Una familia de indígenas colombianos realizó una travesía de siete días, desde Panamá, para reencontrarse con sus parientes del Chocó.
JOSÉ NAVIA
Editor de Reportajes de EL TIEMPO
Sentado junto a la baranda de estribor, Euclides Villalás permanece impasible mientras el timonel de la ‘Niña Paula’ maniobra entre olas de unos cuatro metros de alto, frente a la costa de Kuna Yala, en el caribe panameño.
Apretada contra él, en la penúltima fila de la embarcación, viaja su esposa, Jackelín Yabur, una indígena menuda y silenciosa. La mujer luce una nariguera de oro y una blusa de molas, el tejido tradicional de los kunas.
Sobre su regazo descansa su hijo menor, Frenis, quien ronda los tres años y lleva un collar de dos vueltas hecho con dientes de mico.
En la fila de atrás va Sergio, el hijo mayor de la pareja. Tiene 27 años y viste de camiseta, bluyín y tenis. Los demás pasajeros de la ‘Niña Paula’ son cuatro documentalistas colombianos, los dos periodistas de EL TIEMPO y unos 35 caciques y líderes kunas de los poblados indígenas de Paya, Púcuro y Ustupo, en Panamá.
La llovizna y las ráfagas de viento parecen arreciar. Los dos motores de 200 caballos de fuerza rugen cada vez que el joven piloto enfila la embarcación hacia el lomo de las olas.
Los caciques van hacia una cita histórica: el primer encuentro de líderes kunas o tules de Colombia y Panamá. La reunión está programada en el resguardo de Arquía, en el norte del Chocó.
El punto más polémico que van a discutir es la reapertura de una trocha en la selva del Darién. Por ese sendero los kunas de los dos países andaban a su antojo hasta hace unos tres años y medio. Iban de paseo, intercambiaban productos y celebraban fiestas rituales y bodas. Eran como una gran familia.
Un ejemplo de esa armonía fue la boda de Euclides y de Jackelín, que unió a dos familias de Púcuro (Panamá) y de Arquía (Colombia). Sus miembros se visitaban a menudo a través la trocha, que se recorre en 13 horas si se camina a lo que llaman ‘paso de indio’.
Por ese atajo entró al vecino país, el 18 enero del 2003, un grupo paramilitar que masacró a tres caciques de Paya, el caserío más cercano al Darién Colombiano, y a otros dos indígenas. Desde entonces, nadie se atrevió a usar la trocha. El monte la devoró. La única manera de comunicarse era a través del mar, en un recorrido de casi una semana.
Euclides, Jackelín y cuatro de sus hijos se encontraban en Panamá cuando ocurrió la matanza. No tuvieron dinero para regresar y solo ahora, gracias a las lanchas y buses contratados por los organizadores del congreso, la familia puede hacer la travesía para abrazar a los parientes que se quedaron en Arquía y para presentarles a Frenis, el hijo menor, quien nació en territorio panameño.
El mal tiempo parece ceder luego de pasar por la isla de la ballena, un promontorio que de lejos semeja un cetáceo gigante. La ‘Niña Paula’ navega paralela a los manglares y riscos costeros de Kuna Yala, la comarca que ocupa buena parte de la costa panameña y donde habitan unos 40 mil indígenas.
Sergio, el hijo mayor, recuerda que él, sus padres y su hermano Jeferson salieron de Arquía en la madrugada del 21 de octubre del 2002. Iban a visitar a César Villalás, el padre de Euclides, quien se encontraba enfermo en Púcuro.
Alistaron dos bidones de chicha y envolvieron pescado frito y plátano cocido en hojas de bijao. Se echaron los morrales al hombro y se internaron en la trocha en fila india.
Esa noche durmieron en la selva. Hacia las cinco de la tarde se detuvieron junto a unos yarumos, cortaron hojas de platanillo e hicieron una cama grande. No tenían prisa. Además, Jeferson apenas había cumplido 5 años y tenían que cargarlo a la espalda en los trechos más difíciles.
Jeferson tiene ahora 9 años, pero no los acompaña en el viaje de regreso. Lo dejaron en Panamá al cuidado de una tía “para que no pierda clases”.
El dolor que le causa su ausencia es una de las pocas emociones que deja ver Jackelín. Se mantiene pétrea y rara vez responde con más de dos palabras en español, pero se le humedecen los ojos cuando le mencionan a su hijo.
La ‘Niña Paula’ entra en aguas más tranquilas. A lo lejos se ven los techos de palma de Anachukuna, otro caserío indígena a orillas del Caribe.
Allí guindamos las hamacas. No hay letrinas ni energía eléctrica. Antes de la comida, Sergio, Euclides y dos indígenas panameños prosiguen su relato.
