Mi primera crónica la escribí hace unos veintitantos años en un aparato que los colegiales de ahora solo ven en los libros: una máquina de escribir. Era una Brother de teclas desajustadas a la que a veces tocaba devolverle la R con el dedo porque se quedaba pegada al papel. Debía tener unos 30 años de ajetreo. La había comprado por unos pocos pesos después de regatear con un vendedor de chécheres del mercado de las pulgas. Allá en la tercera con veinte.
Ese mismo domingo la instalé en una mesa –también de segunda– que hacía las veces de escritorio en la pieza que ocupaba al final de un pasillo adoquinado, en un inquilinato del barrio la Candelaria.
No recuerdo por cuántos años me acompañó la Brother. La tuve conmigo hasta el día en que un amigo la descubrió arrumada en un rincón. Para entonces ya había sido desplazada por un PC que permitía hacer malabares en los párrafos, tener a la mano toda la salsa de los 80 pa’ atrás… y lo mejor: ¡no se le pegaba la R!
Ahora, después de ya no sé cuántos relatos en periódicos y revistas, de gozar y sufrir trochas, callejones y montañas y de veintitantos años de vivir en el periodismo, abro esta página.
Entre otras cosas porque creo que los relatos periodísticos, las crónicas, las historias, son como la energía. No se diluyen sino que se transforman.
Y la crónica, desde aquel narrador de la antigua Persia del que habla Juan José Hoyos y que escribía con un punzón sobre tablas de arcilla, abre nuevos espacios, se adapta a los medios del siglo XXI.
Ya no es solo la palabra. Esa con la que establecemos trepidantes relaciones pasionales y que generalmente nos desborda, aplasta y estremece en cada intento. La palabra. Los cronistas llamados veteranos seguimos y seguiremos apegados a ella hasta que algún día huya de nuestra incapacidad.
Mis primeros intentos de periodista fueron en aquella vieja Brother en la que tecleaba por las noches en el inquilinato. Le guardo afecto, pero ahora se abren frente a nuestros ojos nuevas maneras de contar las historias de esa gente a la que se debe un cronista; de contar con imágenes sus vivencias, sus sueños, sus miedos y esperanzas. Los contadores de historias tenemos la oportunidad de entrar en escenarios no imaginados, de llegar a otras generaciones sin abandonar nuestro amor de toda la vida.
Por eso, desde hace más o menos un año, empaco mi cámara de video junto a la libreta de apuntes. A veces el tema y la dinámica del mismo me permiten ensamblar lo escrito con la imagen. Ha sido un trabajo de aprendiz, algo disperso y cuyas esquirlas espero reunir en este blog con la intención de mejorar con las críticas y aportes de los eventuales usuarios.              *  *  *

Empiezo esa labor el próximo miércoles 30 de enero con el relato, en texto y video, de una travesía de indígenas tules o kunas desplazados por la violencia en la región del Darién. Fue publicada en EL TIEMPO. Es un recorrido en compañía del fotógrafo Julio César Herrera. Como verán ese día, me llevé la cámara. 
  José Navia 
  c/r/s/