Con tres líneas aprobadas desde la comodidad de sus curules, los congresistas intentan desconocer un problema histórico, el reflejo de una falla estructural del Estado. Intentan penalizar a quienes realicen actividades benéficas (dar limosna, ropa usada o comida) o hagan transacciones comerciales (comprar mandarinas, tarjetas telefónicas o entregar dos monedas para recompensar un fugaz espectáculo circense) en proximidades a los semáforos de las ciudades del país.

Estas actividades son tan antiguas en nuestras urbes como los mismos semáforos. Tan antiguas como el desplazamiento de campesinos y el desempleo. La presencia de miles de hombres, mujeres y niños en los semáforos son la única señal que reciben algunos citadinos de que algo ocurre más allá de lugar a donde salen a recrearse los domingos.

Para muchos colombianos, los semáforos son el único sitio posible de conseguir el alimento diario. Son el lugar de rebusque, de parche, de reunión familiar… el semáforo es la oficina de los desarraigados.

Lo ha sido siempre, como se ve en este relato que escribí hace casi una década… lo revisé a raíz del famoso artículo y como cosa rara… el asunto no ha cambiado. Hay nuevos personajes y estrategias, el rebusque no es estático, se reinventa constantemente para poder pellizcar el bolsillo de los colombianos de carro. Pero en el fondo, el fenómeno sigue igual.

Lo que ocurre bajo los semáforo es el reflejo de la realidad del país, con sus desarraigados inofensivos, pero también con sus vivos y con los que aprovechan la luz roja para comete sus fechorías.

LOS COLORES DEL REBUSQUE
Más de dos mil personas trabajan y le ponen trampas al billete en los semáforos de Bogotá. Vendedores ambulantes, prostitutas, ñeros , expendedores de droga… un mundo que tiene sus propias reglas.

Un chirrido de frenos se escucha en el instante en que el semáforo parpadea de amarillo a rojo. El lugar se llena del humo que brota de los exostos, y una voz femenina se eleva sobre el ronroneo de los motores, desde la ventanilla de un auto último modelo: Marlboro suelto!

Una mujer joven, con una gorra de beisbolista, una bata de flores amarillas, tenis blancos y media tobillera azul turquí, gira la cabeza para gritar por encima de la caja de manzanas que carga como si se tratara de una bandeja: Marlboro suelto!

Otra mujer, gorda, sudorosa, de unos cincuenta años y vestida casi igual que la anterior, corre con dificultad en medio de la hilera de autos. En su mano lleva una caja de cartón con varios paquetes de cigarrillos que alarga jadeante hacia la ventanilla. Dos segundos después, la mujer tiene un cigarrillo menos y una moneda más. Apenas a tiempo para esquivar la embestida de los autos que aceleran sus motores. El semáforo ha vuelta a parpadear.

Ese parpadeo se repite incesante en los 6.300 semáforos instalados en Bogotá. Alrededor de aquellos grandes ojos de colores gira un mundo habitado por seres anónimos que viven del rebusque y de actividades ilegales.
Para ellos, el semáforo es su amigo, su cómplice. Saben exactamente cuánto dura la luz roja, amarilla y verde, y salen del apuro como toreros cuando el parpadeo los sorprende en plena faena.

Hasta esos lugares llega el fenómeno de los migrantes campesinos que caminaron cada rincón de la ciudad sin conseguir empleo. También llegan las vendedoras de amor, jíbaros del basuco, mujeres en minifalda cargadas de burundanga, ñeros y mendigos, muchachos que se retiraron de la escuela para lavar parabrisas, jaladores de carros, raponeros y atracadores… Y los hijos de muchos de los anteriores, que ya comienzan a aprender el oficio.

Este fenómeno ocurre en más de 150 de los 540 cruces semaforizados que tiene la capital. Allí -según un funcionario de la División de Semaforización de la Empresa de Telecomunicaciones de Bogotá-, existen unas dos mil personas dedicadas a la venta de toda clase de productos.

Doña María Peñuela es una de ellas. Nació hace 63 años en Junín (Cundinamarca). A los 13 llegó a Bogotá y desde finales de 1970 vende, primero cigarrillos, y luego frutas, al pie de un semáforo, en una importante avenida de la ciudad. Así levanté a mis nueve hijos, el mayor ya tiene 20 años.

