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El trayecto de hoy va de la calle 26 a la 39. Un lugar aparentemente insignificante en cuanto a dinámicas urbanas. Sin embargo, la lectura de la ropa más usada por quienes transitan por esas cuadras muestran algo diferente. Las blusas blancas son señal de la proliferación de consultorios médicos. En los años 40 vivieron en este lugar los considerados grandes cerebros de la política colombiana. Pero la ciudad es cambiante. Hoy hay tabernas, universidades y templos esotéricos.

 

 LOS CLIENTES DEL INDIO AMAZÓNICO

“José Gregorio Hernández, de blusa blanca y pantalón negro, ve pasar la gente con sus ojos inmóviles”

José Navia

Las torres de cemento y vidrio, enmarcadas en la silueta verde azulosa de los cerros orientales, marcan el comienzo del Centro Internacional de Bogotá. Al occidente, bajo el puente, se extiende la avenida 26.

El corredor de la Troncal mantiene su predominio comercial, pero el paisaje cambia al ingresar al Centro Internacional. Las actividades financieras y de servicios de este sector de la ciudad se notan especialmente sobre las carreras 13, 10 y 7.

Sobre la Troncal está la parte posterior del Parque Central Bavaria, un proyecto de renovación urbana ejecutado, parcialmente, en un terreno de 70 mil metros cuadrados. Allí se construyeron un parque y tres torres de apartamentos para estratos sociales altos. También se remodelaron las cavas y las falcas donde se maduraba y procesaba la cerveza, y otras edificaciones con arquitectura de principios de siglo, para convertirlas en locales comerciales, restaurantes y oficinas.

La Caracas pasa por la parte occidental de este proyecto, denominado Parque Central Bavaria. Por lo general, las rejas azules que dan a la Troncal permanecen cerradas.

Al otro lado de la Caracas se ven los overoles y blusas de dril de los empleados de dos concesionarios de autos. A partir de aquí se asoman a las puertas de vidrio las blusas de dacrón, blancas e inmaculadas, de las enfermeras y recepcionistas de los centros médicos que ahora funcionan en las antiguas casas y edificios de conservación arquitectónica del tradicional barrio Teusaquillo.

Sobre las aceras de la Caracas no muy frecuente verlas así vestidas porque llegan con la blusa guardada en el bolso y en la calle sólo la usan cuando salen a tomar onces o a almorzar. Adriana, una joven empleada de un centro radiológico pinta las ventajas del sector: “Viene mucho abuelito, mejor dicho viene toda clase de gente a sacarse exámenes para el médico, la gente sabe que aquí se presta un buen servicio y que el sector es seguro. Además tienen buen transporte. Viene más del centro y del norte, porque los del sur yo me imagino que van a los laboratorios del Olaya, en la calle 27 sur, que les quedan más cerca”.

El arquitecto bogotano Enrique Silva afirma que Teusaquillo se desarrolló entre entre 1930 y 1945, con una mezcla de estilos. En una entrevista publicada en el diario El Tiempo, el arquitecto afirma: “Las viviendas mezclaban detalles de todos los lenguajes arquitectónicos que se habían experimentado hasta ese momento. Chapinero, Teusaquillo y La Soledad se convirtieron en el laboratorio para realizar esas mezclas que incluían los estilos tudor e inglés”.

Teusaquillo comenzó a contruirse en 1933 en forma casi paralela con la apertura de la nueva avenida Caracas, en una hacienda del mismo nombre. El diario El Tiempo relata que Oswaldo Buckie, de la empresa ‘Urbanizaciones y Construcciones de Bogotá, y el arquitecto Herrera Carrizosa, fueron los pioneros de aquellas construcciones.

Además de los vestidos blancos de las enfermeras y recepcionistas, en Teusaquillo también se notan con mayor frecuencia que en los tramos anteriores los uniformes de paño o dril de los vigilantes y las blusas de las empleadas de las cafeterías. Los andenes son más anchos y ya no se ven las fachadas saturadas de carteles comerciales, aunque estos no desaparecen del todo y siguen anunciando restaurantes, tabernas, servicios de rayos x, examenes de laboratorio, fruterías… Buena parte de quienes caminan este trayecto por la acera occidental de Teusaquillo están enfermos o creen estarlo. En el sector se concentra una buena cantidad de consultorios, clínicas, laboratorios médicos y algunas funerarias y floristerías.

