"… Y ropa en mejor estado para ‘dominguiar’ "
Después de aproximarnos en la crónica de la semana pasada al comercio de ropa usada en la antigua Plaza España, en el centro de Bogotá, hoy caminaremos por el primer trayecto del recorrido que nos llevará al barrio San Luis, el otro gran escenario de ropa usada de la ciudad.
La once es, aparentemente, la más transitada de las calles que conectan el sector de la Plaza España con la Troncal de la Caracas, en el centro de Bogotá. En su recorrido, la once bordea por el norte la Plaza de los Mártires, cruza la Troncal, atraviesa el sector comercial de San Victorino y se estrella contra las paredes recién construidas del nuevo del Palacio de Justicia, en el costado norte de la Plaza de Bolívar, para reaparecer al otro lado del edificio, sobre la carrera séptima, entre la fachada blanca del Museo del 20 de Julio y la pared lateral de la Catedral Primada. Luego se inclina aun más para ascender por el barrio La Candelaria hasta desaparecer en Egipto, al pie de los cerros orientales de la ciudad.
La calle once es un corredor directo entre dos imensos puntos de comercio. Al occidente de la Troncal hay un Sanandresito, bodegas de víveres al por mayor, almacenes y depósitos de mercancías, y las casetas de ropa usada de la Plaza España. Al oriente, más de cinco mil locales de San Victorino, el más grande centro de comercio mayorista popular del país.
Mario González, propietario de una caseta de ropa usada en la Plaza España, afirma que durante el día, la once es la vía más segura de las que llevan a la Caracas, porque los clientes y empleados de los locales comerciales pululan en los andenes de estas cuatro cuadras. "Pero si usted no es de por aquí es mejor que no suba por la once después de las siete de la noche porque de pronto lo atracan, sobre todo llegando a la Caracas", recomienda el mismo el mismo González.
Por la once subió, una mañana cualquiera, Marina Díaz a coger el bus que va para el barrio Marco Fidel Suárez, en el sur de la ciudad. Ella y su familia fabrican carteras y artesanías de cuero en un taller casero. Marina acababa de comprar en una caseta de la Plaza España tres blusas de trabajo, un jean y una chaqueta impermeable. Por las cinco piezas pagó diez mil pesos, el vendedor se las empacó en una bolsa plástica de color negro y ella salió con paso rápido en busca de la Caracas. La mujer atravesó la carrera 18 zigzagueando frente al capó de los carros y ascendió por la once, hacia el oriente. Iba vestida con una chaqueta verdiblanca de sudadera, jeans desteñidos y zapatos negros, de cuero, con tacón bajito. Llevaba el cabello recogido atrás con un moño negro. Sobre la frente le caía un capul de color castaño.
La mayor parte de la indumentaria que circula por esta calle es similar a la que llevaba puesta Marina. Es lo que algunos llaman "ropa de trabajo" o "ropa de combate". Sus propietarios son como su ropa, de trabajo. Son personas que Honorato de Balzac clasificaría en la categoría más baja de ‘hombres herramienta’ en su tratado De la Vida Elegante[1]. Los ropavejeros de las casetas de la Plaza España afirman que algunos de los empleados de las bodegas, graneros y cacharrerías de esta cuadra compran en sus casetas pantalones, camisetas, camisas, blusas de dril y zapatos para trabajar de lunes a sábado, y ropa en mejor estado para dominguiar.
Sobre estas prendas se imprime todos los días el sello particular que dejan los oficios característicos de la calle once. La ciudad, a medida que transcurre en tiempo y espacio, deja unas marcas particulares en la ropa, de acuerdo a la vocación y a la actividad de cada sector. En ocasiones, esas marcas impresas en la ropa a fuerza de repetir una y otra vez el mismo ejercicio, se pueden leer claramente. Así, los coteros de las bodegas y de los locales de víveres y granos tienen la huella de los bultos en la parte frontal de los muslos, en el pecho, en uno de sus hombros y, a veces en la mejilla. Son marcas hechas por el continuo roce de los fardos que van y vienen de los locales a los camiones y viceversa. Los cargadores de bultos se mueven especialmente en los negocios más cercanos a la Plaza España. Son jóvenes en su mayoría, de brazos fuertes y anchas espaldas. Cuando están debajo de algún bulto caminan un tanto agachados y con pasos cortos y rápidos, mientras gritan ¡Ojo!..¡Ojo! a quienes transitan por el andén.
