Le debemos mucho a la tecnología. Es cierto. Gracias a ella tenemos infinitas posibilidades para comunicarnos de manera inmediata (whatsapp, videollamada, Facebook, etc.), aunque esto haya significado perder las capacidades para hacerlo interpersonalmente.

La tecnología ha eliminado distancias geográficas, pero, paradójicamente, ha abierto abismos entre los seres humanos. Hoy estamos en una reunión, un almuerzo o lo que antes llamábamos una tertulia entre amigos y la conversación es intermitente por cuenta del uso excesivo del celular. De 10 comensales, 6 o 7 están revisando permanentemente sus teléfonos móviles.

Los estudiosos de los comportamientos derivados del uso excesivo del celular ya le pusieron nombre a esta “tecno-afección”. Se llama phubbing, de phone (teléfono) y snubbing (desaire). Es decir, “desairar a alguien en un entorno social al mirar en su teléfono en lugar de prestar atención”.

Lo hacemos en todo momento, muchísimas veces al día, en todos los escenarios. En nuestro entorno familiar, en las reuniones de trabajo y, en general, en todas nuestras relaciones interpersonales. Es contradictorio: hoy nos comunicamos más rápidamente gracias a esos aparatitos, pero hemos olvidado el valor de una buena conversación, porque con frecuencia ponemos en pausa a nuestro interlocutor para mirar el celular y revisar “quién me ha escrito”.

Eso de mirar “quién me ha escrito, qué han escrito o en qué anda el mundo virtual” es otra de las dolencias asociadas al uso intensivo del teléfono móvil que también tiene nombre: Fear Of Missing Out (FOMO), es decir, “miedo a perderse algo”.

Y está esa otra que padecemos todos los mortales que tenemos celular: la nomofobia (abreviatura de la expresión inglesa no-mobile-phone phobia) o el miedo (pánico verdadero, diría yo) a salir de casita sin nuestro celular, a no “sentirlo” cerca, a creer que se nos ha perdido.

Y ni hablar de aquella “enfermedad” de cuyo nombre no me acuerdo (no sé si los estudiosos ya la bautizaron) que consiste en sentir que el celular nos timbra, que vibra en nuestro bolsillo o cartera. ¿No les ha pasado que lo tienen entre sus manos y sienten que vibra en su bolsillo? Horrible. El reino de lo absurdo.

Los sicólogos todavía no se ponen de acuerdo en si estamos o no frente a una nueva adicción. Enrique Echeburúa, catedrático de Sicología Clínica de la Universidad del País Vasco, afirma que todavía no podemos hablar de adicción, “porque esta se limita a sustancias químicas, con la única excepción del juego con apuestas”. Dice que algunos prefieren hablar de “uso abusivo” antes que de adicción.

Y es un error, tremendo error, afirmar que este comportamiento es exclusivo de los jóvenes, de los adolescentes. No. Todos estamos encadenados a estos aparaticos. No es sino mirar las mesas ocupadas en un restaurante… ¿cuántos están absortos completamente mirando su celular y cuántos están realmente interactuando?

Aquí todavía no es un problema serio, pero en algunas ciudades del mundo es alto el número de accidentes de tránsito provocados por los llamados “zombies del Smartphone”. Esas personas que caminan con los ojos fijos en la pantalla de su teléfono móvil. Tan compleja es la situación que en Holanda y Alemania tuvieron que instalar un mecanismo preventivo: barras de luces LED sobre la acera sincronizadas con los semáforos para advertirles a los peatones del peligro. Y se pregunta uno si esa era la solución o quizá hubiera sido mejor crear conciencia sobre los riesgos de caminar mirando fijamente la pantalla del celular como si el mundo alrededor no existiera.

Tan preocupante es nuestra “phonodependencia”, que Javier Salas, ‎periodista especializado en ciencia y tecnología del diario El País de España, habla ya de “Phono sapiens”. ¿Se imaginan?

“Más de un cuarto de la población mundial se conecta a Internet a través del móvil. La existencia del ‘Phono sapiens’ es un hecho. Algunos han empezado a ‘desintoxicarse’. Muchos no pueden dejarlo”, advierte Salas.

