Lo cierto es que espero que esta desgracia no vaya a abandonar muy pronto los editoriales y la voz noticiosa.
Porque a Dilan también lo mató el país.
Esa Colombia convulsionada, inflamada por una intolerancia inaudita, por una indiferencia aún estremecedora, sitiada por los demonios propios del Hombre y del Poder, desahuciada por los corruptos y en fin. Esa Colombia soberana y también homicida.
Me sobrecogen las aireadas hipótesis de quienes diestros incendiarios salieron a decir que a Dilan lo había matado el presidente Duque, el senador Gustavo Petro o, en una tesis que me sigue pareciendo aventurada, una munición lanzada con la intención irrebatible de cegarle la vida. Hasta ahora con los indicios existentes y una rápida valoración tan evidenciable como precaria a la que momentáneamente se pudiera llegar a partir de los elementos probatorios puestos a la vista de la opinión pública, me aferro todavía a creer que fue un homicidio culposo. No doloso, no preterintencional. Es decir, producto más de una ligereza o imprudencia que de un ánimo homicida. Para mí, el oficial del Esmad involucrado disparó para neutralizar a Dilan no para dañarlo, menos para matarlo. Fue una culpa seguramente con representación (quizá pudo haber medido las consecuencias de su acto) que de cualquier modo no es menos delicada bajo los preceptos del derecho penal. Pero no quiero entrar en disertaciones de orden legal, no es ese el espíritu de esta columna; la opinión transitoria acabada de exponer, es solo eso, opinión solamente. Una percepción veloz que como ciudadano y jurista me atrevo a cavilar , reitero, sin explorar a fondo todos los elementos de prueba existentes que a la fecha intuyo deben ser copiosos.
Tampoco me interesa por ahora referirme a una causal excluyente de responsabilidad amparada por nuestro ordenamiento como lo son la legítima defensa o la orden estricta y válida impartida por superior competente, herramientas de defensa a las que eventualmente podría recurrir el procesado para liberar su responsabilidad.
De cualquier manera la justicia show en este penoso caso ya empezó. Ojalá no vaya a degenerar en los espectáculos circenses a los que ya estamos habituados.
Entre tanto, los abogados ya se pusieron sus ribetes de vedetes o de jueces, los saltimbanquis de chalina fina ya juguetean con las cámaras y los micrófonos y los gurús del derecho emiten sus razonamientos jurídico-apostólicos tratando de aplacar los ánimos y bañándonos a todos con su conspicua sabiduría…
A Iván Duque y a Petro hay que excluirlos de responsabilidad alguna. El primero no tiene la culpa de ser el presidente de una nación con un índice de desempleo que ya va llegando a la estratósfera, una legislación tributaria agresiva y opresiva, una corrupción galopante, unos partidos políticos voraces e insaciables, la inseguridad y la violencia haciendo nido en cada vertebra del territorio, las ramas del poder público envilecidas hasta más no poder y demás escafandras de las que se cubre nuestra amada Colombia. Y el segundo, Gustavo, con pinta de estadista del nuevo siglo, un vasto conocimiento de nuestro espacio político y recuento histórico, solo por azuzar la protesta, encender los ánimos, alimentar el odio hacia un gobierno que seguramente eso se ha ganado, menos.
Dejémoslos en paz. Ellos nada tuvieron que ver con la muerte del estudiante bogotano de grado once quien con 18 años cayó para jamás volver a levantarse producto todo indica, de una bomba de aturdimiento lanzada por un miembro del Esmad el pasado 23 de noviembre durante las protestas contra el gobierno.
Duque y Petro son solo convidados de piedra en un país que se calcina en sus narices…
Entonces la responsabilidad indirecta recae en Colombia. Una Colombia que no se sabe comportar, que no se deja gobernar por gente competente, que reniega de su justicia porque, con justa razón, todos los días es víctima de ella, de su desdén, de su impunidad y de su vulnerabilidad. De lo comercializada que está, de lo rancia que se volvió. Una Colombia que despotrica de sus legisladores por tener la demolida fama que tienen, y que mancilla su institucionalidad solo porque supone que ante todo, sirve al insobornable tráfico de la influyente corrupción.
Esa Colombia que permitió que al papá de Dilan Cruz lo asesinaran cuando él era tan solo un niño, que su mamá fuera procesada y condenada, y que él saliera ese aciago 23 de noviembre a protestar de la mano de unos encapuchados que mayoritariamente también lo destrozan todo a su paso.
Esa Colombia que infamemente permitió que Dilan Cruz se interpusiera en la trayectoria de aquél cartucho múltiple disparado por una escopeta calibre 12 que llevó simultáneamente a la ruina a dos familias. Dos familias que engrosan la extensa lista de aquellas sumidas en la desgracia por un estado tan perturbado como inviable.
Para concluir, me resisto a creer que el Esmad vaya a desaparecer. No solamente porque durante mi servicio militar, hace más de 20 años, me tocó en una experiencia de suyo temeraria y perturbadora apoyar a la policía militar y al Esmad en una operación anti motines enfrentándonos a unos encapuchados que solo tiraban a matar y a quienes solo la fuerza podía repeler, sino porque soy un convencido de que en Colombia, los vándalos y revoltosos en las calles, en los estadios y en donde sea, nunca van a desaparecer y además, en sus límites naturales, no podrán jamás comportarse responsablemente ni satisfacer a aquella parte de la sociedad que a gritos exige civilidad y respeto. Simple y llanamente, porque no podrían después humillarse con su obediencia tanto cuanto pretendieron sublevarse con su desobediencia. Ese tipo de urbanidad por lo menos aquí debe exceptuarse.
Como exceptuarse debe la utópica posibilidad de que algún día la sociedad entera se eduque o llegue algún duque, archiduque, rey o príncipe a salvarnos la vida.
O por lo menos, a gobernar bien.
Ojalá esté equivocado.