Por fin llegamos al segundo territorio de la ropa usada en Bogotá: el barrio San Luis. Es un sector comercial, de casonas remodeladas para construir locales y de algunos edificios de apartamentos. Aquí se vende la mejor ropa usada de la ciudad.
UN DÍA EN LA COMPRAVENTA DE MIGUEL
A dos cuadras del paradero la calle 59, Miguel Caldas se alistó para salir del bus. Se había subido en El Rincón, uno de los barrios del antiguo municipio de Suba, en el extremo noroccidental de la ciudad. Miguel salía de su casa a las ocho de la mañana, caminaba dos cuadras, hasta una calle de doble sentido, y se trepaba en el primer bus que llevara el letrero: ‘Directo Caracas’.
A esa hora, Miguel no tenía necesidad de disputarse los asientos con otros pasajeros. En Suba, los colegiales, los universitarios, los oficinistas y los obreros salían entre cinco y siete de la mañana, debido a que esta ruta, en los momentos de mayor congestión, demoraba una hora, mas o menos, para llegar al sector comercial de Chapinero; hora y media, aproximadamente para llegar al centro, y dos horas, en promedio, para arribar al último paradero ubicado en alguna calle de los cerros surorientales.
Miguel timbró una vez, mientras miraba por la ventanilla. Afuera pasaron fugaces, carteles de ferreterías y de almacenes de artículos eléctricos. El techo largo, de paraguas y los tubos metálicos del paradero se vinieron encima. El bus se detuvo con un chirrido de frenos. Miguel descendió con rapidez en la isla destinada a los pasajeros. Allí, unas veinte personas estiraban el cuello y aguzaban la vista sobre los nombres de las rutas impresos en las tablillas que los buses llevaban en el panorámico. En todos decía ‘Directo Caracas’, la diferencia estaba en los nombres pequeños: ‘Sta’. Lucía, ‘Sn’. Jorge, Usme, Fontibón, Can, Kennedy…
Dependiendo de esto, los buses abandonaban la vía principal a medida que esta avanzaba hacia Tunjuelito. Allí se convertía en una carretera serpenteante que cruzaba barrios de migrantes campesinos hasta arribar a Usme, en el piedemonte de la cordillera. La Troncal de la Caracas era considerada una de las vías más agresivas de la ciudad. Tenía dos sentidos y, en cada uno, dos calzadas: la interior, con paraderos cada cuatro cuadras, para los buses de servicio público, y la exterior, para los autos particulares. Por el carril interior cabían dos buses, medidos casi milimétricamente, que libraban fieras batallas por los pasajeros, rozándose los costados y haciendo resoplar del sistema de frenos de aire. A veces, los choferes intercambiaban insultos por las ventanillas.
Miguel esperó en la isla a que pasara una hilera de autos por el carril de los particulares. Cruzó despacio y comenzó a bajar por la 59. Pasó frente a un parqueadero, y se metió al restaurante de Doña Flor.
Pidió un café y un pastel de pollo. Era casi un ritual diario. El lugar estaba impregnado por el olor pegajoso que despedía un caldero en el que humeaba el caldo de costilla de los desayunos. Comió sin prisa. «Después cuadramos», le dijo a la empleada que le recogió luego el pocillo y la canastilla de mimbre. Esperó unos segundos y se levantó. «Bueno, vamos a ver cómo nos va hoy», dijo.
Las tres compraventas de esa cuadra todavía estaban cerradas. Al llegar a la esquina, miró hacia el norte. Pasaron dos automóviles. Justo en la esquina opuesta estaba la puerta metálica, color café oscuro de la compraventa de ropa usada Mercado Internacional, de la cual era socio.
Nunca abría inmediatamente cuando llegaba. Eran las nueve de la mañana de un miércoles de abril cuando Miguel se paró en la esquina a mirar en todas direcciones.
Hacia el norte, la droguería Deluz, la floristería Sinia, el taller de reparación de licuadoras y las compraventas de ropa usada permanecían cerradas. Dos mujeres con sacos de lana iban de prisa y un perro venía con un trotecito que interrumpía, de tramo en tramo, para olfatear las paredes.
