“¡Todos a abortar!”

Abortar es la misión.

Abortar todo lo que no sirva.

El mundo necesita abortar más.

Abortar misiones suicidas, abortar proyectos genocidas, abortar campañas exterminantes (del medio ambiente), abortar iniciativas aniquilantes, que promuevan la persecución, la exclusión y la desaparición.

Abortar ideas absurdas destinadas a segregar e iniciativas que busquen aislar; abortar esas voces que busquen hacernos callar, abortar los planes que tienen los grandes emporios para el mundo doblegar y a todos esclavizar.

¿Pero abortar una vida inocente?

¿No es acaso un acto indolente?

“Típico de una personalidad demente”, dirían algunos. “Un derecho natural e inherente”, dirían otros.

“Un favor que uno le hace a una vida que está por nacer”, le oí a alguien decir recientemente. De inmediato, otro que allí escuchó, reaccionó: “Un crimen, definitivamente; llamarlo de otra manera es infame y decadente”.

Lo cierto es que el aborto no es un poema, ni un verso, ni una rima, ni mucho menos un juego, un hábito, un recurso o un estigma. Es una macabra realidad que estremece a nuestra sociedad. De hecho ya extraviada y podrida. Famélica y confundida. Corrompida y desvanecida. Perturbada y confusa, desequilibrada, cruel y obtusa. Envanecida y proterva. Y a esta altura de mi columna de espontánea combustión bucólica, aborto la rima, porque el tema me da grima.

Abortar o no abortar, vaya decisión. No quisiera estar en los zapatos de quien se ve forzado a tomarla.

Ni en los de él, habitualmente (no siempre) un cobarde en potencia, ni mucho menos en los de ella que lleva en su vientre todo el peso de las consecuencias.

Quien a ello se enfrenta, el retar a la vida o a la muerte de un inocente, debe pasar por quizá la más amarga de sus experiencias, sin lugar a dudas.

Tiene tantas aristas este espinoso tema, que francamente no sé qué atajo seguir.

Dentro de los argumentos que recientemente defendieron desde el ejecutivo y el legislativo en Argentina en pro de la trascendental y sonada despenalización gaucha del aborto, el establecer que la cifra de abortos ilegales supera los 470000 al año con las consecuencias muchas veces letales que ello trae consigo, fue el que más llamó mi atención.

La clandestinidad de centros de aborto se ha vuelto en Argentina tanto como en Colombia, con certeza, un desgarrador y perverso mercado de carne y hueso.

Se podría decir que bajo esa premisa la opción de legalizar el aborto es viable, en principio. Suficiente, por lo menos, para reducir la espantosa cifra de quienes no salen vivas de quirófanos improvisados o, si salen, lo hacen con insondables secuelas.

Y, claro está, las tres excepciones que avala la ley constitucional colombiana para abortar, a saber: riesgo de malformación del feto, peligro de muerte de la madre y embarazo producto de acceso carnal violento; de entrada, también son razones suficientes para interrumpirlo. Respetando sobre este particular a quienes aborrecen estas tres excepciones y cualquier razón en el mundo que justifique el aborto, con quienes en esta oportunidad no voy a controvertir por razones de tiempo y espacio. Desgastantes pugnas muchas veces, que se confinan a temas eminentemente religiosos o sectarios, unos mucho más augustos que otros.

Y también están las razones de orden monetario, social y demográfico, que le atribuyen a la penalización  del aborto una razón más para disparar las cifras de pobreza y la tasa de morbilidad en la nación. Apreciaciones también válidas, a mi modo de ver, respetando cualquier opinión en contrario.

Amén de lo anterior, considero en todo caso que la despenalización absoluta del aborto puede llegar a ser nefasta vista, ante todo, desde la óptica de la irresponsabilidad adolescente, generación que probablemente abarrotará el recurso médico para ponerle lícitamente fin a sus “calenturientas indulgencias”, restándole valor a la vida y al deber.

Y ni hablar de quienes, expertos en la fogosidad y la promiscuidad, recurren al aborto solamente para no dañar su estética, proteger un estatus o consolidar una apariencia.

Y, sí, lo dije muchas veces y aun lo sigo diciendo (porque no falta quien me lo saque en cara): el vientre de la mujer es un templo precioso y sagrado donde solo ella debería gobernar y decidir; pero consciente y nunca irresponsablemente.

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