La ropa también permite distinguir las diferentes edades que existen en una misma ciudad, así como la mezcla de herencias culturales. En esta zona, donde antiguamente hubo una plaza mayorista de mercado y hoy sobreviven los graneros y ventas de pescado seco, aún se nota la presencia campesina. Sombreros oscuros de fieltro, ajados y de alas cansadas, ruanas de lana, vestidos anchos de tela, casi siempre floreados, y zapatos de tela identifican a las ancianas, la mayoría, de trenzas entrecanas, que llegan de los centros geriátricos vecinos a pedir alimentos en los graneros. Se mueven con lentitud, con la cabeza baja y pasos cortos, casi arrastrando los pies. A veces se sientan en cuclillas en la acera, recostados contra las paredes, y allí conversan mientras llegan las dádivas.
A medida que se aleja la Plaza España, aparecen las blusas de dril, caqui y azul oscuro, de los empleados de las cacharrerías y ferreterías. Estas tienen manchas negruzcas, grasosas, en las entradas de los bolsillos y un poco menos en el tórax. Pero ¡cuidado! Unas cuadras más arriba, cruzando la Caracas, los magníficos, una banda que lleva tres generaciones en el sector, utiliza blusas de este tipo para engañar a la policía. Son especialistas en desvalijar los camiones de mercancía que quedan atrapados en los trancones de San Victorino. Y para hacer más creíble su atuendo, dejan un esfero, un facturero o una calculadora asomándose en el bolsillo superior. "Verlos trabajar es un espectáculo. En cinco segundos vuelan los candados de los furgones con una patecabra. Uno de los ladrones avienta la mercancía y los demás le ponen el hombro. Cuando el conductor se da cuenta ya le han desocupado el carro", cuenta un comerciante de San Victorino.
Pero volvamos a la ruta de la once. La ropa más costosa se ve, fugaz, en las mañanas y en las tardes cuando llegan y se van los propietarios de los grandes locales y bodegas. Durante el día, algunos comerciantes mayoristas, los más cuidadosos de su aspecto externo, se camuflan detrás de sus blusas de dril, pero se les alcanza a distinguir por el pantalón de paño con la línea perfectamente visible, los zapatos brillantes, el nacimiento de la corbata y el cuello limpio de la camisa, además de los anillos, las manos sin muchas huellas del trabajo material y algo de panza. Casi todos ellos llegan hacia las ocho de la mañana en carros particulares y trabajan en oficinas de triplex y vidrio de las cuales solo salen para dar órdenes.
Enseguida de los graneros, en los andenes de la once, una seguidilla de más de 50 vendedores ofrecen cachivaches enmohecidos o grasientos exhibidos en cajones de madera. Los hombres y mujeres que atienden estos puestos, por lo general, no usan blusas, pero solo se les ve sucios en la tarde, a pesar de que todo el día manipulan candados, gatos, crucetas, llaves, alicates, pinzas y martillos.
El resto de la gente que transita por aquí lleva ropa informal: pantalones de dril y jean, y chaquetas deportivas, aunque se ve una que otra chaqueta de cuero o trajes de paño, de diseño corriente, con las mangas y botas deformadas por el uso. Más arriba, en los 50 metros finales que desembocan en la esquizofrenia de la Troncal de la Caracas, deambulan los harapos de los ñeros que tienen su sede en el vecino parque de Los Mártires y en el sector de El Cartucho, cuyo corazón está ubicado tres cuadras más al sur.
Los metros finales de la once, antes de encontrarse con la Caracas, están bordeados, hacia el sur, por la verja de la Plaza de los Mártires, cuyo esplendor decayó desde mediados de siglo hasta terminar convertida en hogar de indigentes, prostitutas, drogadictos terminales, atracadores y de cientos de palomas que vuelan desde las cornisas de la Iglesia del Voto Nacional. Por aquí también aparecen algunos uniformes camuflados de los soldados del Batallón de Reclutamiento,ubicado a una cuadra.
