A Hugo Flórez lo conocí en La Picota. Estaba condenado por matar a tiros al supuesto amante de su esposa. El muerto era su vecino, un muchacho de 21 años al que Hugo le había abierto las puertas de su casa y lo trataba como si fuera de su familia.
Lo acompañé el día en que salió de la cárcel, desde que empacó la Biblia en una tula de plástico, dentro de su celda, hasta la llegada a su barrio, en el sur de la ciudad.
Afuera de la cárcel lo esperaba un compañero de celda que había salido poco antes: ‘Huesitos’. En su barrio, los vecinos lo recibieron con un respeto inusitado para un ex presidiario… Había sido líder comunal y organizador de equipos de fútbol.
Meses después me lo encontré de frente por la carrera séptima. Venía chupando helado con sus hijas…
Esta es la historia y algunas fotos de su último día en La Picota… clic aquí


“Mis últimas horas en La Picota”

Texto y Fotos:
 José Navia, editor de Reportajes de EL TIEMPO

Hugo Flórez seca el sudor de su frente con el dorso de la mano derecha.
Mientras camina hacia la última reja de la cárcel de La Picota, respira
grueso por unos instantes. Escudriña en dirección a la puerta y pregunta en
voz alta, por tercera vez, si será verdad que su mamá vino a recibirlo.
“No le avisé para darle la sorpresa… hace un rato me dijeron que había una
señora afuera… debe ser ella”, dice Flórez sin abandonar el gesto de
ansiedad que lo acompaña desde las 9:30 de la mañana.
A esa hora lo notificaron de que el Juzgado Primero de Ejecución de Penas le
había concedido la libertad condicional, después de cuatro años y tres meses
de prisión.
Flórez llegó a la cárcel porque mató al supuesto amante de su esposa, un
vecino de 21 años. Asegura que era el mejor amigo de su hijo y también amigo
suyo.
Cuenta que al comprobar la infidelidad, interrogó a su esposa. “Me
contestó de mala manera y yo le pegué", dice.
Entonces, ella se marchó con sus dos hijas y su hijo.
Flórez se emborrachó durante 30 días seguidos, hasta la tarde en que cometió
el crimen. Ese día se tomó, además, un puñado de pastillas antidepresivas.
“La policía dijo que fueron cinco tiros, yo apenas me acuerdo de uno solo”.
Lo condenaron a 15 años y luego le rebajaron a diez. Estuvo preso 51 meses y
descontó otros 22 por su trabajo como profesor de inglés en el penal. Eso y
su buena conducta le dieron derecho a libertad condicional por cuatro años
más.
Con semejante historia a cuestas, Flórez tiene una idea que puede sonar
descabellada. Quiere rehacer su hogar.
Flórez se detiene. Mira hacia atrás y hace un cálculo de la distancia que
hay hasta la caseta pintada de azul claro del último guardia.
“Son como 600 metros… llevo el corazón como si se me fuera a salir. Ya soy
libre”, dice.
Unos minutos antes, Flórez hacía cuentas de lo que haría apenas recobrara la
libertad: “Quiero caminar mucho, ver niños jugando, perros callejeros. Me
quiero mandar a hacer un manicure… extraño esas tiendas que tienen balones
de colores en las puertas. En la cárcel todo es gris”.
En el camino final, se mezcla con padres y niños que salen de una guardería
ubicada en los primeros bloques del complejo penitenciario, en un área de
muy escasa seguridad.
El hombre se acerca al guardia y le alarga su boleta de libertad. Mientras
el uniformado anota los datos en un libro de minutas, una funcionaria que va
de salida le desea suerte al ex presidiario. Al hombre se le encharcan los
ojos. Son las 4:32 de la tarde.
“No es que uno se amañe en la cárcel, pero es como si uno dejara la casa”,
dice.
Unos pocos metros más allá pasan los buses articulados de Transmilenio y
docenas de escolares uniformados. “No veo a la viejita”, murmura.
Cruza la reja y desparrama la mirada en busca de su mamá. No la encuentra.
Desde lejos lo saluda un hombre flaco, de cara enrojecida por el sol.
“Huyyy, ese es ‘Huesitos’, el man que le conté”, dice. La ansiedad
desaparece de su rostro trigueño. Ahora sonríe mientras abraza a su amigo.
A ‘Huesitos’ lo conoció en el anexo siquiátrico de la cárcel Modelo. Se
llama Javier Bernal y salió cuatro meses antes, después de pagar once años
por homicidio. ‘Huesitos’, cuyo apodo se explica solo con verlo, es el único
que ha estado pendiente de la salida de su ‘parcero’.
¡Suerte mijo!
Flórez cuenta que en los primeros meses lo visitaban 112 personas. Pero en