La muerte de los tres caciques
La familia Villalás Yabur llevaba pocos días en Púcuro cuando le llegó la razón de que hombres armados andaban por Arquía, así que prefirieron demorar el regreso. Además, estaba por nacer Frenis. A finales de diciembre del 2002, Geovany, otro hijo de la pareja, cruzó la trocha hasta Panamá y llegó a Púcuro.
Para esa época, los kunas de Arquía ya casi no utilizaban ese camino porque los paramilitares les reprochaban, amenazantes, que los habitantes de Paya y Púcuro eran amigos de las Farc.
Así pasaron las semanas, hasta el fatídico 18 de enero del 2003.
Ese día, los ‘paras’ llegaron a Paya a través de la trocha, cuenta un saila (guía espiritual). Era casi mediodía y los kunas celebraban con abundante chicha el rito de la primera menstruación de una niña de 13 años. En el camino, los paramilitares habían matado a Daniel Gutiérrez, un joven indígena cuyos huesos aún siguen en la selva.
En Paya, los armados sacaron del caserío al cacique mayor, al segundo cacique y al comisario. Minutos después sonaron los tiros. “Al cacique mayor le volaron la cabeza a machete y a otro lo cortaron como se corta un pescado”, cuenta un indígena de Paya.
Los ‘paras’ siguieron hacia Púcuro guiados por dos hombres que retuvieron en el camino. Uno de los guías se fugó por la noche, llegó de madrugada al caserío y a gritos alertó a los 426 habitantes.
Sergio recuerda que su familia, sus vecinos… los caciques, todos arrancaron a correr sobre los playones que había dejado el verano en el lecho del río Púcuro. “Las mujeres lloraban, todos gritaban… los mayores cargaban a los niños. Unos se escondieron en el monte”, relata Sergio.
Corrieron unas tres horas, hasta la desembocadura del río Tuira, donde permanecían amarradas las canoas de los indígenas.
Aterrorizados, navegaron hasta Bocas de Cupé, un caserío de campesinos negros donde existe teléfono y estación de Policía. La noticia estremeció a toda Panamá.
La Policía de ese país les ofreció protección a los recién desplazados con tal de que retornaran a Paya y Púcuro. Algunos lo hicieron en helicópteros oficiales tres días después, solo para sepultar en cajones rústicos de pino los cuerpos descompuestos de sus tres caciques y del indígena que habían usado como guía y a quien mataron, al parecer, en venganza por hallar vacío el pueblo.
Esa fue la primera y única vez que los para militares cruzaron la trocha. Los indígenas que narran la historia se miran en silencio. Son casi las 7 de la noche y escribo apoyado por la luz de una vela. A esa hora suspenden el relato para asistir a un ritual con los sailas. Lo hacen para agradecer el haber arribado sanos y salvos a Anachukuna.
El canto de los sailas
Esta es la quinta noche que Euclides y su familia pasan lejos de su casa desde que iniciaron la travesía en Púcuro, el pasado 3 de julio, junto con los caciques.
Ese día navegaron por el río Tuira. Luego se montaron en buses y recorrieron más de 300 kilómetros, algunos de ellos sin pavimentar.
Tres días después, al llegar a El Porvenir, en la comarca de Kuna Yala, abordaron la ‘Niña Paula’ y navegaron hasta Ustupo y luego hasta Anachukuna en medio de las olas de cuatro metros.
Esa noche se desató una tempestad de truenos largos y ensordecedores. Nos levantamos hacia las siete de la mañana y partimos rumbo a Caimán Nuevo, un resguardo kuna ubicado en el Golfo de Urabá, cerca de Turbo, en territorio colombiano.
El mar amaneció tranquilo.
Al llegar, Euclides y su familia reconocen algunas caras. Se abrazan, toman chicha y luego desaparecen en medio de los platanales.
Al día siguiente comienza la última jornada del retorno. La ‘Niña Paula’ atraviesa el Golfo de Urabá y se mete por el río Atrato, cruza la ciénaga de Unguía y busca un canal estrecho que desemboca en un muelle dominado por estruendo de vallenatos.
Para llegar a Arquía aún falta recorrer una trocha cenagosa. Nos dicen que ayer cayó un aguacero, pero es transitable. Euclides debe quedarse en el hospital. Se lesionó la cara al caerse cerca del puerto.
Sergio y Frenis viajan a caballo y Jackelín sigue a pie desnudo. Casi tres horas después, sudorosos y cansados, encontramos un letrero amarillo, de lata, que anuncia el límite del resguardo de Arquía.
A medida que se acerca a su tierra, el rostro de Jackelín se torna menos sombrío. Por noticias fragmentarias que le llegaron a Púcuro, ella sabe que Marleny, su hija de 23 años, parió dos niños durante el tiempo que estuvo afuera.