Los trajes militares han sido una constante en este lugar desde la época colonial. Durante la ‘época del terror’, entre 1816 y 1819, "el español escogió adrede esta plaza, abierta por el frente y circundada de paredes de tierra, como un lugar propio de expiación"[2]. El peso de la corona española lo hacían sentir los batallones de fusileros vestidos con casacas de hilos dorados, penachos y calzones blancos. El verdugo se distinguía por su vestido colorado ribeteado de blanco. Los condenados llegaban por la Calle Honda, precedidos del redoble de tambores, movimiento de tropas, voces de mando y tropel de las gentes[3].
A pesar del espeluznante uso que los españoles le daban, este terreno era conocido con el tranquilizador nombre de la Huerta de Jaime. Desde 1850 se llama Plaza de los Mártires, debido a una ordenanza de la Cámara Provincial de Bogotá. El lugar, sin embargo, volvió a ejercer como cadalzo once años después, en 1861, cuando el general Tomás Cipriano de Mosquera entró con sus tropas a la ciudad.
De levita y pantalones negros, chaleco de paño y sombrero de fieltro de color carmelita vestía don Plácido Morales, una de las tres últimas personas ejecutadas en ese año. El doctor Andrés Aguilar, otro de los muertos de ese día, lucía gabán y pantalones de paño de color azul turquí y sombrero negro de fieltro. El tercero, el coronel Ambrosio Hernández, llevaba dolmán con alamares y pantalón de color gris y sombrero de Suaza[4]. Los tres cayeron fusilados.
Con los años, se construyó en el costado occidental de la Plaza de Mártires, la iglesia del Voto Nacional y en sus alrededores, grandes casonas de estilo republicano en las que habitaban familias pudientes de la ciudad. Cuando estas familias se fueron hacia el norte, a mitad de siglo, el sector ya había comenzado el proceso de deterioro. Ahora, los vestidos que más se ven en la Plaza de los Mártires son los harapos de ñeros.
Algunos de estos, indigentes, recicladores de hueso, papel y chatarra, y sopladores de basuco, bajan a la Plaza España a pedir ropa o a comprar un jean o una camisa de quinientos pesos. Los caseteros, cuentan que en Navidad algunos ‘ricos’ llegan con dos o tres indigentes, los hacen bañar en las residencias cercanasy los visten con ropa usada.
En otras oportunidades son los ñeros los que llegan a la Plaza España a vender la ropa que les regalan en la calle o en los institutos de rehabilitación de drogadictos.   A estas casetas también llegaban, cuando los terminales de flotas estaban ubicados en el barrio Los Mártires, las maletas de ropa recién robadas a los pasajeros. Por los alrededores de la Plaza de los Mártires se mueven algunas veces sigilosas y acechantes, y otras, veloces e inalcanzables, las zapatillas y tenis de los raponeros y atracadores.
Este es un territorio de camajanes y malandros que muchas veces se delatan con sus movimientos. Los ojos especializados de los policías han aprendido a detectar el caminado, los gestos, la mirada y la manera de vestir y de acechar de los dedicados a este oficio. "A uno se le erizaba el pelo cuando veía que se le acercaba un muchacho con jean botatubo y zapatillas finas", decía un ejecutivo de Medellín, acordándose de los años 80, cuando se destapó el sicariato en esa ciudad.   En Bogotá, igual que en la canción de Rubén Blades, los policías suspicaces han aprendido a identificar a los ladrones "por el tumbao que tienen los guapos al caminar" o por el uso de zapatillas "por si hay problemas salir volao".
"¡Mírelo…mírelo… !", dice un policía señalando a uno de los ladrones que actúa al otro lado de la Caracas. Tendrá unos 25 años, lleva un jean, zapatillas blancas con rayas azules y chaqueta rompevientos azul clara. Se ve nervioso. Recorre media cuadra. Examina inquieto a quienes vienen en sentido contrario. Frena. Se da media vuelta y reanuda la observación. Camina con los brazos sueltos y la mirada baja. En una de las pocas oportunidades que la levanta ve el uniforme policial y se pierde calle abajo.
En este estereotipo, las autoridades incluyen a los que son y a los que no son, pero que se les parecen, aunque la única relación entre unos y otros sea la de habitar en los mismos sectores y haber adquirido la misma gestualidad.