el último año solo iban tres amigos, su mamá y sus dos hijas de 11 y 13
años.
Aun así, se considera afortunado. Apenas lo notificaron de su libertad,
corrió a la celda número 14, en el pabellón de mínima seguridad, a empacar
sus pertenencias: unas chancletas, un yin desteñido, una camiseta, una
toalla, un escrito con sus vivencias, una barra de pan integral, dentífrico
y un cepillo de dientes.
El resto lo regaló. Chasoy, un ex policía, se quedó con la colchoneta; la
cobija con figuras de indios fue para León; las botas de trabajo, para
Martín y las cinco camisetas de fútbol las repartió entre los que le
estiraron la mano.
Los tenis se los dio a un preso después de preguntarle… “¿Usted cuanto
calza?”.
“¡Suerte mijo, cuídese…! ”, le gritó una sombra desde un ventanuco con
barrotes, en lo alto de un muro.
Hugo reconoció la voz: “¡Milton… Dígale a Chasoy que ahí queda la colchoneta!”
Aunque sus compañeros le advirtieron que no se despidiera de los guardias
porque eso trae mala suerte, Flórez estrechó la mano de todos los que se
encontró en el camino y también a los que vio durante los trámites de salida.
Incluida la directora, Imelda López.
A Hugo le temblaban las manos. Era casi un milagro que saliera con vida de
la cárcel después de siete intentos de suicidio cometidos en el anexo
siquiátrico de la cárcel Modelo, en Bogotá.
Allá fue a dar después de que la Policía lo encontró frente al cadáver del
muchacho. Tenía el cañón del revólver ajustado contra el cuello, pero sin
disparar la última bala.
A los pocos días de llegar al anexo intentó colgarse con el cordón de un
zapato. Pero el miedo al dolor lo hizo revolcarse hasta que logró zafarse.
Desde ese momento –dice– se dedicó a idear la forma de morir sin dolor.
Pero su fin no estaba escrito. Solo así se explica que haya fallado el
espeluznante plan que asegura haber ideado en su penúltimo intento por
suicidarse. Le pagó 130 mil pesos a un interno de apellido Toro para que lo
atravesara de una puñalada.
El convicto ejecutaría el plan durante la noche, mientras él dormía bajo el
efecto del sedante que le inyectaban cuando daba mucha brega.
Le rogó al preso para que hiciera un trabajo limpio. “Que sea una sola
puñalada y que sea efectiva”, le dijo. Le aterraba quedar mal herido.
Pero amaneció vivo. A Toro lo habían sacado sorpresivamente del pabellón.
Nunca supo por qué. Desesperado, se lanzó al séptimo intento. Los guardias
le quitaron una bolsa de supermercado que se había amarrado al cuello, luego
de tomarse 19 pastas antidepresivas.
Dice que abandonó la idea de suicidarse cuando su mamá le pudo llevar a sus
hijas de visita. Lentamente recuperó la razón y en algún momento comenzó a
dictarles clases de inglés a sus compañeros. Aprendió a hablar ese idioma en
los cuatro años que navegó en buques de la Flota Mercante y en un barco
griego.
De regreso al barrio
Mientras camina al lado de ‘Huesitos’, Flórez respira hondo. Atraviesa con
paso rápido el barrio Bochica.
En la primera cuadra de la urbanización Marruecos se antoja de un merengón
exhibido en una pastelería y lo devora con entusiasmo infantil.
Quince minutos después cruza la puerta de su urbanización. “Don Hugo…
¡Bienvenido…! ¿Ya regresó del todo..? ”, le dice un vecino.
“¡Don Huguito… qué alegría verlo… ¿tiene dónde quedarse… ? Si no, usted ya
sabe”, le grita la dueña de un negocio de cabinas telefónicas.
Hugo Flórez había sido el más reconocido dirigente comunal de su barrio y
líder de eventos deportivos juveniles. Eso explica la media docena de
saludos que recibe hasta que cruza la puerta del apartamento donde su mamá
paga 70 mil pesos por una pieza.
Mientras sube de prisa hasta el tercer piso se pregunta en voz alta si su
mamá estará en el apartamento. “Ella vive de las costuras”, explica.
Mete la llave con sigilo. La gira y empuja la puerta despacio. El silencio
es absoluto. En el cuarto de su mamá, junto a la cama, sobresale una máquina
de coser con un carrete de hilo puesto. "Debe haberse ido a dejar algunas costuras", dice con resignación.
Mira alrededor por unos segundos. Luego llama por teléfono a sus hijas, a  la casa de su ex esposa. Les anuncia que
está en libertad y les promete que el siguiente domingo, por fin, se verán
sin que un guardia les interrumpa la visita. Cuelga y se queda sentado en el borde de la cama. En silencio.