Hacia el occidente, una hilera de taxis esperaba a que sus dueños desayunaran en un restaurante de la mitad de la cuadra. Las seis compraventas de este lado también estaban cerradas.
Hacia el sur rodaba una carreta de recicladores, tirada por un caballo negro. Miguel se quejó del cagajón que a veces dejaban los animales frente a la compraventa. Al fondo, por la avenida 57, pasaban fugaces, algunos carros. Del oriente bajaba un hombre de unos 45 años, vestido de paño beige y corbata café, con un maletín ejecutivo. Lo seguía una pareja joven, de jeans y mochilas a la espalda.
Cuando comprobó que no había nada sospechoso en los alrededores, Miguel sacó un llavero de su bolsillo. La puerta tenía dos candados y dos chapas de tres vueltas, una de ellas conectada a un sistema de alarma que dejó oír su chicharra por unos tres segundos, hasta que Miguel la neutralizó oprimiendo un botón en la pared.
La luz que entró perpenticular por la puerta cayó sobre una chaqueta de jean y un chaleco impermeable de color vino tinto, colgados en el extremo de una estantería de tubo, que se alzaba un metro desde los baldosines, en el centro del local.
Las tres ventanas, dos sobre la 59 y una sobre la 15, estaban bloqueadas por láminas metálicas aseguradas con candados. Miguel guardó los candados en el cajón de un escritorio deteriorado, ubicado junto a la puerta, y tomó las llaves para desmontar las láminas metálicas que servían de protectores de las ventanas, colocados sobre bases corredizas.
Miguel las dejó en la calle, recostadas contra la pared, regresó un tanto agitado, guardó los candados y se echó la bendición: «En el nombre de Dios, que nos vaya bien hoy», dijo a media voz. El hombre se encomendaba dos veces diarias al Señor. La primera, antes de salir de su casa, pensando en su salud y bienestar. La segunda, al iniciar su trabajo, tenía fines económicos. Otros comerciantes del sector se persignaban, además, con el dinero de la primera venta doblado entre los dedos de la mano derecha.
A pesar de que la mañana era plomiza, el lugar quedó bien iluminado. En la pared del fondo y de la izquierda había estantes de madera, del piso al techo, repletos de ropa de todo clase: vestidos de paño, camisas, camisetas, chaquetas, pantalones, busos, sudaderas, trajes para dama, abrigos y gabanes. El estante de la derecha era más bajito y mas corto para permitir la entrada de luz por las ventanas y dar espacio al escritorio.
El cuarto muro, a un lado de la puerta, estaba ocupado por una rejilla cuadriculada, repleta de zapatos. Todos los espacios que no cubrían los estantes, eran ocupados por un gancho con una prenda de ropa. Miguel descolgó sobre la parte exterior de cada ala de la puerta, una cadena asegurada por uno de sus extremos en lo alto de la pared. En los eslabones acomodó, en ganchos, siete camisas leñadoras y seis chaquetas impermeables, todas con marquillas ‘Made in USA’.
En una puntilla del dintel de la puerta colocó un vestido negro con tenues rayas azules, combinado con una camisa blanca y una corbata vino tinto. El pantalón iba asegurado con alfileres por dentro del saco. Era un traje estilo cruzado, de gabardina, que había comprado días antes por diez mil pesos.
Del cuarto de baño, Miguel sacó un recipiente plástico con agua y la esparció por todo el almacén con la mano, haciéndola temblar, como si estuviera atacado del mal de Parkinson. Entró de nuevo al baño y apareció con una escoba. Caminó hasta la puerta y comenzó a barrer hacia dentro, como le enseñaron en la bodega de electrodomésticos donde inició su carrera de vendedor. Ningún comerciante de los que Miguel conocía, barría en dirección a la calle. «Si uno barre hacia afuera aleja la clientela», dijo Miguel. Le tomó unos cinco minutos arrinconar la basura contra en el fondo del local y levantarla con un recogedor plástico.
Apenas habían transcurrido dieciocho minutos desde que se abrió el almacén, cuando entró una mujer de unos treinta años, de minifalda carmelita y blusa beige.
Era una vendedora de electromésticos puerta a puerta, amiga de Miguel, que estaba esperando a una amiga suya que se encontraba a dos cuadras de ahí, en una reunión de marketing de su empresa.
