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Este blog fue publicado por el Banco Interamericano de Desarrollo en Recaudando Bienestar

robotsLos robots deberían pagar impuestos. Su irrupción en sectores cada vez más amplios de la economía puede eliminar miles de empleos en el futuro cercano, así que es justo que paguen una compensación monetaria para que los miles de desempleados puedan reentrenarse y encontrar otras ocupaciones. Esa sugerencia que a muchos pareció descabellada, vino hace unos meses de Bill Gates, uno de los gurús globales del sector tecnológico y de la automatización.

Cobrar impuestos basado en las externalidades negativas que una actividad genera no es algo novedoso en la teoría tributaria. Desde las altas tasas impositivas al consumo de tabaco y de bebidas alcohólicas, por ejemplo, que generan altos gastos de salud al sector público por las enfermedades relacionadas a su consumo, hasta al impuesto sobre los vehículos por el costo de mantenimiento de las vías públicas, muchos de nosotros ya estamos acostumbrados de cierta forma a este debate.

Pero en el caso de los robots, la discusión no es tan simple…

Los robots no son un bien de consumo, sino una inversión de capital que incrementa la productividad y la eficiencia económica a través de la automatización. No parece razonable que los robots paguen impuestos. Sería un desincentivo a la inversión, la innovación y la eficiencia. Por eso es un tema complejo. Lawrence Summers contestó a Bill Gates diciendo que cobrar impuestos de una actividad que genera riqueza no sería lógico, y lo que habría que hacer para enfrentar la pérdida de empleos, es invertir recursos en educación y re-entrenamiento.

¿Sin embargo, de dónde vendrían estos recursos para re-entrenar los trabajadores que pierden su empleo debido a la automatización?

Hay varias posibles fuentes.

Una, a través de compensaciones. Grandes obras de infraestructura, como nuevas plantas de energía, desde hace tiempo pagan compensaciones monetarias por los daños ambientales que generan. De la misma forma, si la automatización genera la pérdida de empleos, un daño social, una discusión sería el pago de algunas compensaciones para re-entrenar y re-ubicar los trabajadores que pierden sus plazas.

Una segunda fuente podría venir de los incrementos en la productividad y del impuesto a la renta. Los incrementos en la productividad debido a la robotización o la automatización deberían generar un incremento en las utilidades de las empresas, y así generaría un incremento en la recaudación del impuesto sobre la renta de las mismas, lo que en el largo plazo sería una parte de los recursos necesarios para invertir en educación y re-entrenamiento.

La tercera opción sería que el sector público asuma este costo, y así toda la sociedad pagaría por las externalidades negativas del avance tecnológico. Ninguna de estas tres opciones pareciera ser suficiente de forma aislada para enfrentar el problema, que es mucho más complejo.

¿Cuál es la economía política de ese proceso de cambio?

Muchas veces los sistemas políticos de los países intentan prohibir los avances de la tecnología debido a presiones corporativas y de sectores gremiales. Un ejemplo es la eliminación de cobradores de tarifa en buses urbanos. Esta es una discusión muy actual en Brasil, en donde el argumento de que miles de trabajadores perderán sus empleos con esta automatización, puede llevar a la aprobación de leyes que impiden la instalación del cobro automatizado en los buses y, por lo tanto, impidan la reducción del costo del transporte urbano a la población en general.

No parece razonable pensar que dentro de 50 ó 100 años los buses tendrán cobradores humanos. Es más, ni siquiera sabemos si tendrán motoristas humanos. Parece más adecuado en este caso discutir una forma de compensación monetaria que permita una transición menos dolorosa, pero que no cierre la puerta a la automatización.

En este caso, en vez de intentar aprobar una ley o reglamento prohibiendo la automatización, lo que se puede hacer es negociar reglas de transición con posibles compensaciones monetarias por los empleos eliminados, que podrían financiar la reubicación gradual de estos trabajadores, o asimismo, la generación de otros tipos de empleos. Esta transición puede llevar 10, 20 ó 30 años, pero no 100. No se justifica como una política pública eternizar una situación más costosa al ciudadano.