Aquí la gente camina con menos prisa y aprehensión que en los tramos anteriores. Se ven bolsos sueltos sobre los abrigos de las ancianas que van a los servicios médicos. Los vestidos anchos de las futuras madres se bajan de los buses y desaparecen por las calles, hacia las clínicas especializadas en maternidad. Más adelante, cuatro hombres mayores de 50 ó 55 años, vestidos de paño y corbata, zapatos brillantes, charlan en las escaleras de un club que ofrece grupos musicales para presentaciones.

Uno de ellos, que prefiere omitir su nombre, confiesa que esporádicamente visita algunos almacenes de ropa usada de Chapinero en busca de chaquetas para sus presentaciones. “Hay otros músicos que también van a la 59 a buscar chaquetas, es que la ropa nueva está muy cara y ya no tantos clientes como antes. Además, se consiguen chaquetas que usted ni se da cuenta de la diferencia con una nueva”, dice.

Durante la mayor parte del año, este tramo de la Troncal también es utilizado por los estudiantes de una universidad y de los centros tecnológicos que funcionan en la Soledad y Teusaquillo. De día se ven más alumnos de jean, tenis, camisetas, sacos de lana, mochilas de hilo y morrales de material sintético. Cuando termina la tarde aparecen estudiantes más ejecutivos: vestidos de paño, con maletines de cuero, y alumnas de traje sastre que acaban de salir de sus trabajos.

El veterano cronista bogotano, Gabriel Cabrera, describió así la importancia que este sector tuvo en los años 40: “Eran una suerte de cerebro político de Colombia. En el corredor que va de la calle 26 a la 45, vivían por entonces Alberto Lleras, Darío Echandía, Laureano Gómez, Roberto García-Peña, Jorge Eliécer Gaitán, José Antonio Montalvo, Gilberto Alzate Avendaño, Luis Soto del Corral, Leopoldo Lascarro, Abelardo Forero Benavides, los Uribe Cualla, monseñor José Vicente Castro Silva y el general Rafael Sánchez Amaya, entre muchos. Lo que hoy llaman la élite y ayer decían la jay, así en español bogotano”.

A partir de la segunda mitad de siglo, estas familias comenzaron a emigrar a los nuevos barrios del norte. Las casonas fueron arrendadas a otras familias, o vendidas y adecuadas para centros médicos, oficinas e institutos de estudios intermedios.

En esta parte de la ciudad los paraderos de buses no se ven tan congestionados, aunque mantienen las mismas huellas de toda la Troncal: afiches desteñidos y sucios de un candidato a la presidencia, hojas promocionando trabajos en computador, bachillerato acelerado, cursos de contabilidad, inglés, danzas y natación y anuncios de que Dios es la única salvación y que el fin del mundo se acerca.

En uno de los paraderos de Teusaquillo desciende un manicero con su producto empacado en pequeñas bolsas plásticas acomodadas en un canasto de mimbre. Diariamente vende entre 200 y 250 de estas bolsas entre los pasajeros de los buses que recorren la Caracas. Viste de jean negro y camisa azul clara de manga larga, arremangada casi hasta el codo.

“¿Ropa de segunda? huuuuuy no. Gracias a Dios no. Yo sí me he puesto ropa de un hermano, de un primo, de gente que uno conoce. Si usted me regala una chaqueta, una camisa buena yo me la pongo porque ya lo conozco, ya sé quién es, pero que tal… uno ir a ponerse una camisa que haya sido de un finado…. huuuy no”, dice el hombre antes de treparse en otro bus que va para el norte.

El vehículo lleva cinco pasajeros de pie. Dos hombres vestidos de paño y corbata, uno con jean y chaqueta de cuero, otro con pantalón de gabardina y fillat azul turquí y una mujer de chaqueta y falda corta de color rosado. Parece una muestra representativa de todos los pasajeros.