La mujer comenzó a indagar sin muchas ganas por el precio de los jeans colgados en el estante rectangular que ocupaban la parte central del local.
«Son americanos, originales», le dijo Miguel.
«¿Y a cómo los vende?» insistió ella.
«Hay de 20, de 30 mil. Mídase unos, se los dejo baratos.»
«No. Ahora no tengo tiempo, de pronto el sábado vengo.»
La mujer siguió mirando los estantes con curiosidad. El del centro estaba atiborrado de pantalones de todo tipo: jean (americanos y nacionales), de dril, de pana, de gabardina, de lino, de paño y para sudadera. En el costado derecho del local estaban los vestidos para dama y enseguida los abrigos de paño, cachemir y gabardina.
El fondo tenía dos secciones. La parte superior era ocupada por chaquetas de paño y trajes masculinos. Las faldas para dama estaban abajo. En el rincón se veía la puerta del baño y al lado, un espejo de medio cuerpo, sin marco. A la izquierda, había otras dos secciones de camisas, camisetas, busos, sacos de lana, chaquetas y chalecos. El cuarto muro era ocupado casi en su totalidad por la rejilla metálica repleta de zapatos, lustrados y con la suela remontada.
«¿Y aquí también compran zapatos?», preguntó la mujer.
«Si claro, ¿de cuales?», dijo Miguel.
«Estos, -dijo ella levantando un poco el pie derecho-. Es que me quedan pequeñitos… los uso solo cuando me toca ponerme falda. Están nuevos».
«Cuando hace que los compró», preguntó Miguel.
«En diciembre, me costaron treinta mil», respondió ella.
«Cuatro meses… ya tienen media vida de uso. Mídase un jean a ver si hacemos negocio», insistió Miguel, y le escogió dos del estante.
«Mire, ¡uva!… esto sí es calidad. ¡¡Original!!, mírele los broches», exclamó MIguel.
«Ese me queda apretado», argumento la mujer.
«¿Y este?» , se apresuró a decir Miguel, desplegando el otro jean.
«Noooo, muy grande, es para severa vaca», dijo ella.
La mujer descartó rápidamente los tres o cuatro jean que Miguel le enseñó y al cabo de unos minutos salió en busca de su amiga. «De pronto vengo el sábado», dijo al salir. «Así comienzan muchos clientes, poco a poco van conociendo y terminan comprando cuando algo les gusta», concluyó Miguel.
La visita de clientes era muy irregular. A veces, Miguel permanecía durante una hora viendo pasar gente. En otras ocasiones, llegaban tres y cuatro personas juntas. Por eso, Miguel decía que se necesitaba mucha paciencia para trabajar en este negocio. «A veces, la venta del día se hace cuando recién abre uno, o cuando ya está cerrando. Hace unos días, por ejemplo, vino un cliente como a las siete de la noche y se llevó dos vestidos de paño y unas camisas», explica Miguel.
Un taxi Mazda parqueó sobre la 59, junto al almacén. «Ahí llegó un cliente, pero es más chichipato», murmuró Miguel.
«Quiubo Ingeniero», saludó el hombre desde la puerta, con las llaves del carro aún en la mano. «¿Qué me tiene?», agregó mientras entraba. Medía cerca de 1.65, era trigueño, gordo y barrigón, de unos 45 años, con entradas en la frente y ademanes hoscos.
Miguel sacó un pantalón azul de gabardina, de prenses, que promocionó con las palabras: ‘elegante’ y ‘casi nuevo’. El hombre lo examinó con detalle. «¿Cuanto vale?», preguntó.
«Barato: diez mil», respondió Óscar.
«Noooooo, cinco mil, hermano, no ve que no hay plata, la vida tan, tan jodida que si usted me dice: ‘vamos a tumbar a ese man lo tumbamos y si viene la policía también le damos. ¡Huuuuuy no, Dios mío!, Dios nos libre de ir a una cárcel. La libertad, hermano. La libertad y la salud son lo primordial… ¡Oiga!, está ajado hermano, mire, así no vale ni cinco mil».
«No, no, no, mire yo le enseño dónde es que se le ve el uso, en el borde interior y en los bolsillos», ripostó Miguel. Entonces comenzó un regateo entre los dos hombres. No en torno al precio, sino a las condiciones del pantalón.
