Los inoportunos son una amenaza. Son pendencieros, lenguaraces, taimados, desvergonzados y siniestros.
Los inoportunos son solapados, volubles, intensos, rapaces y lujuriosos; son vulnerables, resentidos, compulsivos, cáusticos, nocivos, injuriosos e inicuos.
Los hay en cada familia, en cada puerto, en el trabajo, en el estudio, en el barrio, en el gobierno. Tienen infestado el mundo.
Los inoportunos llegan sin avisar, y ni llegar siquiera dejan cuando ya están preguntando qué se les trajo.
Dan consejos sin que nadie se los pida, opinan, comentan, dañan y quieren, sin ninguna autoridad ni licencia, solucionarle la vida a todo el mundo.
Los inoportunos critican, envidian, destruyen y juzgan.
Los inoportunos se ocultan tras de fachadas y máscaras diversas, se filtran para luego indisponer, envenenar, cercenan y aniquilar.
Se valen de los más abyectos artificios para quebrantar la armonía de hogares, empresas, gobiernos, reinos y papados; y también menoscabar los lazos entre amigos y romper las arterias de cuerpos fusionados.
Los inoportunos son sediciosos y atacan con sevicia, trabajan hasta penetrar la herida de sus víctimas y atravesarla. Se glorifican y relamen con la sangre que extraen, navegan a remo suelto en los ríos de infortunio que provocan. Los inoportunos celebran y brindan hasta la alborada cuando los resultados de sus aciagos planes se cumplen. Cuando quiebran la empresa, cuando separan familias, cuando se parten las relaciones, cuando sacan del camino no solo a quienes consideran su competencia o ven como enemigos; los inoportunos buscan constantemente liquidar algo o a alguien, amigo, familia, socio o aliado.
Los inoportunos se escandalizan fácilmente, todo lo cuestionan, todo lo interrogan, todo quieren saberlo, todo quieren verlo arder.
Son maestros en el arte de confundir, buscar y hacer sentir culpables.
Los inoportunos son hipócritas e incendiarios. Fingen lealtad, supuran traición, aparentan confidencialidad, transpiran felonía; se arropan con el atavío propio del cofrade, cuando en realidad, son chacales en la piel muchas veces de un dúctil cordero.
Los inoportunos son ambiciosos y calculadores, son serviles y aduladores, son galantes e insaciables.
Los inoportunos son parásitos que se enquistan con facilidad en la dermis endeble; desovan, infectan, pudren, roen, carbonizan y muy juiciosos eso sí, atizan el fuego de las cenizas de su presa mientras sonríen al verla arder.
Los inoportunos van y vienen, otros, llegan al poder para enquistarse allí y empezar a llagar. Son abscesos de las más ambiciosas causas.
Los inoportunos miran con buenos ojos anidar en el Legislativo, y manosear a esa fulana llamada Justicia.
Los inoportunos cuando no fingen de obedientes, quieren imponer su ley, su dogma, su pernicioso conocimiento, su astucia y su desdeñada virtud.
Los inoportunos suben egos, son codiciosos y simulan ser incondicionales, cuando todo lo que buscan es la desventura de su víctima. De todo cuanto tocan, huelen, rozan y conquistan.
Los inoportunos necesitan romper el equilibrio para sus intereses propios o simplemente romper por romper; romper para ver sangrar. Nacieron para cebarse de la llaga supurante.
Los inoportunos irrumpen con gracia, en el hogar, en el trabajo, en el gobierno, en el dominio cualquiera que este sea; hacen de la cizaña su herramienta vital, para desprestigiar, para fracturar confianzas, contaminar alianzas y pudrir raíces.
Alardean muchas veces de sus inmundas mercancías, que aunque forradas en oro, no son más que adornado excremento.
No permita que ningún inoportuno entre en su hogar, traspase su morada, acaricie a sus hijos o le sonría a su mascota.
Son arpías que pueden llegar con preciosos atuendos de frailes, ostentosos trapos, colmados en apariencia de buenas intenciones, una linda sonrisa y una apócrifa grandiosa intuición.
Aléjese de los inoportunos agazapados ya en su núcleo, no sacie su ímpetu, porque esa plaga una vez extinta incluso, sigue jactándose perpetuamente de los efectos en cadena de sus viciados actos.
Cerrémosle el paso a los inoportunos, en nuestra morada, en nuestros cuestionados templos, en nuestro precario o rubicundo trabajo, en nuestro misérrimo gobierno.
Y ante todo, inmunicemos nuestro espíritu, de donde sin pensarlo puede estar brotando el resultado de algún inoportuno, que ya nos infectó.