Los que permanecen estáticos casi todo el día, junto a la Plaza, son los delantales salpicados de grasa de las mujeres que revuelven chicharrones, patacones y carne de cerdo en calderos de aceite hirviente. Estas personas ni ven, ni escuchan ni saben nada de la actividad delincuencial que ocurre frente a sus ojos. De su silencio depende su supervivencia.
Marina Díaz llega a la Troncal de la Caracas con su bolsa negra apretada contra el pecho y las monedas para pagar el bus listas en la mano. Cruza el carril de los particulares y se une al enjambre de personas que miran hacia el norte, con el cuello estirado, en la zona de paraderos.
Los buses se vienen encima bufando como fieras enloquecidas, frenan con eructos del boster, desatan la estridencia de sus pitos y sirenas y arrancan entre bramidos del motor, con uno o dos pasajeros aferrados a los pasamanos. Los bogotanos piensan que la Troncal de la Caracas es la vía más masculina de la ciudad. Según el semiólogo Armando Silva, la asocian con fuerza bruta y desorden[5].
Además, la Troncal de la Caracas encabeza la lista de vías a las que más les temen los habitantes de la capital[6]. Tal percepción está refrendada por el hecho de que en el primer semestre de 1998 fueron recogidos 34 cadáveres en la troncal de la Caracas[7]. Las cifras mortales son históricas en esta vía. En 1983, por ejemplo murieron 87 personas en forma violenta[8], y en los primeros cinco meses de 1999 las víctimas sumaron 57.
En el paradero occidental de la Caracas con calle once, Marina Díaz logra treparse a un bus intermedio, pasa la registradora y se une a los viajeros que atestan el pasillo. El vehículo arranca hacia el sur profundo de la ciudad.
De la calle once hacia el norte hay 49 cuadras hasta el eje de la calle 60 donde está ubicado el otro núcleo de ropa usada de la ciudad, en el sector conocido tradicionalmente como Chapinero. La Troncal de la Caracas es la vía que une estos dos puntos en forma más expedita. De hecho, la Troncal es una línea de 16 kilómetros que atraviesa totalmente la ciudad y se prolonga hacia el norte y hacia el sur con otros nombres.
En el anillo vial de Los Héroes, en la calle 80, la Caracas se amplía para convertirse en la autopista norte y prosigue bordeada de mansiones, clubes, potreros, centros comerciales, diagnosticentros, franjas verdes y torres de apartamentos. Unos 15 kilómetros después pasar el límite de Bogotá se angosta de nuevo y se pierde, ondulante, en tierras de Cundinamarca, rumbo a Boyacá y Santander.
En el sur su final es más triste. A la sede de la alcaldía menor de Tunjuelito, en la calle 52 sur, la Caracas llega deteriorada, sin separadores ni árboles, con huecos, basura y el escaso amoblamiento destruido. Allí se transforma en una carretera estrecha y serpenteante. A partir de ahí la vía atraviesa canteras, barrancos rojizos, chircales y barrios de invasión hasta desembocar en el antiguo municipio de Usme, en las estribaciones del páramo del Sumapaz, donde reinan la ruana y el sombrero. Esa indumentaria se traslada, ocasionalmente, hasta el sector de Los Mártires y San Victorino, gracias a las rutas de buses que demoran una hora, de Usme al centro de la ciudad, por la Troncal de la Caracas.
La Troncal está bordeada, de principio a fin, por restaurantes, oficinas particulares y estatales, consultorios médicos y esotéricos, prostíbulos, salas de estrip tease, venta de autopartes, residencias, hoteles de tercera a quinta categoría, colegios, centros de capacitación tecnológica, guarniciones militares, tabernas, clínicas para personas y animales, lavaderos de carros, oficinas de músicos, cafeterías, y todo tipo de comercio, desde almacenes de mascotas, hasta compra ventas de ropa usada.
La Caracas es lo que podría denominarse, un calle de trabajo. En Bogotá, difícilmente alguien sale a las aceras de esta vía con el único fin de pasear. Desde que la antigua avenida Caracas se convirtió en Troncal, a principios de los años 90, su principal uso es del transporte público y particular. Las zonas residenciales van desapareciendo de sus orillas y su lugar es ocupado por el comercio. La Troncal de la Caracas, a pesar de que tiene sembrados 2.353 árboles en sus separadores, es una vía para usar, principalmente, con fines de transporte o de intercambio. No para disfrutar.