«Es una tela como regularcita», dijo el taxista.
«Es paño gabardina, lo que se está usando’, contestó Miguel.
«Esta costura está como muy chambona», agregó el otro.
«No ve que es el dobladillo», explicó Miguel.
«Mire, se le ve la marca», argumentó el taxista.
«Pues se la quita, eso es fácil», insistió Miguel. El taxista miró un rato más el pantalón y lo tiró sobre el estante. «Muestre a ver que más tiene», dijo mirando las camisas de leñador.
«Espere le bajo una», ofreció Miguel.
«No, no, eso me acalora mucho», se adelantó el cliente.
«Pero ahorita llega el invierno», alcanzó a argumentar Miguel. El hombre se midió luego un saco de paño, preguntó precios y se marchó diciendo: «Nooooo, mijo, esto está muy caro».
«Ese man no hace sino quejarse por todo. ¿Y si lo ve no? tremendo Mazda y ropita buena, de segunda pero presentable», dijo Miguel mientras encendía un radio reloj colocado sobre un estante de madera. Radionet anunció que las Farc Liberaron a un italiano que permanecía secuestrado desde hacía varias semanas.
«En este negocio hay que tener mucha paciencia, -repitió Miguel-. Es graniadito, graniadito. A veces no se vende nada en todo el día y cuando ya voy a cerrar aparece el cliente que se lleva tres o cuatro mudas». Miguel había trabajado como vendedor sus últimos seis años. Lo hizo en un almacén puerta a puerta, vendiendo electrodomésticos. Luego trabajó ‘en mostrador’, también en ventas.
«Tocaba ponerse corbata todos los días y el voleo era berraco. Yo vendía electrodomésticos, equipos, juguetería importada de esa que trae los nombres en inglés. ‘¿Y pa’ qué es este botoncito’, preguntaban los clientes y a uno le tocaba saber, decirle algo, porque lo más grave para un vendedor es quedársele callado a un cliente», dijo Miguel.
«Cuando no había clientes uno empezaba a conocer los equipos, a espicharles botoncitos a ver que hacen, porque cuando uno conoce bien la mercancía tiene más ventas. Yo allá ganaba por comisión, me tocaba competir con 20, 30 vendedores. Tocaba vender 12 millones mensuales y 20 en diciembre, sino uno no servía. Y eso es plata, imagínese, estamos hablando del año 96. Todo lo que yo vendía me lo anotaban y al final sacaban la comisión. Yo allá no era Miguel Caldas, era el código tres. Entonces, a cada venta le anotaban mi código», reuerda Miguel.
El de la ropa usada era el trabajo más sedentario que había tenido. Pasaba diez horas metido en el almacén. Cuando no atendía clientes, arreglaba los estantes, renovaba algunas prendas que llevan mucho tiempo exhibidas o simplemente las cambia de lugar. El almuerzo, los tintos o las botellas de agua que consumía se las traían del restaurante de Doña Flor. Para combatir la pasividad de su trabajo, Miguel hacía 300 abdominales y 150 flexiones cada tres días, Los domingos salía a pasear en bicicleta por la Ciclovía.
Aunque en ocasiones Miguel se ponía ropa usada, todo lo que tenía puesto hoy era nuevo. Lleva pantalón azul oscuro, de gabardina, camisa blanca, saco de lana de tonos ocres y zapatos y medias negras. Miguel tenía 32 años, era delgado, de cabello ondulado, negro y corto. Hablaba en tono bajo, y era poco conversador. Contestaba con amabilidad pero no se extendía más allá de lo necesario.
Hacia las diez de la mañana entró al almacén un hombre joven, alto, delgado, de pelo corto, vestido con un pantalón de sudadera algo sucio, camisa escocesa de tonos rojos y botas de cuero color marrón. El hombre abrió una bolsa plástica. «¿Cuanto me da por esta chaqueta?, dijo, al tiempo, sacaba una prenda de color verde.
Miguel la examinó. «Está muy usada», dictaminó. Y agregó un: «No, gracias».
El hombre salió guardando la chaqueta. Miguel se paró en la puerta. «Ese man era bien. Yo creo que está metiendo droga porque cada vez lo veo peor. El man vive por aquí cerca», dijo Miguel.
