En otras palabras: mi derecho a escoger lo que veo, lo que escucho y lo que leo.

Como lectora, tengo un enorme defecto: si un libro o una historia no me seduce en sus primeros párrafos, abandono la lectura. Sé que a más de uno le pasa. Pero creo que hay que darle la oportunidad a un escritor de redimirse más adelante. Yo no se la doy. Tengo que trabajar en ese punto.

Como consumidora de televisión, tengo que decir, con toda franqueza, que no veo televisión colombiana. No soporto los realities porque a veces me parecen la versión moderna del circo romano en los que ponen a los personajes a hacer hasta el ridículo con tal de conseguir un punto más que la competencia en el rating. Y a mayor drama y más lágrimas, mayor audiencia. Los que trabajan en su concepto lo saben. Por eso, me imagino, escogen a las personas que fácilmente pueden ajustarse a esas condiciones. Patético.

Tampoco me llegan las telenovelas y series colombianas porque obedecen al mismo esquema de rating e ignoran, con toda la intención del mundo, cualquier conjugación del verbo formar. Quizá hayamos mejorado en la factura de las producciones (locaciones reales, escenarios creíbles, efectos interesantes), pero no innovan en historias, en tramas, en personajes, en libretos. ¡Como será que veremos en la pantalla chica la nada ejemplar vida de “Popeye”, el otrora matón más temido de la mafia!

Y creo que hoy nos faltan más Vickys Hernández, más Teresas Gutiérrez, más Carlos Muñoz, más Diegos Trujillo, más Marlon Morenos, más Andrés Garcías. Nos sobran caras lindas, pero nos falta formación actoral.

Lo único que veo de la televisión colombiana -porque me toca, porque soy periodista- son los noticieros de televisión. Pero siento que les sobra farándula y les falta objetividad; les sobra “declaracionitis” y les faltan las buenas historias; les sobra amarillismo y les falta sindéresis.

No sé por qué los noticieros del mediodía no ofrecen en sus menús un plato diferente a sus historias de sangre, de asesinatos, de muerte, de violencia, de violaciones. ¿Hay que darle al público lo que pida para que la violencia haga parte de su cotidianidad? ¿O podemos morigerar las historias de violencia y cambiarlas por historias de vida, de superación, de fortaleza, de ejemplo? ¡No! Eso no vende. El rating primero.

También ejerzo mi derecho a no escuchar en radio. Tengo por costumbre prender el radio a las 5 de la mañana para conectarme con las noticias. Pero últimamente mi oído ha generado cierta alergia hacia unos cuantos personajes. Apago las noticias, por ejemplo, cuando entrevistan a esos políticos que son como muñecos de ventrílocuo y que uno sabe que están diciendo lo que su jefe quiere que digan. “Jefecito, jefecito… Dígame qué quiere que diga y yo lo digo”.

Recuerdo a uno de ellos -muy consultado por mis colegas, entre otras cosas- que cuando yo cubría Congreso de la República y luego fui editora política en la Casa de Nariño nos decía a los periodistas (sobre todo de radio y televisión): “Dígame qué quiere que diga y yo se lo digo”. ¡Patético! Los colegas que cubren la fuente política saben, con exactitud, de quién hablo.

Le huyo, también (es decir, apago por un momento el radio), a las entrevistas a esos funcionarios y analistas sempiternos de mi emisora de toda la vida, porque conozco su discurso de la A a la Z: “Todo está bien, aquí no pasa nada”.

Tampoco me gustan las entrevistas a víctimas cuando es evidente la intención del colega periodista de “sacarle la lágrima” al entrevistado. Ya sabe uno qué preguntas le van a hacer y mantiene todo el tiempo el temor de que lesionen su dignidad como persona con una pregunta fuera de lugar, de esas que se hacen con el afán de generar noticia.

Y también ejerzo mi derecho a escoger en redes sociales. Prefiero no seguir a los virulentos, a aquellos que están convencidos de que hacer humor es caricaturizar a las personas, a los de mensajes excluyentes. Tampoco, eso sí, a los egocéntricos. Sigo a los de derecha, a los de izquierda, a los de centro, pero no a los radicales. Y les huyo, también, a los fanáticos.

Bendito este país en el que uno puede escoger a quién lee, a quién escucha y a quién ve.