Son muchos los beneficios que nos trajo el teléfono inteligente. Es absolutamente innegable. Pero piensa uno en esto y se devuelve un par de décadas cuando no existían estos móviles. Antes usábamos la memoria. Hoy nuestra memoria está en este aparatico. Nos facilita la vida, pero le endosamos nuestra facultad para memorizar.

Él es nuestra memoria. No tenemos, como antes, que aprendernos los números de los teléfonos, los de las cuentas bancarias, las cifras de las deudas o las contraseñas de todo, porque para ingresar a cualquier cosa en este mundo de la tecnología necesitamos una contraseña. El mundo se volvió una contraseña infinita.

Pero además de las afecciones sicológicas detectadas por el uso excesivo del celular, están esas otras que amenazan con provocar mutaciones. Suena bárbaro, pero no estamos lejos de ello. Lo dicen los estudiosos.

Problemas en los ojos por la exposición constante a la pantalla, que, me imagino, han derivado en más consultas oftalmológicas en los últimos años. Obesidad y sobrepeso por causa del sedentarismo, porque este aparato nos evita desplazamientos: al banco, a pagar las cuentas de los servicios; al supermercado, para comprarnos una libra de café; a las bibliotecas, para consultar un libro; a los almacenes de cuanta cosa puedo imaginarme, porque desde el celular puedo comprar rápido, sin complicaciones, sin filas y más barato. Son las ventajas del e-commerce o comercio en línea.

Una amiga me contaba hace poco que sus sobrinos, pequeños ellos, tienen problemas de motricidad fina y gruesa; que se les dificulta atrapar con facilidad un balón. Su conclusión: juegan muy poco porque “se la pasan pegados al celular o a la tablet”.

A veces, cuando veo cómo nuestros deditos saltan veloces sobre el teclado del teléfono inteligente, pienso si acaso eso no puede generar incluso cambios físicos en futuras generaciones. Si nuestros deditos, ¡esos deditos!, seguirán con la curvatura al final de la falange o si tal vez, por el tecleo a veces compulsivo y sin pausa, se achatarán y abultarán.

Alguna vez escribía aquí mismo que, por ejemplo, por asuntos de salud, es inconveniente llevar nuestro celular al baño. Yo sigo en mi propósito de no llevarlo, aunque eso me acarree jalones de oreja.

Pero, pensando en si soy ya una “phono sapiens” y no quiero seguir siéndolo, tengo que trazarme unos propósitos. El primero, tratar de no cambiar la buena compañía de un amigo, su conversación, por revisar mi celular. Quiero negarme a “poner a mi interlocutor en pausa”, a desairarlo, a ningunearlo, como dice la palabra recientemente aceptada por la Academia Española de la Lengua (ningunear: no hacer caso de alguien, no tomarlo en consideración; menospreciar a alguien).

Hace poco, mi familia política tomó una decisión durante la celebración del cumpleaños de quien ahora es el centro de todos: la Tía Pepita. Una de mis cuñadas “puso a rodar” una canastita y nos pidió a cada uno depositar allí los aparatos móviles. Por supuesto, la juventud fue la más resistente. Los sobrinos miraban con desconcierto a mi cuñada, pero finalmente se desprendían con resignación de sus teléfonos inteligentes. ¿Qué pasó? El mundo no dejó de girar, no nos perdimos de nada que después no pudimos consultar y, lo mejor, compartimos todos -TODOS, adultos y jóvenes- una verdadera noche llena de recuerdos, apuntes y sonrisas, sin tecnología, desconectados, poniendo por encima a la familia y a los amigos. ¡Como debe ser! Como era antes.

Creo que aún no nos hemos convertido en “Phono sapiens”. Pero estamos en serios peligros de serlo. ¿Qué hacer?

La receta es muy sencilla: recuperemos el placer que produce el compartir con las personas, disfrutemos sin pausa de una buena conversación, relajémonos, olvidémonos por unos instantes del teléfono celular. ¿No cree que vale la pena?