A propósito del ecocidio en la Amazonia, azuzado en el vecino país carioca y que ya ha afectado casi a media docena de países vecinos, denuncio desde este cosmos digital, una aborrecible práctica que desde los ingenios y cañaduzales del Valle del Cauca no cesa de envilecer y enturbiar al cautivador municipio de Guadalajara de Buga, solo por mencionar una de muchas poblaciones de la imponente región azucarera más afectadas por la irritante y devastadora pavesa que deja la irresponsable quema de caña.
Los poderosos y orgullosos ingenios, quienes recogen y transforman la caña de azúcar, aducen que la quema obedece a una falta de control por parte de quienes administran los cultivos, es decir los colonos o agricultores dueños por lo general de la tierra y a quienes el ingenio compra la cosecha; en tanto que estos últimos, atribuyen a “accidentes” o “incontrolables manos delincuenciales” el fuego en las extensas siembras que arroja esa ceniza exasperante que la fuerza de los poderosos vientos del occidente arrastra hacia los pueblos aledaños descargándola inclemente sobre las cabezas y hogares de los lugareños.
Ello sin referirme al asfixiante humo que devasta a quienes moran dentro de un radio aproximado de hasta 3km de la combustión.
Aquella urticante pavesa tizna la piel, mancha la ropa, daña jardines, impregna cualquier ambiente, se adhiere a los muros, ensucia las calles, tapa sifones, obstruye conductos y, por supuesto, también afecta vías respiratorias. De hecho, hace un par de horas me llamaron del Valle del Cauca preguntándome si la quema de caña podría ser demandable. Lo hizo una dama a cuyo nieto, días atrás, se le introdujo una pavesa en el ojo rayándole la córnea.
Entre voces se oye decir que los colonos provocan premeditadamente la quema del cañaduzal cuando el ingenio se demora en recogerla y pagarla, claro está, siempre atribuyendo el hecho a circunstancias fortuitas, “contingencias que se salen de las manos”, como por ejemplo “un cigarrillo arrojado en un mal momento…” y demás majaderías que, aun cuando posibles, no son nada frecuentes, porque entre otras, “casualmente” la exasperante conflagración se produce justo en época de cosecha y el enardecido verano del segundo semestre del año.
Hay un momento en el que las plantaciones de caña deben de ser calcinadas, ya sea para eliminar deshechos, por aparición de plagas, por razones de orden agroindustrial traducidas por ejemplo, en la necesidad de facilitar el corte de los tallos, poder agilizar la cosecha, proporcionar una fácil aplicación de riego, rendimiento y eficiencia para los equipos de cosecha mecánica, incremento del rendimiento de cortadores, o simplemente, porque comercialmente así lo exige el gremio.
Uno podría llegar a entender que, como lo afirmaría un cortero cualquiera, al quemarse las hojas secas se facilita el corte del tallo, pues así, «de un golpe flamígero», se despeja la parte baja de todas las cañas. La quema también garantiza la desaparición de alacranes, tábanos y culebras que harían aún más riesgosa la labor del cortero y, en fin; explicaciones cuyo asidero aún está en entredicho, y muy lejos de desvirtuar o justificar el nefasto desenlace de los incendios.
Personalmente, sin ser ningún experto en la materia, hallo en la ausencia de mano de obra calificada, la reducción de costos de producción y una inconsciencia inaudita, las principales causas que estimulan la odiosa quema de caña de azúcar, actividad prohibida no solamente por la autoridad local de Buga y los municipios vecinos en sus respectivos planes de ordenamiento territorial, sino a nivel nacional en decretos suscritos por el Ministerio de Ambiente y normatividad alterna respaldada por el ministerio de Agricultura.
Como si lo anterior fuera poco, hay que resaltar que una tonelada de caña es capaz de consumir 500 kilogramos de bióxido de carbono, emanado por las chimeneas de las industrias y por los vehículos en circulación.
Cada cañaduzal funge como una especie de pulmón encargado de purificar el aire. Una bondad atomizada por los ingenios amantes de carbonizar la caña. En ese momento exacto de la combustión se libera el monóxido de carbono, enemigo declarado -con suficientes y atroces créditos- del medio ambiente en todo el orbe. Rey de la polución en el planeta Tierra.
Mientras se incineran los cañaduzales, el monóxido queda suspendido en la atmósfera bloqueando el paso de los rayos solares que habiendo penetrado en la tierra sin poder expandirse, generan recalentamiento. Razón de ello, parte del exasperante calor que tuesta estas latitudes.
Recuerdo que a finales de los noventa leí un artículo en EL TIEMPO en donde se ratificaba la tesis de que los filamentos que cubren el tallo de la caña terminan unidos a las micropartículas contaminantes, dando lugar muy probablemente a alergias crónicas. Los más afectados son los niños quienes además resultan con problemas de conjuntivitis.
Ecólogos y agrónomos de la región a gritos vienen denunciado, desde el siglo pasado incluso, que absorber monóxido de carbono provoca enfermedades cutáneas y respiratorias.
Urge que el Ministerio de Salud intervenga directamente en un asunto que de suyo también le compete, porque así lo exigimos todas las víctimas (foráneos y nativos) de la detestable quema de caña en el valle, y que, las otras carteras ya mencionadas, la administración local y el gobierno nacional, se apropien definitiva y responsablemente sancionando con la contundencia debida esta mala y repulsiva práctica, la que más allá de las ventajas que pueda llegar a tener si es que las tiene, en una incontrovertible verdad, está afectando entre muchos otros tópicos, la biodiversidad y el medio ambiente generando gases cargados de CO2 , perturbando otras actividades productivas, sobresaltando el turismo y limitando la circulación, trastornando la salud, y cubriendo con esa asquerosa ceniza (pavesa) las calles, familias y casas de todo un pueblo hastiado de ella.