«¿-Quiénes sois vosotros que, contra el curso del tenebroso río, habéis huido de la prisión eterna?

-dijo el anciano, agitando su barba venerable-.

¿Así se han quebrantado las leyes del abismo?»

Dante Aliguieri, La Divina Comedia. (Purgatorio, Fragmento Canto I)

 

Alejandro Magno, Napoleón Bonaparte, Julio César, Gengis Kan, Truman, Churchill, Hitler, etc., muchos laureados como héroes aún hoy día, pero rotulados también como efectivos genocidas de la historia. Poco importan sus métodos. Sus conquistas fueron grandes hazañas, sus estrategias soberbios despliegues de hegemonía y poderío; sus muertos, héroes de guerra, mártires, enemigos visibles, deshechos humanos o, simplemente,víctimas ineludibles en la aparatosa defensa de la libertad o de la soberanía; del orgullo o de la ambición.

Hierven las palabras de Nicolás de Maquiavelo. El fin siempre justificó sus medios; hasta que las nacientes páginas de la historia empezaron a revelarse negándose a que en sus níveas hojas se consignaran inmerecidos encomios. Inauditas adulaciones.

Vale la pena desapasionadamente leer sus legítimas y neutrales biografías y entonces sí, graduarles de colosos o villanos. En lo personal, prefiero definirlos como personajes históricos. El título de héroes o villanos, solo el tiempo lo valida.

Y a propósito de heroísmo o ruindad, en Colombia una “deidad” de la sombría politiquería (increíble pero cierto) tiene enfrentado a un pueblo entero, entre quienes exigen resueltamente verlo arder, y quienes defienden enardecidos su inocencia. El adalid de la polarización y la controversia, el redentor y el verdugo a la vez por antonomasia de esta “pútrida” y hermosa nación: Álvaro Uribe Vélez (ÁUV).  De quien no dejo de preguntarme si las páginas más avezadas e incorruptibles de la Historia medirán su talla moral con la regla que se mide a un áspid y a un cuatrero o, con la escuadra solemne con la que se mide a un insigne personaje. Más allá del irrefutable hecho de que  el político, per se, no deba —en principio— ser digno de exaltación alguna. Menos en Colombia con ese cordel de corrupción que oprime sus gargantas.

Sin querer descargarle una ojiva atómica cerca, ni tampoco ungirlo de redentor; es decir, sin caer en un apelmazado y plano “antiuribismo”, ni mucho menos en un mórbido fanatismo mesiánico indecente y decadente, urdiré lo más objetivamente posible, lo que a modo personal considero son las razones para envolver a ÁUV ya sea en el ropaje de la virtud o ataviarlo con el traje de la infamia.

Apoyado en los hechos más relevantes de sus consecutivos mandatos (2002-2010), desapasionadamente exalto un primer gobierno más que sobresaliente. Y, como hecho incuestionable, un polémico periodo, que luego de la reelección empezó a desvanecer su popularidad.

“Uribe pacificó a Colombia”, se repite con tenacidad. Parcialmente cierto. Mezquino sería no atribuirle al expresidente y hoy procesado ante la Corte Suprema de Justicia, el haber doblegado la fuerza terrorista de la guerrilla. Sin lugar a dudas, a ÁUV se le debe el que las Farc con la fuerza que traían hasta hace una década (azuzados por inauditos vientos de impotencia gubernamental, cebados ciertamente, por incapaces e inocuos gobiernos), no hayan arrodillado a todo un país. Sí, las carreteras, arterias y venas de la nación se limpiaron de bazofia subversiva, las asquerosas pescas milagrosas cesaron, los secuestros se contrajeron y, en fin; gracias al orgulloso Ejército Nacional de aquél entonces, la caterva rebelde fue diezmada. Más no extinta, obvio. Ese es el trofeo que más enorgullece al legado uribista, esa es la bandera de la que tanto se jactan quienes defienden su controversial paso por la primera magistratura de Colombia y la razón por la que reventarían antes de claudicar, a la posibilidad de volver a ver a ÁUV tomando las cortantes riendas de la patria.

Pero el exterminio y desalojo significativo y parcial de la guerrilla durante la presidencia de ÁUV dejó enconado un mal igual o más lesivo: el paramilitarismo. La horda de la autodefensa se pervirtió y desbordó, y, sin necesidad de ahondar en detalles suficientemente conocidos, aquél “mal necesario”, aquél remedio transitorio (y lacónico), terminó volviéndose peor que la mortífera enfermedad.

El paramilitarismo, ansioso de poder como una pestífera tenia insaciable, permeó la política (enferma desde su simiente), pudriendo capa a capa el tejido celular de un Estado sobrealimentado de putrefacción ética y moral.

“Estado úroboro” o “auto-sarcófago”, deseoso  de vaciar sus arcas y devorarse a sí mismo.

El aniquilamiento de la odiosa subversión traería consigo a la vez en el segundo gobierno de ÁUV el aniquilamiento a gran escala de los, ya de por sí, infectos estamentos del imperio gubernamental. Las 3 ramas del poder público: ejecutivo, legislativo y judicial, como nunca, todo indica, ardieron en una corrupción irrefragable. Después, un atroz brote de repudiables escaras tiñó de infamia al que, para entonces, era definido por algunos como el mejor presidente de la historia de Colombia. Falsos positivos, chuzadas, ejecuciones extrajudiciales, Agro Ingreso Seguro (AIS), feria de las notarías, zonas francas, corrupción al por mayor en la Dirección Nacional de Estupefacientes (DNE), investigaciones por doquier a sus más preciados alfiles de la política, investigaciones por fraude procesal, soborno y, en fin, máculas que han fulminado la moral de AUV, para sus prosélitos, intacta e inmune a cualquier oprobio que según ellos, sus enemigos quieren infamemente enrostrarle. Fogosos partidarios para quienes no importa la arenga ni la evidencia, su caudillo, solo merece ser ensalzado, jamás vituperado.

Y para usted, respetable y exigente lector:

¿ÁUV, es o no un falso positivo?