A la memoria de Ricardo Pacheco Soto
Mi primer recuerdo de Ricardo resulta transparente. Coincidimos en la Biblioteca del Bloque Santo Domingo, en la antigua sede de la Universidad del Atlántico, en el mismo estante destinado a la literatura extranjera, e intentamos coger, de manera simultánea, el único ejemplar de Las flores del mal. A ambos nos atrajo la lírica de los llamados poetas malditos desde que, lo sabríamos y lo comentaríamos entre risotadas años después, el profesor Álvaro García hiciera un recuento de los influjos de la literatura europea en la literatura colombiana.
Un espíritu confundido engullía sus veintidós años. Fue el primer rostro que reconocí cuando, dos años después, Álvaro García y el escritor Guillermo Tedio me invitaran al Taller de Escritura «Maskeletras». Una faceta de Ricardo descubrí entonces: era escritor novel. Algunos de sus relatos inéditos reposan en su mesita de noche; otros, en mensajes electrónicos transcritos en plena madrugada; los dignos, en una antología que prepara la Universidad del Atlántico para los relatos de Maskeletras publicados en la década 2005-2015. Como escritores noveles, sus compañeros lo considerábamos un guía, un buen consejero.
Sólo los buenos recuerdos afloran cuando el ausente no tiene posibilidad de retorno. Quisiera hablar de su amor por Sandra; de la mañana en que, mientras me retorcía de dolor por la falciformía en una clínica en Bogotá, Ricardo me leía a Baudelaire; de la noche en que lloraba por Sandra y yo no sabía darle consuelo. Por principios, creíamos en cielos diferentes. Mis consuelos resultaban insuficientes para un espíritu contemplativo como el suyo. Aquella misma noche nos reconocimos. Debo confesar que olvidé mi tratamiento médico y, a plena madrugada, Ricardo y yo salimos al centro capitalino en busca de un trago que nos quemara la garganta mientras recitábamos con mala memoria, como si fuésemos los ebrios más sobrios de la ciudad, La muerte de los artistas, sólo porque nos había gustado Baudelaire.
Era simpático, previsor, altruista. En esta era en que la amistad carece de tributos, sus cualidades me son suficientes.