La tercera crónica nos lleva por la antigua troncal de la Caracas, ese esperpento urbanístico construido en la alcaldía de Andrés Pastrana. Agresiva, esquizofrénica, caótica… así era la troncal hasta que fue convertida en la ruta del Transmilenio. Este relato se aproxima al trayecto de la antigua troncal de la Caracas, entre carreras once y trece, siempre con los ojos puestos en la ropa que lucen quienes por allí transitan.
UN CRUCE DE CAMINOS
… Difícilmente se ve algún objeto que brille, incluidos los zapatos»
El recorrido comienza con la imagen verde de los policías que atienden la caseta del Comando de Atención Inmediata, CAI; con los harapos, las caras sucias y el pelo revuelto de los ñeros y con la ropa ‘común y corriente’ de los hombres – herramienta. Se ven, especialmente, chaquetas de cuerina, busos de algodón perchado, chaquetas de jean, dril, gabardina, sacos de lana y algunas ruanas y trajes de paño, desgastados.
En este lugar, en las anteriores, y en las próximas cuadras difícilmente se ve algún objeto que brille, incluidos los zapatos, que parecen haber sido maltratados a propósito para pasar inadvertidos. Da la impresión de que existiera un acuerdo colectivo en la ciudad para no llevar encima algo llamativo por estas calles.
Los hombres y mujeres caminan con los paquetes asegurados contra el cuerpo. Martha (sin apellido porque no ve la necesidad de decirlo) toma sus precauciones cuando viene a este sector: «No traigo chaquetas de cuero, me quito dos anillos de oro que tengo y una cadena que me regaló mi mamá. Tampoco traigo cartera, prefiero cargar la plata en una bolsa plástica o en un monedero que uno pueda esconder fácil». Uno de los policías del CAI asegura que en un trayecto de tres cuadras sobre la Caracas, (de la calle 10 a la 13), ocurren unos treinta atracos y raponazos diarios, pero no denuncian más de cinco.
«A uno no le dan ganas ni de cogerlos porque a los dos días ya andan otra vez por aquí como si nada, se le pasean delante de las narices… ¿y qué? … yo no les puedo hacer nada. Toca cogerlos con las manos en la masa y eso es muy difícil. Yo sé que ese que está allá en la esquina, el flaco de la chaqueta verde, es una rata… véalo como como pistea a la gente… pero no nos da papaya… son muy vivos», dice un agente asignado al CAI de la calle 11 con Caracas.
La Policía y quienes frecuentan este sitio le atribuyen la inseguridad a la existencia del sector del Cartucho, conformado por unas doce calles donde malviven unos diez mil indigentes, recicladores, drogadictos delincuentes de todo tipo. Las antiguas construcciones de estilo republicano se convirtieron en inquilinatos, sopladeros de basuco y caletas de reducidores y guaridas de maleantes. ‘Es un cementerio de vivos», sentenció el arquitecto italiano Georgio Lombardi, quien visitó el sector de noche, a principios de 1999[1].
El Cartucho es la versión postmoderna de la antigua calle del Cárcamo, una vía que desembocaba en el río Vicachá, rebautizado como San Francisco, y donde habitaban los indigentes y enfermos mentales de la ciudad a finales del siglo pasado[2]. Alberto Lleras Camargo, quien vivió de niño en una casa borrada del mapa por el trazado de la avenida Caracas, relata en sus memorias que todos martes, al amanecer, la calle se llenaba con el ruido de doscientos o trescientos mendigos en espera de la sopa que les regalaba el cura de La Capuchina.
Entre esa muchedumbre de leprosos, tuberculosos, «mujeres con niños falsos», y «ciegos de verdad y de mentira», Alberto Lleras recuerda a un mendigo que «vestía negro jaquet, chaleco de color, y usaba un sombrero de hongo. Además llevaba bastón». Con los años, Lleras terminó asociándolo con Charles Chaplin.
De la calle once a la trece, pululan las blusas de dril en las ferreterías y en los almacenes de plásticos y de aperos para ganadería. También hay almacenes de ropa, cafeterías y una academia de artes marciales a la cual los alumnos llegan, en su mayoría, de jean y tenis, y con el traje oriental en un bolso.