Pero la Caracas puede ser un excepcional observatorio, pues atraviesa en su recorrido "sectores de diversa composición económica, social y cultural. Es una especie de corte por la estructura y la vida bogotana[9]. Inicialmente, la Caracas fue una trocha de ferrocarril construida por Willian Randall y Frank Allin, quienes obtuvieron, en 1883, una autorización de los gobiernos de Cundinamarca y Bogotá para construir un ferrocarril urbano[10].
La línea férrea unía a Santafé con Chapinero. Partía de la calle 18 y terminaba en la calle 62, a tres cuadras de donde están ubicadas actualmente las compraventas de ropa usada del barrio San Luis. En ese recorrido, el ferrocarril cruzaba por dos tiendas de comercio, seis licorerías, once expendios de chicha, dos zapaterías, una sastrería, dos boticas y tres carpinterías[11].
La construcción de la nueva avenida, en reemplazo del ferrocarril, fue decidida en 1932 y el concejo de la ciudad escogió el nombre de Caracas como un homenaje a los libertadores y próceres de Venezuela[12]. La Caracas, hasta los años 40, terminaba en el centro, donde hoy está la avenida 19. Después del 9 de abril de 1948 la avenida comenzó a extenderse hacia el sur[13]. Y a mediados de 1989 la administración de la ciudad tomó la decisión de convertir la avenida en una Troncal para agilizar el creciente tráfico de vehículos de servicio público. La obra se inauguró un año después con titulares de prensa de este calibre: "La troncal de la Caracas es mejor que la de Sao Paulo"[14].
Apenas tres años después, se leían titulares de estos: "Troncal: patrulleros se declaran impotentes"[15]y a los cuatro años ya le habían decretado la muerte; "La troncal agoniza"[16]. Además, para el arquitecto Carlos Alvarez, cuya familia es dueña de un negocio en San Victorino, la prolongación de la Caracas, del centro hacia el sur, es la culpable de que se haya fracturado a los barrios Santa Inés y Los Mártires, lo cual aceleró el deterioro del sector y la huida de las familias ricas que allí habitaban.
Con ellas, desaparecieron de estas calles los trajes de paño importado, los sombreros de bombín y los vestidos de seda y tafetán. Sólo se quedaron los trajes de los artesanos, de los hombres – herramienta, de los indigentes y de los policías.
(Bogotá, 1.999)
Próxima semana: Un cruce de caminos…


[1]BALZAC, Honorato de. De la Vida Elegante. Madrid: Afrodisio Aguado, 1949. p. 34.
[2]ORTEGA, Ricaurte, Daniel. Cosas de Santafé de Bogotá. Bogotá, Editorial A B C, 1959. p. 328
[3]Ibid, p. 329
[4]Ibid, p. 330 – 331
[5]SILVA, Armando. Bogotá vista desde la Nacional. En: El Tiempo, Bogotá. (12, marzo, 1998); p. 3D
[6]NIÑO, Soledad. Para perder el miedo en Santa Fe de Bogotá. En: Observatorio Social. Bogotá. No. 2, noviembre de 1998. p. 14.
[7]NAVIA, José. La troncal del miedo. En: El Tiempo, Bogotá (4, enero, 1999); p. 6C
[8]AVENIDA CARACAS: primer puesto en mortalidad. En: El Tiempo, Bogotá (29, febrero, 1984); p. 1C
[9]SALDARRIAGA, Op. Cit., p. 124
[10]FELICITACIONES AVENIDA Caracas por tus 52 años. En: El Tiempo, Bogotá (15, diciembre, 1984); p. 4B
[11]Ibid. p. 4B
[12]Ibid. p. 4B
[13]Ibid. p. 4B
[14]LA TRONCAL de la Caracas es mejor que la de Sao Paulo. En: El Tiempo, (20, mayo, 1990); p. 1C
[15]TRONCAL: PATRULLEROS se declaran impotentes. En: El Tiempo, (20, febrero, 1993); p. 1D
[16]LA TRONCAL agoniza. En: El Tiempo, (8, febrero,1994); p. 1C