A esta hora apenas comenzaban a abrir algunos almacenes de ropa usada. ‘Chiros de K-che’ lucía en sus ventanales dos carteles hechos con esfero: «Vestidos para caballero a $5.000» y «Sacos y busos americanos solo $2.000′.
El hombre de la chaqueta entró a otro almacén y salió minutos después sin la bolsa plástica.
Una mujer rubia, de unos 40 años, con un vestido de tela delgada, hasta la rodilla, entró con una bolsa plástica de color negro, debajo del brazo. «¿Usted compra vestidos?», preguntó.
«Mirémoslos», dijo el comerciante.
Era un vestido negro, de paño, estilo sastre, bien doblado y, al parecer con poco uso. Tenía unas leves rayas blancas verticales. «Me interesaría más si fuera para caballero», afirmó Miguel. La mujer se marchó. Después Miguel explicó que la ropa que más se vende es la de hombre. Y toca comprar lo que se venda rápido, porque si no, es plata que está quieta y espacio perdido. Luego hizo un desglose pieza por pieza. «Lo que más buscan es ropa de tonos oscuros, en tallas de la 38 para arriba, sobre todo para hombre», dijo Miguel. Según él, las chaquetas de cuero y gamuza, en tonos café y negro, tenían ‘buena salida’. Si eran de paño o gabardina la gente las prefería cruzadas, azules o negras.
Pero lo más solicitado eran los jean Levis, chaquetas informales, sobre todo con logotipos estadounidenses, los pantalones de colores oscuros y vestidos de paño. Pero, como decía Miguel: «Un día se venden pantalones, otro camisas. otro chaquetas… «Vea, en estos días vino un señor y se llevó diez camisas, se las di a cinco mil pesos. Y hace unos días vino una señora toda elegante y me dejó separado un esmoquin que valía ochenta mil. Al otro día regresó con un señor que parecía ser el hijo. Vinieron en un Sprint nuevecito. El señor se lo midió y se lo llevó.
«Y todo es así. A veces vienen mujeres de 40 ó más años a preguntar vestidos elegantes, como para fiesta y que ojalá sean de terciopelo, dicen que es para un ratico no más. Pero sabe que sí hay temporadas especiales. Mire: en enero, cuando ya van a entrar a los colegios, buscan zapatos negros y sacos de lana o paño, de colores gris o azul turquí, para niños. Es que aquí un blazer de colegio cuesta entre cinco y veinte mil pesos, mientras que nuevo sale por unos cuarenta o cincuenta mil. Esa ropa la vienen a vender en noviembre o diciembre, apenas salen de los colegios.
«En mayo y diciembre preguntan más por vestidos de primera comunión, y en diciembre y a mitad de año viene mucha gente a preguntar por ropa elegante, debe ser por los grados y por las primeras comuniones. Pero así, así, que uno diga que tal cosa es la que se vende por encima de todas, es muy difícil», concluyó Miguel Caldas.
A las 10:40 ya han abierto todos los negocios del sector. Un hombre con una bolsa plástica en la mano y un maletín de lona al hombro se paró a la entrada: ¿Usted compra ropa?, interrogó.
«No señor, no me interesa», contestó Miguel. El hombre diomedia vuelta. «Ese man -dijo Miguel- venía por la 15 ofreciendo en todos los almacenes, y sí ya entró a varios pueden haber pasado tres cosas: que ya le compraron lo bueno que traía; que no traía nada bueno, o que está pidiendo muy caro. Y no voy a perder el tiempo.»
Un señor de unos 45 años entró al local. Preguntó por un jean de dotación, porque -según contó- el que le dieron en su empresa lo extravió en una borrachera. Después de 15 minutos, el hombre no encontró el jean, pero compró dos sacos de paño, a 15 mil cada uno. Una mujer pasó vendiendo esencias de sándalo. Quince minutos después, otra ofreció bolsas plásticas para la basura. Miguel solo negó con la cabeza.
Un joven de pantalón de dril, camiseta y chaqueta impermeable, llegó con un jean Levis en una bolsa. Miguel tomó el pantalón por la cintura y lo levantó para examinarlo junto a la puerta. «Tiene muchas hilachas, necesita una peluquiada. Huuuy, este ha sido de una rodillijunta patiapartada, mire dónde lo molió», agregó, señalando con los labios el desgaste en la parte interna de los muslos.
