Un ejército cumple las tareas que le ordena su Comandante en Jefe, el presidente de la República; si son fuerzas de paz hay seguridad en la población pero si son corruptas siembran muerte y terror a su paso.
El año 2019 empezó con el asesinato de Dimar Torres, excombatiente de la guerrilla de las Farc, por un cuadrante militar adscrito a la Fuerza de Tarea Vulcano, en inmediaciones de la vereda Campo Alegre, Norte de Santander. El cuerpo de Torres fue encontrado sepultado en una fosa común, junto a la brigada que aún sostenía las palas con que cavaron el hueco y la olla de agua de panela con que se refrescaban del sudor producto de la tarea de ocultar el cadáver. Respecto a este crimen, Guillermo Botero, Ministro de defensa, en el momento en que sucedieron los hechos, dijo: «Si hubo un homicidio ha tenido que haber una motivación», encubriendo con sus palabras el asesinato, revictimizando a Dimar Torres y apoyando abiertamente la atrocidad cometida por el glorioso Ejército Nacional.
A este hecho se sumó, poco tiempo después, el asesinato de Flower Trompeta, joven campesino y defensor de Derechos Humanos en Corinto, Norte del Cauca. El ejército colombiano aseguró, según explicó Devin Hurtado, defensor de Derechos Humanos en la zona, que Flower era un disidente y había sido dado de baja en combate. Las investigaciones de este hecho revelaron que el joven campesino fue retenido y asesinado por miembros del Ejército porque éste les reclamó por haber ingresado sin permiso a su finca y haberle maltratado sus plantas. Según Hurtado, Trompeta «fue torturado metiéndole una de sus manos en una despulpadora de café», y luego acribillado a sangre fría por los uniformados. RCN Radio señaló que nunca hubo enfrentamientos en la zona.
Da la impresión que estos son hechos aislados. Pero, ¿cómo pasar por alto que el 29 de agosto de ese mismo año, dos aviones Súper Tucano salieron desde la base Apiay (Meta) hasta la vereda Candilejas, zona rural de San Vicente del Caguán (Caquetá) y bombardearon el campamento móvil de alias «Giraldo Cucho», en el que fueron asesinados 8 niños que habían sido secuestrados y reclutados por ese delincuente? ¿Cómo olvidar que, refiriéndose al bombardeo ejecutado por el Comando Conjunto de Operaciones Especiales (CCOES), el presidente Iván Duque lo calificó de ser «una operación impecable»? ¿Cómo olvidar que, luego de recibir autorización del máximo jefe de las Fuerzas Militares, Guillermo Botero, el mismo ministro que he mencionado antes, dijo que el operativo «contó con todos los parámetros que rigen la doctrina militar colombiana», y que luego se supo que la inteligencia militar conocía sobre la presencia de niños en el campamento antes de realizar el bombardeo? ¿Acaso asesinar civiles menores de edad hace parte de la «doctrina» del glorioso Ejército Nacional?
Desde que inició el gobierno de Iván Duque, el retorno de las atrocidades vividas durante los dos mandatos de Álvaro Uribe Vélez se ha visto a lo largo del territorio nacional. Los desplazamientos forzosos que ejecutan las fuerzas paramilitares, las bandas locales y los carteles mexicanos dedicados al narcotráfico se han incrementado, y los actos de corrupción que implican a funcionarios del gobierno y a sus familiares vinculados a la siembra o exportación de drogas ilícitas dan cuenta de que estamos gobernados por miembros de un narcoestado. Y el Ejército Nacional está implicado en esos actos de corrupción y bandidaje. Un ejército cumple las tareas que le ordena su Comandante en Jefe, el presidente de la República; si son fuerzas de paz hay seguridad en la población pero si son corruptas siembran muerte y terror a su paso.
Refiriéndose a los actos de corrupción del ejército que comanda, en enero de este año el presidente Iván Duque señaló que «donde haya manzanas podridas [es necesario] que se les apliquen sanciones ejemplares», desligándose de su responsabilidad como Comandante en Jefe. Desde entonces, miembros del glorioso Ejército Nacional han sido descubiertos espiando a Magistrados de la Corte y a periodistas de investigación, perfilando en carpetas a civiles que denuncian actos de corrupción en el gobierno y cometiendo violaciones de derechos humanos de civiles en las diferentes regiones del país.
A tal grado ha llegado la podredumbre de las «manzanas» que Guillermo Botero renunció a su cargo como Ministro de Defensa. También lo hizo el coronel Nicacio Martínez, luego de publicar una directriz interna que buscaba duplicar el número de bajas y capturas en las operaciones militares, tal como se hizo durante las desapariciones sistemáticas de jóvenes civiles a los que se les hizo pasar como guerrilleros muertos en combate y que hoy se conocen como «falsos positivos», ejecuciones extrajudiciales de las cuales también se le acusa. ¿Y qué decir del general Jorge Romero, quien filtró información sensible a la Oficina de Envigado, reconocida organización criminal colombiana? ¿Y del general Raúl Rodríguez, jefe del Estado Mayor de Operaciones, quien pidió la baja al conocerse sus vínculos con el narcotraficante José Guillermo «Ñeñe» Hernández, de quien se dice apoyó el ascenso de Duque a la presidencia de la República, por lo cual hay denuncias públicas? Por eso no sorprende que si los altos mandos del gobierno y del ejército delinquen, los soldados razos lo hagan también; el hecho de que quienes nos dirigen estén actuando como delincuentes no justifica que los subalternos también lo hagan. El abuso sexual que siete uniformados perpetraron contra una niña de la comunidad étnica Emberá-Chamí debe ser repudiado y castigado, sin duda. Pero demuestra, lamentablemente, que los actos que enlodan a las Fuerzas Militares no hacen parte de acciones aisladas de algunas «manzanas podridas», sino un comportamiento sistemático del glorioso Ejército Nacional de Colombia y del narcoestado que nos han implantado.
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@AlbertoRascht