Todos ellos han trabajado en el mismo semáforo desde la época en que doña María vendía tres cajetillas de Marlboro de contrabando por veinte pesos. Ahora una cajetilla vale 700. Pero sus hijas se casaron y sus hijos consiguieron otros empleos.
Los dueños de las esquinas

A menos de cincuenta metros, en una calle que desemboca en la avenida, trabaja Doña Cecilia desde hace 25 años. Vive en los cerros del centroriente, y vende habas y maní en bolsas plásticas. Muy cerca hay otras cinco mujeres, una de ellas con seis meses de embarazo, que ofrecen manzanas, lotería, gaseosa, mandarinas y un periódico de fotos y titulares truculentos. Es una regla: cada uno debe vender un producto diferente. A la misma hora, a más de cien cuadras de ahí, Argemiro ofrece biberones de fibra para colgarse del cuello con un cordón de colores fosforescentes.

Argemiro ha vendido de todo durante los 17 años que lleva en el mismo semáforo. En el lugar trabajan unas 35 personas. Treinta son de la misma familia de Argemiro. Son hombres, mujeres y niños que, como él, llegaron de Sotaquirá (Boyacá) y buscaron trabajo en vano, hasta que él, un día cualquiera les dijo caminen conmigo y se ganan lo de la sopa. A pocas cuadras de ahí, las cuatro esquinas fueron tomadas por unos paisas y más allá por santandereanos.

Ningún desconocido puede llegar allí y hacerles competencia a los vendedores dueños de la esquina. Hasta doña María Peñuela, una mujer menuda, de aspecto bondadoso, le tocó agarrarse de las mechas con otra mujer que intentó vender frutas en la misma esquina. Uno -dice Argemiro- tiene que hacer respetar la antigüedad. Se les dice por las buenas que se vayan, pero si no hacen caso toca sacarlos. Esa situación es conocida como guerriar el roto, y ha dejado varios heridos a cuchillo y varilla.

Los vendedores ambulantes comienzan a desaparecer de los semáforos cuando la noche llega. Entonces, en una que otra esquina, son remplazados por mujeres de escasa ropa, chicles de licra y gestos provocativos dispuestas a venderse por raticos . En algunos semáforos de la carrera 13, en el centro, y la carrera 15 en el norte de la ciudad, niñas de 12 ó 14 años se mezclan con otras ya mayores que tratan de disimular su edad tras la capa de maquillaje y el rubor artificial de sus mejillas.
Una tentación peligrosa

Mientras ellas se exhiben, otros personajes se deslizan con sigilo entre los autos. Son los jíbaros o expendedores de drogas que se disfrazan de vendedores de dulces o que -según la policía- disimulan su verdadera actividad tras la apariencia de porteros de tabernas.

La Policía Metropolitana de Bogotá ha detectado que en los semáforos de la zona rosa, en el norte de la ciudad, se hacen millonarias transacciones diarias de basuco, perica y heroína, sobre todo los fines de semana.

Los clientes ya conocen el sistema de venta: una persona hace contacto con el cliente, otra entrega la mercancía y recibe la plata, y una tercera almacena la droga.
También se expende droga en el semáforo de la carrera 7a. con calle 22. En este lugar la policía detuvo a 18 jíbaros en los primeros cuatro meses de este año, algunos de los cuales registran tres o cuatro arrestos en ese tiempo. Más se demora uno en cogerlos con las papeletas de basuco -dice un policía- que la justicia en soltarlos.

En la carrera 7a. una bicha (papeleta) de basuco vale entre 500 y mil pesos y en la zona rosa sube a tres o cuatro mil. En este último sector se consigue heroína envuelta en dedos de guante de cirugía. El equivalente a una falange vale 30 mil pesos.

Al lado de los semáforos también se paran mujeres de buenas piernas y minifaldas ajustadas que coquetean con algunos conductores que viajan solos. Son los ganchos que utilizan los jaladores de carros. Cada mes unos cinco o seis vehículos son robados mediante este sistema en los semáforos de Bogotá. Así mismo, entre cinco o seis carros son robados en los semáforos por atracadores.

La luz roja de los semáforos demora entre 15 y 75 segundos, dependiendo de la cantidad de vehículos. Ese tiempo es suficiente para que los mendigos sobrevivan con solo estirar la mano, los raponeros escojan su víctima con calma y los limpiavidrios se lancen sobre el parabrisas de los vehículos. Estos últimos se ganan entre cinco y siete mil pesos diarios. Por lo general, han abandonado la escuela y en ocasiones también se emplean como ayudantes de construcción.

Ellos están amarrados a ese parpadeo incesante. A ese ojo amarillo que les hace un guiño cómplice, al rojo que les permite sobrevivir, y al verde que los lanza de nuevo a la acera, con unos pesos más en la mano.