Llegar a la vejez, sin memoria, es de las cosas más devastadoras del mundo. No poder recordar. No tener conciencia de tiempo y espacio.

En los últimos años he visto de cerca cómo ese sombrío personaje de la vejez se instala en personas que yo quiero. Cómo, mientras las va cobijando, les va robando vitalidad y lucidez. Cómo las va disminuyendo hasta convertirlas en seres infinitamente vulnerables e indefensos.

Y cuando les roba la memoria es aún más doloroso. Se van perdiendo en los laberintos de sus cabecitas y se vuelven hábiles para escarbar en los rincones de su mente y sacar a la luz historias viejas, pasadas, de cuando apenas eran unos niños.

O inventan historias. Los millones de datos que reposan en sus cerebros se entrecruzan, chocan, se confunden, se mezclan, colapsan. Y construyen cuentos que relatan incesantemente, abriendo los ojos para pedir mayor atención y convencidos de “la verdad” de lo que están diciendo.

Es cierto. La vejez es terrible. Y no sé por qué, últimamente y con mayor frecuencia, el Alzheimer la acompaña. Doloroso.

Tenía un tío, campesino él, que hasta sus últimos años contó, con la lucidez de un escritor, historias de fantasmas que rondaban los senderos de la vereda y se estacionaban en los puentecitos y cañaduzales. El tío estuvo lúcido hasta sus últimos días.

Por circunstancias de la vida, en los últimos meses he tenido que visitar, con frecuencia, hogares geriátricos llenos de abuelitos consumidos por el Alzheimer. A la mayoría de ellos se les ve derrotados por el olvido. Donde los instalen, allí se quedan.

En cada uno de ellos trato de imaginar la vida que tuvieron. Veo a la abuelita de unos 90 y tantos años, en silla de ruedas, su rostro absolutamente surcado de arrugas, los ojos pequeños y unas ojeras enormes, pero con una voz todavía muy fuerte y muy recia que me advierte varias veces que si voy para Bogotá (ella y yo estamos en Bogotá): “no se le olvide llevar a Margarita, mija”.

Imagino que fue una mujer muy fuerte, núcleo de su familia -como todas las mujeres que hoy rondan su edad-, altiva, sufrida, valiente y amorosa.

Y aquella otra, encorvada pero todavía con la posibilidad de caminar, de quien dicen que fue una gran pianista. No está tan perdida como sus compañeras de hogar. Quizá pese unos 40 kilos. Le encanta usar gafas oscuras y escuchar. Solo escuchar.

Hay dos o tres abuelitos con aspecto de profesores que te miran como escarbando entre sus recuerdos a ver qué pueden rescatar, qué pueden decir. Bajan la mirada y la fijan en el piso por un buen rato. Nada. Y aquel otro que no puede ver un papel con letras porque lo lee repetidamente durante todo el día.

Y está ella, la que más quiero, a quien conocí con una vitalidad monumental y una inteligencia extraordinaria. Madre abnegada y adorada por todos sus hijos.

Llegué a su vida hace unos veintitantos años y la aprendí a querer como a mi mamá y ella me aprendió a querer, mientras tuvo memoria, como a una de sus hijas. Todavía recuerda que me quiere, pero su amor es intermitente por culpa del Alzheimer. Y me da miedo que se apague. Que un día llegue y nos desconozca.

Ahora la veo, a veces ansiosa inventando historias o rescatando otras de su difícil infancia. O a veces extremadamente silenciosa, perdida su mirada en yo no sé dónde.

Ella también fue el núcleo de su hogar; el oxígeno diario de su familia; la fortaleza en medio de las dificultades; el árbol que nunca se dobló ni ante las tormentas más espantosas; la mujer ejemplar, la esposa amorosa y paciente; la madre valiente, recia, estricta, que supo educar, al lado de su esposo, a sus hijos… Ellos que, como yo, ven todos los días cómo la vejez y el Alzheimer la consumen.