Quizá la intersección más concurrida de todas las que atraviesan la Troncal de la Caracas es la que cruza la calle 13, que un poco más al oriente es la misma avenida Gonzalo Jiménez de Quesada. Esta vía, de cuatro calzadas, une a los cerros orientales, sobre todo a Monserrate, con los barrios del occidente, entre ellos Puente Aranda y Fontibón. Luego se convierte en la avenida Centenario y más adelante en la carretera a Medellín, y como tal irrumpe en los municipios de Funza, Madrid, Mosquera y Facatativá.
Durante la Colonia, el trayecto inicial de esta vía, junto a la plaza de San Victorino, era conocido como la Alameda Nueva. Estaba sombreado por sauces, alisos y otros árboles frondosos. Este pasaje «fue por mucho tiempo el paseo favorito de los domingos de la sociedad santafereña de principios del siglo pasado»[3]. Por la Alameda Nueva entraban a Bogotá los rasos, encajes, sedas y otros aditamentos llegados de Europa a través de embarcaciones que recorrían en 40 días el río Magdalena, de la Costa Atlántica a Honda.
La inmensa plaza de San Victorino, hoy saturada de carteles comerciales, de ruido de carros y de un hormigueo incesante de gente, era lo primero que veían los viajeros cuando ingresaban a Bogotá. En este cruce de caminos descienden de los buses, por la mañana, algunos trajes de paño, camisas de puños limpios, zapatos impecables y corbatas de oficinistas, empleados bancarios, funcionarios públicos y otros que viajan por la Caracas. Estos desaparecen rápido hacia los edificios ubicados alrededor de la Avenida Jiménez de Quesada.
Las mañanas de domingo, la esquina nororiental es lugar de citas de unas pocas empleadas domésticas, algunas maquilladas con exageración y todavía novatas en el manejo del tacón alto. Junto a estas pasan, en algarabía, los grupos de barrio y las familias que suben y bajan del cerro de Monserrate. A los que descienden es fácil reconocerlos por las bolsas plásticas, estrechas y largas, alineadas de roscones dulces que sólo venden en esa parte de la ciudad. También se distinguen por los tenis y sudaderas embarradas, camisetas, jeans, sacos de lana amarrados al cuello o a la cintura, rostros acalorados y gorras empapadas de sudor.
En este punto donde se cruzan las vías más largas que unen los cuatro puntos cardinales de Bogotá, subsiste una amalgama de estética del vestido, como difícilmente se observa en otro lugar de la ciudad. Hacia el oriente, por ejemplo, cruzó un domingo, una joven con blusa morada, ajustada y de manga sisa, pantalón corto, ancho, con una franja morada alrededor, pantymedias azules, de lana, y zapatos negros.
Por allí mismo caminaba una familia: dos jovencitas, la que aparentaba unos 16 años, llevaba vestido rosado en tela delgada y bolsillos delanteros, media tobillera blanca con arandela y zapatos negros de correa. La otra lucía un vestido similar, pero de color verde, en pana, con los tobillos y pies ataviados igual que su compañera. La mujer mayor, de unos 45 años, vestía de medio luto hasta los tobillos, con un saco de lana de color blanco, y el hombre, camisa blanca, con los dos primeros botones desapuntados y los demás amenazando saltar presionados por el abdomen, y un vestido gris de lino o de gabardina.
Aquí los que poco se mueven de sus puestos son los delantales y las ruanas de los vendedores de periódicos; los trapos y cobijas deshilachadas de los indigentes que cobran propina por probar el aire de las llantas golpeándolas con un palo. Los uniformes de los policías de tránsito aparecen en las horas de mayor congestión.
Por las aceras caminan, lentísimas, las figuras menudas y trigueñas de los indígenas otavaleños del Ecuador que venden ropa en los pasajes comerciales de San Victorino. Se visten con alpargatas, ruanas, chaquetas impermeables, pantalones de jean o de materiales livianos de color blanco y sombreros de fieltro o gorras de beisbolista. Los otavaleños avanzan doblegados por los bultos que llevan a la espalda desde las pensiones baratas ubicadas al occidente de la Troncal.
Esa condición comercial hace que algunos ropavejeros, sobre todo los de Chapinero, aprovechen la popularidad de esta zona, donde existen más de mil locales de ropa, para promocionar su propia mercancía, a costa de la de San Victorino. Esta ropa es más fina y mucho más barata que la de San Victorino, les dicen a veces a los clientes que cuestionan el precio o la calidad de las prendas y que intuyen, son clientes de ese sector.