Las fachadas de ladrillo desnudo pasan raudas. Desde el bus en marcha no se alcanza a mirar en detalle la indumentaria de quienes transitan por las aceras, aunque se advierte el colorido de la ropa. A pesar de que priman los tonos oscuros, los jóvenes y las mujeres, especialmente, usan colores claros que sacan a la ciudad de la monotonía. Son como puntos luminosos que hacen de Bogotá una ciudad diferente de aquella gris y adusta que describen quienes la conocieron a mediados de siglo.

Entre las razones que se mencionan en la ciudad para este cambio figura el ascenso de la temperatura, que pasó de unos diez grados en promedio a casi veinte; la llegada masiva de inmigrantes y desplazados de la Costa Atlántica y Pacífica, de los Santanderes, del Valle… de todos los rincones, con su carga cultural que también incluyó las discotecas de salsa con nombres ajenos a las cumbres andinas como Melao, Sandunga, Anacaona y las cevicherías y restaurantes de pescado con sus murales marinos.

Este trayecto del Centro Internacional termina en la avenida 39. Unos metros antes de esa esquina desfilan, silenciosos, los clientes del Templo del Indio Amazónico, uno de los mayores centros de actividades esotéricas de la ciudad, y que tiene sucursal en Nueva York.

El templo tiene un salón para conferencias, consultorios y almacén. A la entrada a este último hay un indio norteamericano, de yeso, de tamaño casi natural, con su penacho de plumas y el torso desnudo. Frente a él, José Gregorio Hernández, de blusa blanca y pantalón negro, ve pasar la gente con sus ojos inmóviles.

En la sala de espera se mezcla un traje de paño bien planchado, con uno que ya ha perdido la forma; una chaqueta de dril, con un saco de lana, un abrigo de mujer de color ratón, con una chaqueta de sudadera. Casi todos los clientes, en esta oportunidad, parecen superar los treinta años. Todos ellos son compradores de ilusiones, de sueños y de pesadillas que vienen atraídos por las promesas del Indio Amazónico de adivinarles el futuro mediante la lectura de “El tarot, la bola de cristal, el I Chin, las manos, los ojos, la lengua, el aura y el puro”.

 

 

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PERFIL
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La gente es la principal motivación en mi oficio de contador de historias. Sobre todo la gente que ríe y llora con cada latido de este país. Los he hallado en caseríos fantasmales, arrinconados por la violencia; enrumbados en jolgorios indescriptibles; los he visto perseguir cada peso, de día o de noche, o celebrar con cerveza por la nueva hilera de ladrillos que pegaron en la casa que levantan durante años con sus manos... he intentado escribir para la memoria durante 24 años de periodismo, 18 de ellos en EL TIEMPO. Nací en una vereda de Popayán, soy de ancestros nasa o paeces. Tengo algunos reconocimientos por mi labor periodística, entre ellos cuatro premios nacionales de periodismo, el Premio Excelencia Periodística de la Sociedad Interamericana de Prensa, SIP, 2007 y el Premio Rey de España en Periodismo Digital-2007. He publicado tres libros de historias urbanas. Pueden escribir a: josenavia@hotmail.es

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1 Comentarios
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  1. La historia de estos barrios, es muy amplia, tanto para el sector que comenta el autor (con quien estudie precisamente por esos sitios, hace muchos años), como por la parte alta de la Septima hacia arriba colindando con el rio arsobispo y por el parque ENRIQUE OLAYA HERRERA o Parque Nacional…
    Este lugar “BARRO COLORAO” (zona de chircales) que durante tanto tiempo se ha afiansado como acentamiento humano y que aún sufre las penurias de desalojos.
    Anexo artículo de la Biblioteca Luis Angel Arango.
    Claudia Iris
    claudiairisderosa@hotmail.com

    UN SIGLO
    HABITANDO LOS CERROS
    VIDAS Y MILAGROS DE VECINOS
    EN EL CERRO DEL CABLE
    Un producto del proyecto
    “Memoria barrial, convivencia social e
    integración juvenil en la parte alta de Chapinero”
    Bogotá, 1996-1997
    Capítulo 1: SUEÑOS DE LADRILLO Y ARENA
    DOS PÁRAMOS OLVIDADOS, CON MUCHO BARRO COLORADO

    Por aquel entonces, los terrenos donde hoy se erigen los Barrios Paraíso, San Martín, Pardo Rubio, Mariscal Sucre y Villa del Cerro, así como los asentamientos Villa Anita y Las Acacias, hacían parte de los llamados páramos de San Luis y San Cristóbal, los cuales habían sido, por siglos, un anexo de la Hacienda Chapinero.

