«La estética es una visión absolutamente subjetiva», leí hace algunas semanas en un artículo. La afirmación, considero en todo caso, es tan controvertible (y controversial) como interesante.
¿Qué es la estética?
¿Acaso una conjugación de impresiones, factores, patrones, costumbres o principios que imprimen o ayudan a definir algo o a alguien como una unidad armónica y llamativa?
Las definiciones pueden ser miles y no es el objetivo de la columna ni transcribir algunas de ellas ni entrar a analizarlas.
Por «estética» el común denominador de la gente entiende la forma «elegante» y ordenada, «presentable y atractiva» de un objeto. O de una persona objeto de tal valoración. Evaluada ya sea en su forma de vestir o en su naturaleza humana. Desde el ámbito estrictamente físico.
¿Pero qué o quién define los alcances de la estética?
En todas las disciplinas y campos del devenir humano debería de haber algo de ella.
No solo en las cosas que el hombre crea y en el hombre en sí, sino en la forma en que el hombre civilizado es, está, se comporta, se desarrolla y evoluciona.
Una nación debería de ser «estética» en su organización y conformación, en sus leyes, en su estado y gobierno, en su arquitectura y progreso, y hasta en sus costumbres y gentes.
Colombia, aparentemente podría decirse, es un Estado «estético», ordenado, sólido y vertical. La actualidad nos muestra, sin embargo, otra realidad. Actualidad de hoy y siempre.
Un Estado descuajado, flácido, inestable, lánguido, exhausto, «antiestético»… caótico.
Empezando por la separación de poderes, que en la Constitución Política luce muy bien y en la teoría seduce; en la práctica, en cambio, hiede sobremanera. Esa Colombia (el gobierno de turno, sus legisladores y la judicatura, ante todo) que se ufana identificándose a diario como un «Estado democrático Social y de Derecho» , en la práctica, ciertamente, deja mucho que desear.
La «manguala» del gobierno con los legisladores es conocida públicamente, la repugnante «mermelada» «buróc – rata» y la compraventa de conciencias en el parlamento a cambio de un «déjeme gobernar y yo le dejo seguir hincando sus incisivos en la suculenta torta estatal» es una irrefutable realidad.
La hemorragia legislativa que frecuentemente crea, anula, esputa y se atraganta con sus propias leyes decadentes, inoficiosas, inejecutables, perjudiciales y amañadas es dramática.
Y también hemos visto cómo la justicia ha sido permeada por la deletérea politiquería, incluso desde el más alto nivel, cúpula de las altas cortes y demás. Y ni hablar de los «órganos de control» (Fiscalía, Procuraduría, Contraloría, Personería..) órganos «de descontrol» mejor, muchas veces nada más que apéndices y abscesos del gobierno de turno.
Así las cosas, la separación de poderes y el loable «sistema de pesos y contrapesos» en el antiestético estado colombiano, muchas, muchísimas veces, termina siendo una vulgar pantomima. Preciosa letra…muerta.
Si hay un estado que en latinoamérica practique la «autofagia» es el nuestro. Obviamente, no es el único, por supuesto. Y ni hablar ni lo voy a hacer, de nuestra marchita y agónica democracia. Tristemente célebre, vulnerable y carcomida hasta decir no más.
Otro flanco de la estética y blanco visceral de la misma, siempre será el del ser humano. La mujer, en concreto.
Me topé hace unos días con una noticia francamente denigrante. Penosa.
Su contenido hacia mención a una modelo europea que luego de hacer su pasarela, fue objeto de una crítica voraz por parte de unos despiadados caníbales del sexo opuesto que, en redes sociales, se burlaron de su «reducido» y discreto pecho, llegando a sostener que el no tener un busto prominente rayaba no solo en lo antiestético sino en lo… «risible». Cardumen de patanes. Una vergüenza infinita para el género.
Atreverse a decir que una mujer con los senos pequeños es «antiestética» o que «no es tan mujer» es tan demencial e iracional como afirmar que el hombre con el miembro pequeño (como seguramente era el caso de aquellos que descueraron a la modelo, eunucos, incluso) o con músculos discretos no es tan hombre, o es menos hombre. O que, un edificio para que sea «estético» tiene necesariamente que ser alto, o que, para que uno no se vea antiestético tiene necesariamente que vestir atuendos costosos o tener los ojos o el pelo de tal o cual color. Tamaño absurdo.
Jamás la belleza natural de la mujer va a ser antiestética. Jamás.
Y quienes la juzguen de otra forma, empezando por su cerebro y su conciencia, deben de ser a todas luces, «antiestéticos» en grandes dimensiones.
Y a propósito de estética, oportunamente sea el momento para desde este humilde palco, hacer un respetuoso llamado de atención a algunas constructoras que en Colombia, tienen el odioso hábito de torcerle el pescuezo a la estética en todas sus formas, todo por entregar rápido el inmueble. Predominio de la asimetría en todo su esplendor.
He visto casos en gran parte de la geografía nacional realmente espantosos. Ansiosos por cuadrar rápidamente su «caja menor», rematan las obras no se con qué, pero pareciera que no fuera con las manos ni utilizando la cabeza tampoco.
Negligencia cruel de parte de constructores, ingenieros, arquitectos, maestros de obra, en fin; una responsabilidad ineludiblemente compartida.
Finalmente, en lo que atañe a la relatividad de la estética, definitivamente sería interesante evaluarla desde aquellos ámbitos dónde más en boga puede estar, en el espectro de la moda y el arte, por ejemplo.
Quizá en una próxima publicación me anime a escribir al respecto. Por ahora, me limitaré a apuntar que, en una pluralidad de situaciones es mucho más lesivo y chocante que la «anti-esteticidad» en sí, creerse dueño de la estética.
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