Un puerto seco, un cruce de caminos, eso ha sido siempre la intersección de la Caracas con 13, vecina al tradicional sector de San Victorino. Este lugar es punto de referencia en casi toda la ciudad e incluso fuera de ella. Así lo describe un narrador de principios de siglo: «Beatas madrugadoras, grandes señores de cubilete, o vestidos sabaneros, alumnas semiintermas del colegio La Merced, muchachos de segundas letras en el colegio de Araujo, liberalazos de gestas conocidas por todos, vivanderos de tercios a la espalda, caballejos trayendo en sus lomos zurrones de miel o cargas de leña para hacer amasijos… obreros de ningún overol pero engrasados hasta los topes… Todo esto constituía la circulación en el histórico San Victorino»[4].
El mismo autor destaca la condición industrial de San Victorino y menciona la chimeneas de la Fábrica de Chocolates La Equitativa y el aserradero de Jordán y Triana. Incluso ahora, a finales de siglo, se dice en Bogotá, que San Victorino es el Unicentro de los pobres. El comercio ha sido el alma de San Victorino. «Desde sus inicios San Victorino ha sido el mercado más importante de la ciudad, que inicialmente albergó el primer matadero, la primera cárcel, los primeros almacenes de venta de cacharros, ferretería, ropa de trabajo, talabartería, arreos, implementos para el campo, la mayor plaza de mercado de la ciudad, además de consulados y representaciones comerciales extranjeras»[5].
En el sector funcionaban varios molinos, entre ellos La Industria Harinera, «que tenía un inmenso portalón por donde entraban los carros de caballos que traían el trigo y se llevaban la harina, movida desde los depósitos por empolvados obreros que cubrían sus cabezas con pequeños gorros de papel»[6]. Desde finales del siglo XIX se asentaron en San Victorino migrantes europeos que abrieron almacenes de paños ingleses y sombreros italianos[7].
Una crónica del diario El Tiempo narra que las jóvenes de familias adineradas salían a mirar en las vitrinas en San Victorino las tendencias de la moda llegadas de Europa. Los hombres se paseaban con sus bombines y bastones con empuñadura de plata, mientras las señoras jailosas lo hacían tocadas con enormes sombreros de plumas. Las criadas desfilaban envueltas en pañolones de fleco y los artesanos con ruanas y alpargatas.
La ciudad de entonces, según cuenta Alberto Lleras en sus memorias, «era una mezcla de modos de vivir, conjuntamente, entre ricos y pobres… La idea de vivir en barrios separados y exclusivos enclaves de clase, no existía en la ciudad». Todo lo anterior cambió a mediados del presente siglo. Entre 1948 y 1955 la administración de la ciudad abrió las avenidas décima y Caracas hacia el sur, y dividió la zona histórica.
Las familias acaudaladas se fueron hacia el norte de la ciudad y dejaron sus casas en manos de arrendatarios que, a su vez, arrendaron a terceros, quienes hicieron lo mismo hasta convertir las casonas en inquilinatos ruinosos[8].
Ahora, de la calle 13 hacia el norte se alcanzan a ver en las tardes algunos uniformes colegiales trepándose a los buses. Las bolsas y carteras se mantienen aferradas contra el cuerpo pero el ‘pacto’ para usar ropa ‘común y corriente’ comienza a romperse a medida que se avanza hacia la avenida 19, donde ya se observan trajes de paño en perfecto estado, corbatas, cuellos inmaculados, zapatos brillantes, portafolios y carteras.
Dos vigilantes de overol negro, con arreos militares y un perro amarrado a una cadena, charlan en la esquina de un centro comercial inaugurado en el último año. Tenis y camisetas de marca se asoman en las vitrinas. En uno de los paraderos del bus, sobre la Caracas, desciende un hombre con una guitarra en la mano. Viste de negro de pies a cabeza. Lleva un cinturón rematado en una chapa en forma de cabeza de caballo, chaqueta de cuero con flecos en los brazos y la espalda, y coronado por un sombrero de ala ancha con dos plumas. Parece salido de una película mexicana.
Los artistas de los buses como este y algunos músicos que actúan los fines de semana en los restaurantes, sobre todo los de ritmos norteños, también van a la Plaza España -afirman los caseteros- a buscar sombreros, chaquetas, chalecos, botas texanas y cinturones de hebillas grandes. La Troncal, al llegar a la calle 18, trae el uniforme gris, camisa blanca, corbata vino tinto y kepis, de alguien barrigón, parado junto a una puerta amplia, con materas y vidrios oscuros.