    Estas tierras frías y empinadas, se encontraban cubiertas de helechos, musgos, retamos, encenillos, chusques, uvas de monte, quiches, matamoscas, amapolas, frailejones, moras silvestres, tunas, acacios, alisos y sauces, en medio de los cuales revoloteaban y vivían una admirable variedad de pequeños y medianos animales como mirlas, copetones, carboneros, pechirrojos, pechiamarillos, toches, tolonches, gualones, zuros, gallinetas, conejos, ardillas, osos hormigueros, simpáticos armadillos, tímidos venados e imponentes aguilas.

    ¡ Qué bellas eran estas montañas, pobladas de un esplendor superior a toda palabra ! Y a pesar de ello, fueron consideradas durante más de cuatro siglos, como predios de poco o ningún valor.

    “ Mi familia llegó aquí antes de 1910 y yo me acuerdo que esto eran solo potreros y charrascales, llenos de agua por todas partes. No había tanto eucalipto como ahora, sino eso que llaman árboles nativos, es decir, originales. Eso era muy bonito y se veían toda clase de pájaros y muchos animalitos. Era un completo campo, lleno de tranquilidad “.

    Ya para las primeras décadas del siglo 20, estos dos páramos hacían parte de la Hacienda “Barro Colorado”, de la Finca “Paraíso” y de un lote del señor Adolfo Muñoz. Estos tres predios colindaban por el sur con la Quinta del Río Arzobispo, así llamada por haber pertenecido en el siglo 16 al Arzobispo Fray Luis Zapata de Cárdenas y que quedaba donde hoy se encuentra el Parque Nacional “Enrique Olaya Herrera”.

    Los predios de “Barro Colorado” eran los más extensos y fueron adquiridos, en un remate de tierras, por Don Enrique Pardo Roche, conocido médico de la capital. La Finca “Paraíso”, por su parte, era parte de las propiedades de la familia española Ferré Amigo y el lote de Adolfo Muñoz sería con los años vendido a múltiples personas, en una especie de “venta de acciones” sobre la totalidad del predio.

    Sin embargo, las tierras de Enrique Pardo Roche iban más allá de la Carrera 7ª o Carretera Central del Norte, ya que sus dominios se extendían hasta la actual Avenida Caracas. Y es que en esa época, las fincas eran de gran tamaño. Por ejemplo, la hacienda que perteneció a la Familia Calderón Tejada, iba desde el actual Estadio “El Campín”, hasta el filo de los cerros orientales.

    En el año de 1922, fallece el médico Enrique Pardo Roche y las 346 hectáreas de la finca son repartidas entre sus tres hijas y sus dos hijos. Mientras que a las mujeres les correspondieron las tierras planas, de la 7ª hasta la Caracas; a los hombres, Eduardo y Alejandro, les correspondió de la Carrera 7ª hasta la cuchilla del cerro, heredando así los antiguos páramos de San Luis y San Cristóbal.

    A Eduardo Pardo Rubio le correspondieron los lotes que estaban señalados en el plano con los números 1, 3 y 5, es decir, de la Calle 47 hacia el norte hasta la Calle 53; mientras que a Alejandro Pardo Rubio se le adjudicaron los lotes números 2, 4 y 6 del plano, de la Calle 47 hacia el sur hasta los límites de las propiedades de Adolfo Muñoz y de la Familia Ferré Amigo.

    Una vez los hermanos Pardo Rubio toman posesión de los terrenos, se intensifica la extracción de ese “barro colorado”, esa greda tan especial que se produce en las faldas de los cerros orientales de Bogotá y que permite fabricar un ladrillo de muy buena calidad y de un color rosado muy especial. Comenzarán entonces a aparecer más y más chircales sobre el paisaje de los cerros, ya sea que fueran dados en arriendo por los Pardo, los Muñoz o los Ferré Amigo a otras personas, ya fuera que tales arrendatarios construyeran nuevos hornos en los lotes alquilados o bien, que se tratara de chircales construidos por los propios dueños de los terrenos.

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