Prohibir la innovación no soluciona el problema, lo pospone

La innovación tecnológica genera oportunidades para nuevas fuentes de crecimiento económico y nuevos tipos de empleos, que afectan a la sociedad, a los mercados laborales y a las instituciones. Los beneficios son tangibles, pero también lo es la realidad de que no todos los grupos demográficos o países puedan adaptarse a las nuevas tecnologías a la misma velocidad. El gran desafío de las políticas públicas es desarrollar mecanismos y consensos que no impidan el avance tecnológico en nuestra sociedad y proveer soluciones donde los perdedores en este proceso encuentren una oportunidad para participar de este nuevo orden económico y social.

Una eventual compensación cobrada no debería ser tan alta que desincentive el progreso tecnológico, ni tan baja que no permita una transición razonable. Este monto extendería un poco el tiempo necesario para que la sociedad obtenga el retorno deseado por el avance tecnológico a través de la reducción de los gastos de personal. Esta compensación cobrada haría que la inversión en tecnología siga siendo una inversión económicamente atractiva. Los costos de la compensación podrían ser mayormente incorporados en el precio que los consumidores pagarían por el bien o servicio específico en cuya producción se incorporasen los robots o la automatización.

Repensando conceptos tributarios para la economía digital

Hay varios otros ejemplos de avances tecnológicos que están desafiando los sistemas tributarios actuales. Por ejemplo, nuevas plataformas que permiten compartir servicios o bienes, como Uber o Airbnb, igual generan discusiones acaloradas sobre nuevas reglamentaciones. Simplemente prohibir estas nuevas plataformas es mover el problema para más adelante. Estudiar los impactos positivos y negativos de estos negocios, la economía política de ganadores y perdedores, la dimensión de la parte de mercado que podría alcanzar, los recursos o rentas que podría generar, son temas que ayudan a formular alternativas para diseñar un proceso de transición.

Estas nuevas plataformas también dificultan el cobro de impuestos sobre la renta de las personas físicas que ofrecen los servicios o bienes a través de ellas. Nuevas plataformas “peer- to- peer”, en las que los usuarios pueden compartir o comercializar recursos de manera anónima, constituyen un gran desafío para la política y administración tributaria de los países. El cobro de los impuestos en las mismas plataformas, como retenciones, podría ser una alternativa para la generación de recursos para compensar los efectos negativos de la transición.

El nuevo orden mundial que nace con la revolución tecnológica impone a los países un gran desafío de reformular sus sistemas tributarios, de forma que sean simples, neutrales y transparentes; que favorezcan la competencia e incentiven la eficiencia económica y la equidad para un desarrollo sostenible, con un mínimo de distorsiones y el menor costo posible para la sociedad.

Las declaraciones de Bill Gates y Lawrence Summers muestran los dos lados de esta discusión de política pública. Quizá ningún de los dos tiene toda la razón. Por un lado, la posibilidad de cobrar impuestos de los robots y de la automatización debe tener mucho cuidado para no desincentivar el incremento de la productividad. Por otro lado, cobrar compensaciones monetarias específicas transitorias para desincentivar el bloqueo político-legal del avance tecnológico podría ser algo razonable, sin llegar a imponer impuestos sobre toda robotización. Al final, quien pagaría estos impuestos no serían los robots, y sí nosotros mismos, los ciudadanos y contribuyentes, que tendríamos estos costos adicionales incorporados en los precios de los bienes y servicios que consumimos.

Por Carlos Pimenta

Carlos Pimenta es Especialista principal de la División de Gestión Fiscal del BID. Tiene más de 25 años de experiencia en temas de modernización de la gestión pública, incluyendo 8 años en el Gobierno en Brasil, 5 en consultorías privadas y 13 en el BID, donde lideró proyectos de reforma de la gestión pública en más de 10 países de América Latina y el Caribe. Durante los años 90 en Brasil ocupó los puestos de Secretario Ejecutivo del Consejo de la Reforma del Estado, Secretario Nacional en el Ministerio de Administración y Reforma del Estado, Presidente de la Escuela Nacional de Administración Pública, y Vice-ministro del Trabajo y de la Administración Pública. Tiene títulos en administración pública y maestría en gestión pública por la Fundación Getulio Vargas en Brasil. Actualmente concentra su labor mayormente en las áreas de gestión financiera pública.

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