Son las residencias y moteles cuyas habitaciones se alquilan por horas a los amantes, y debe existir una gran demanda porque estas edificaciones ocupan varias cuadras a los dos lados de la Caracas. Hacia el oriente, por la calle 18, se mueven otros uniformes en las puertas de la residencias y una cuadra más arriba, mujeres de minifalda o pantalones ajustados acosan a los peatones o guiñan el ojo sin disimulo.
– «Quiubo papito», nos vamos acostar un ratico», le susurran a quien pasa cerca.
Por fuera de su sitio de trabajo nadie adivinaría la profesión de Amanda, quien es prostituta desde hace diez años, pues se viste como cualquier ama de casa de estrato dos o tres, de su edad. Llega hacia las diez de la mañana. Se baja del bus en la Caracas y sube dos cuadras a pie. Hoy lleva una pantalón negro, de gabardina, y una camisa, verde viche, por fuera. La ropa de trabajo: falda corta negra y blusa ajustada, roja, piel de angel, las carga en un bolso.
«La minifalda y la blusa se las compré a «Mechas» (un vendedor de ropa usada). Trabajo tranquila y por la tarde me cambio otra vez y me voy fresca. ¡Que tal una vestida así en un bus!… se lo pide hasta el chofer», dice Amanda.
La prostitución ha sido una actividad tradicional en el sector desde finales del siglo pasado cuando la Estación del Ferrocarril del Nordeste se levantaba en lo que hoy es la Troncal de la Caracas entre calles 17 y 18. Ignacio Rueda Encizo, un investigador y habitante del barrio Santafé y quien reconstruyó la historia de ese sector señala: «El área inmediata que circunda la Estación del Nortedeste, es considerado un arrabal de los más peligrosos de la ciudad, donde se mezclan el robo, el asalto, la prostitución y todas formas de delincuencia posibles»[9].
La estación fue traslada hacia 1930, cuando la administración de la ciudad decidió construir, por sugerencia del arquitecto austríaco Karl Brunner, la Avenida Caracas sobre la antigua trocha del ferrocarril. El investigador Alberto Saldarriaga afirma que la Caracas, antes de ser convertida en Troncal, «fue un espacio urbano de especial calidad, arborizado y bordeado por residencias de lujo. A lo largo del tiempo la avenida se extendió hacia el sur y hacia el norte hasta convertirse en la vía más larga de la ciudad»[10].
Al llegar a la avenida 19, la Caracas recibe el flujo de los que vienen de oriente y occidente y en los paraderos los buses de la Troncal descargan un enjambre de pasajeros que, casi siempre, trepan hacia el oriente, hacia los ejes comercial y de servicios de la carreras 13, 10 y 7.
En las siguientes cuatro o cinco cuadras, la Troncal refuerza su cara clandestina, sobre todo en las noches, y a pesar de que mantiene el uso comercial, los nuevos usos de la Caracas, se delatan por el vestuario de quienes se mueven en las aceras.
[1]EL CARTUCHO, un cementerio de vivos. En: El Tiempo. (16, febrero,1999); P. 3C
[2]ENTREVISTA CON Carlos Alvarez, arquitecto y comerciante mayorista de San Victorino. Bogotá, 9 de marzo de 1998.
[3]ORTEGA RICAURTE, Op. Cit., p. 336
[4]MENDOZA LAGOS, Jorge. El legendario barrio de San Victorino. En: El Tiempo. (14, junio, 1947); p. 5A
[5]ENTREVISTA CON Carlos Alvarez, arquitecto y comerciante mayorista de San Victorino. Bogotá, 9 de marzo de 1998
[6]LLERAS CAMARGO. Op. Cit., v.1. p. 108
[7]ROJAS, Diana Mercedes y REVERÓN Carlos. Bogotá, historia común. Bogotá: Acción Comunal Distrital, 1998. p. 232
[8]ENTREVISTA CON Carlos Alvarez, arquitecto y comerciante mayorista de San Victorino. Bogotá, 9 de marzo de 1998
[9]RUEDA ENCIZO Ignacio. Bogotá, historia común. Bogotá: Biblioteca Luis Ángel Arango, 1998. Pag. 9
[10]SALDARRIAGA. Op. Cit., p. 124