Sabe, además, que desde que ella y su familia se fueron, Arquía ha vivido momentos difíciles. Algunos de sus habitantes cuentan que hacia el 2003 huyeron unas diez familias asustadas por la presencia de los hombres armados. Dos indígenas fueron asesinados en las trochas y otros dos siguen desaparecidos.
El miedo llegó al punto de que un día, a finales de marzo del 2003, los indígenas de Arquía se despertaron sin su cacique principal. Aníbal Padilla Pérez había huido hacia Panamá, por el golfo de Urabá, junto con su hija, su yerno y cuatro nietos.
Desconcertados, los indígenas mandaron un emisario a los sailas de Caimán Nuevo para que los aconsejaran. Querían seguir a su jefe.
Los líderes de Caimán Nuevo solicitaron ayuda a organizaciones nacionales e internacionales de derechos humanos. Pidieron que los acompañaran a donde sus hermanos. La misión llegó Arquía el 7 de abril del 2003.
Esa tarde, por medio de cantos rituales, los sailas recién llegados explicaron que ese era el territorio ancestral de Iguasalibler, el legendario guerrero que peleó contra los españoles; que cerca de esas montañas Ibeorkun los organizó y dictó las leyes que rigen a los kunas; que su comunidad es igual a una choza ceremonial, en la que hasta el más débil de los maderos cumple una función y, sobre todo, que si ellos, sus hijos, abandonaban a la madre tierra, esta se iba a resentir.
Al final, los habitantes decidieron quedarse siempre y cuando los organismos de derechos humanos los visitaran a menudo. Casi un mes después, sucedió algo que ellos interpretaron como una señal de sus dioses. Una manada de puercos salvajes irrumpió en el caserío y eso les permitió obtener carne para muchos días, pues nadie se atrevía a salir a cazar o a pescar.
Como si fuera otra señal, Aníbal Padilla Pérez, quien permanecía en Achutupo, Panamá, se lesionó la quijada durante una cacería. Eso fue suficiente para que regresara a liderar a los indígenas de su territorio ancestral.
Esa historia quizá ronda en los pensamientos de Jackelín mientras sus pies desnudos chapotean entre barro. Después de las cinco de la tarde aparece al frente una casa con techo de palma.
“Allí vive la hermana”, dice un indígena joven que nos había acompañado en la trocha. La mujer acelera el paso, unos niños semidesnudos se asoman junto a la choza y segundos después sale una indígena madura, de nariguera y blusa de mola.
Abraza y besa a la recién llegada mientras le habla en su idioma. Las dos mujeres ingresan a la vivienda. Pero como Marleny, la hija de Jackelín, vive a unos 200 metros de allí, la mujer retoma pronto el camino.
Marleny y otras dos mujeres jóvenes la reciben con alegría pero con cierta timidez, debido a nuestra presencia, y se la llevan de prisa hacia el interior de la choza.
Un familiar cuenta al día siguiente que las mujeres hablaron sin parar hasta la medianoche. Jackelín les dio la mala noticia de que cuando terminara el congreso ella regresaba a Panamá en la lancha de los sailas, junto con Euclides, Frenis y Sergio. Allá habían establecido sus cultivos y tenían una casa nueva, dos marranos y veinte gallinas.
La mujer les contó que Sergio había sembrado dos hectáreas de plátano y yuca; que cazaba ñeques en el monte con la ayuda de una perra negra llamada ‘Chapolita’ y que ya tenía una novia panameña.
Eso sí, les prometió que en dos o tres años regresará para quedarse del todo. A lo mejor para entonces ya esté abierta la trocha hacia Paya y se haya acabado la incertidumbre que aún reina alrededor de la desmovilización de los paramilitares. Al fin y al cabo fue por ellos que tuvieron que separarse.
Pero el panorama no se ve tan claro. La reapertura de la trocha es una decisión de mediano plazo y requiere de complejos procesos de consulta con las comunidades kunas de Colombia y Panamá.
Sobre todo, porque ahora la guerrilla avanza desde lo profundo de la montaña hacia el territorio del resguardo y ya generó los primeros desplazamientos de campesinos hacia el casco urbano de Unguía.
Los indígenas de Arquía están temerosos. Su única salvaguarda es la rígida neutralidad que se han impuesto. Según esta, todo aquel que se vincule de alguna forma con guerrilleros o paramilitares deja de ser un kuna y jamás podrá volver a la comunidad.
El conflicto se huele en la zona. En Unguía, la Policía exige papeles a los extraños y unidades contraguerrilleras del Ejército patrullan en la región.
Se mueven de día y de noche duermen camuflados en el monte. En medio de los guerreros viven los kunas, con la intención de no abandonar la tierra por la que hace 500 años peleó Iguasalibler.