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La última vez que había escuchado hablar de brujas con tanta solemnidad fue una tarde estudiantil de octubre en el Museo Romántico de Barranquilla. Un guía ilustraba al grupito allí reunido la historia de los objetos de la exposición, las discrepancias de la comunidad hermenéutica en relación al valor de la obra. No era, sin embargo, tema de brujas el discurso que aquella tarde se ofreció, el tema que me ocupa lo sostenían dos de los profesores encargados de la actividad extracurricular. Según uno de ellos, un vecino suyo había recibido una llamada sospechosa al amanecer y antes de que cayera la noche no se le había vuelto a ver en la comunidad. Según los rumores del vecindario, una malvada mujer que fungía de bruja habría intervenido -contratada por la esposa- para ahuyentar al hombre, quién sabe con qué fines y por cuantos pesos. Nunca se supo de él, se decía en el barrio que no soportó la presión y terminó convulsionando en Los Fundadores cuando un poderoso raticida empezó a hacerle efecto. En cuanto a la llamada telefónica, nunca se supo su origen.
Traigo a colación este episodio porque ayer me ocurrió lo de la «llamada sospechosa». El reloj daba las ocho treinta de la mañana del treinta y uno de octubre; hasta ayer, aciaga para muchos, fecha de rutina para mí. Yo estaba comentando con una compañera de trabajo las vicisitudes que la mala salud me ha traído en estos días cuando, de súbito, el celular empezó a vibrar cada vez con mayor imprudencia. Era un número desconocido, con un prefijo extraño, como de otro país. Para serles franco, lo primero que imaginé fue que llamaban de Francia para notificarme que había obtenido el Juan Rulfo del año, algo irrisorio desde todo ángulo pero la mente de novel escritor es ligera. Pedí disculpas a mi interlocutor inmediato y di «responder» en la pantalla cavilosa. La noticia me estremeció. Como el hombre del relato, al colgar pensé en desaparecer. No era para menos, la madre de mi esposa anunciaba que vendría de visita en pocos días y nos acompañaría hasta el Año Nuevo. ¡Tres meses, señores, tres meses! Y eso, si no se quedaba hasta los carnavales.
Como Juan Dahlmann al empuñar su cuchillo, decidí no huir. Un solo plan tengo, sin embrago, para afrontar (léase enfrentar) la situación: darle un buen trato a mi suegra. Sé que muchos de ustedes haría exactamente lo contrario, especialmente los recién casados. La indiferencia es un recurso magnífico si se le combina con la antipatía: alzarle escandaloso el volumen a la música mientras tu suegra recibe en la sala la visita de una amiga, no tiene precio. Sin embargo, mis estratagemas inicialmente poderosas han decaído en efectividad; cinco años de casados quizás han menguado su potencial, erradicado mi única defensa efectiva. Esta es, lo reconozco, mi premisa para cambiar de estrategia.
Tan pronto llegue, le daré sábanas limpias para que haga la cama, en lugar de aquellas que por alguna extraña razón siempre tenían el desagradable olor del berrenchín. Le dejaré el tornillo de seguridad al abanico de techo, no echaré vinagre en el vaso donde reposa su caja dental cada noche. Como lo hacemos cada año, iremos a la playa en familia pero con el compromiso de no burlarme descaradamente de su traje de baño, el pobrecito no tiene la culpa. Eliminaré de mis dinámicas el juego de empujarla cuando una ola violenta esté acercándose, de apoyarme en su nuca cuando esté flotando bocabajo.
Sé que será difícil darle un trato amable a quien tanto cariño me ha demostrado, pero sé que con ello sospechará que algo anda mal, que me traigo un ataque exacerbado bajo la manga. Un mes, quizá menos, sea el tiempo que dure «la visita». Como Dahlmann al salir a la llanura, siento un escalofrío galopante en la cervical. Sé que voy a triunfar, mi plan es infalible.

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