poco más de dificultad.  Pero se logra.
 
Un gesto de amabilidad honesto y desinteresado es invaluable: porque la amabilidad se mide por la capacidad que todos nosotros, ustedes y yo, tenemos para ejercerla hacia aquellos para con quienes un gesto amable no es obligación ni una imposición.  Ser amable con el jefe es tarea fácil, porque toca, pero no vale en el esquema de cosas que intento presentarles.  
 
La cuestión es que, tristemente, hacemos parte y contribuimos todos los días a recrear una cultura para la cual la amabilidad es una gran tontería y una infinita pérdida de tiempo.  De hecho, pensamos en el amable como el ‘bobo’ del paseo, aquel del que siempre se aprovecha alguien más ‘vivo’. Y el ‘vivo’ en Colombia siempre es un gran héroe.  
 
Lo tenemos todo invertido y hemos creado una gran confusión.  Una confusión que ha llevado a la gente a concebir su espacio laboral como un lugar de competencia–leal o desleal, legal o ilegal–con tal de obtener éxito profesional y reconocimiento, así sea a costa de los otros y su humanidad; una confusión que nos empuja casi instintivamente a colarnos en la fila para demostrar que somos más astutos y que quienes cumplen con las reglas son un rebaño de bobos que nunca van a triunfar en la vida; una confusión que no permite que confiemos en absolutamente nadie, que nos aisla , nos convierte en seres cada vez más solitarios y menos solidarios y nos hace la vida más difícil y dura de lo que debería ser.   
 
José Saramago alguna vez lo diagnostico con gran elocuencia: «es muy significativo que se tenga que buscar un gesto amigo por teléfono o por computadora, y no se lo encuentre en la casa, o en el trabajo, o en la calle, como si estuviésemos internados en alguna clínica enrejada que nos separa de la gente a nuestro lado». 
 
Me pregunto que tan complicado puede ser intentar rectificar esta confusión y tumbar las rejas que nos separan de la gente que tenemos al lado en el mundo real, no en el virtual.  Si yo intento un acto de amabilidad y alguien abusa, ¿por qué no pensar que esa situación no habla mal de mi misma sino de quien ha abusado de mi confianza? ¿por qué no pensar que es el ‘vivo’ quien tiene que aprender una lección y modificar su comportamiento y no yo quien tiene que decidir no volver a ser amable para no pasar de ‘boba’? En otras palabras, ¿Por qué no decidir, en una situación como está, ser mejor y no peor ser humano? ¿Por qué no ser un poco más constantes y persistir con más ahínco en el intento de ser amables y no abandonar el proyecto a la primera desilusión? O a la segunda? o a la tercera? Insisto, ¿por qué no persistir? No puede ser tan difícil. 
 
Dirán algunos de ustedes que lo que propongo es ingenuo. Que en medio de un mundo y un país en donde todo se resuelve a punta de bala y la lógica que predomina es la del sálvese quien pueda, lo que sugiero raya con la irresponsabilidad. Frente a eso, solo me queda decir que creo, de verdad, que no hay mayor acto de resistencia frente a este estado de naturaleza tan cruel y despiadado en el que vivimos, que un gesto de amabilidad. El potencial transformador de la amabilidad es enorme.  Ser amable se volvió en este mundo un acto revolucionario. 
 
Por eso los invito a que ensayen. Una y otra vez. Cada vez que tengan la oportunidad, tómenla. No cuesta ni tiempo ni dinero y la ganancia es enorme. Es una buena inversión. El resto, verán, vendrá por añadidura en forma de gratitud, reconocimiento y afecto. ¿Qué más le puede pedir uno a la vida?
 
Termino con la última frase de Saunders en su discurso:
 
«Y algún día, en 80 años, cuando ustedes tengan 100 y yo 134 (aclaro: el cálculo le aplica a Saunders no a mi!) y ambos seamos tan amables y encantadores que resulte inaguantable, espero que me escriban y me cuenten qué tal les ha ido en la vida.  Y espero que me digan que ha sido absolutamente maravillosa»
 
Felicitaciones a todos!
 
@sandraborda

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