Radionet anuncia las 11:30. «Hoy está como duro», comentó Miguel, quien ha pasado muchos minutos recostado en el estante del centro; desde donde está alcanza a observar buena parte de las compraventas de ropa ubicadas sobre la acera oriental de la carrera 15.
Algunos empleados están parados junto a la puerta, bajo los ganchos de ropa. «Estos meses son muy duros, por ahí en mayo o junio levantan las ventas. ¿Y si no levantan…? Tocará ponerse a hacer otra cosa», murmuró Miguel.
Miguel no tenía salario. Compartía las ganancias del almacén por partes iguales con Óscar, su socio. Se habían conocido en una bodega de electrodomésticos donde trabajaron juntos. Óscar se retiró primero, entró al negocio de la ropa usada, y meses después le propuso a Miguel que compraran en compañía uno de los negocios.
Miguel puso dos millones de pesos. Luego Óscar le hizo otra propuesta: que vendieran el almacén, que colocara otro millón de pesos, y adquirían el actual negocio que era mucho más amplio y mejor situado.
Miguel completó los tres millones con sus ahorros. Todo lo hicieron de palabra. «Fue un acuerdo entre amigos. No había ni papeles, ni nada. Ni siquiera había un inventario. Uno miraba la ropa y calculaba cuanto podía valer. Todo era a ojímetro porque la ropa no tiene un precio fijo, aquí todo es negociable», explicó Miguel.
«¿Chalecos de cuero? El que preguntó es un hombre de unos 60 años, cabello gris, vestido de impecable paño y corbata. Miguel lo hizo entrar, buscó entre unas dos docenas de chalecos colgados en el estante, y sacó uno de cuero, pero con pelos y todo, igual a los de las películas de vaqueros. «Es el único», dijo.
«No, gracias», respondió en tono seco el cliente.
Miguel devolvió el chaleco a su lugar y salió a recibir el sol a la puerta. El trato que tenía con Óscar, su socio, era simple: «Yo anoto cada venta en un cuaderno, y también anoto los gastos: las compras de ropa, el pago de servicios, de lavandería, una escoba, jabón… todo. Al final sumamos las entradas y las salidas y lo que queda nos lo repartimos miti y miti».
También existía una especie de balance diario. Todos los días, a eso de las siete de la noche, llegaba Óscar a cerrar el almacén. Examinaba el libro, hacía cuentas de ingresos y egresos, colocaba el resultado al final de la página y estampaba su firma. Miguel le entregaba el dinero del día. Al final de mes volvían a hacer cuentas y Óscar el entregaba a Miguel lo que le correspondía. Todo se manejaba en efectivo. Óscar, quien tenía otros dos almacenes en el mismo sector, pensaba que por el monto de cada venta no era necesario tener tarjetas de crédito. «Aquí no son muchos los clientes que manejan tarjeta de crédito y más sería el papeleo y las vueltas que hay que hacer», argumentaba.
Un automóvil Corsa, modelo 97 de color verde estacionó frente al Mercado Internacional. De él se bajó un hombre menudo, de rostro oriental, con canas prematuras y cabello ondulado. Vestía de jean y camisa beige, botas vaqueras de color marrón y chaleco de cuero del mismo tono. En sus muñecas le brillaban sendas pulseras de oro.
Era Pedro, el de la lavandería. La mayor parte de su trabajo provenía de los 28 almacenes de ropa usada que había en este sector. Del baúl del carro, Pedro sacó varias piezas de ropa, en ganchos y forradas en protectores plásticos. «Un vestido y siete camisas. Son seis mil quinientos», anunció. Miguel le pagó apenas a tiempo para atender a una pareja de jovencitos, de unos 17 años. Ella, rubia, delgada, de ojos claros; el, de pelo castaño, con lentes. Los dos llevaban morrales de colores a la espalda, tenis de marca, jeans y chaquetas impermeables anchas.
«¿Tiene pantalones de pana?», preguntó ella.
«Si claro. Mire, estos son tallas 8, respondió Miguel, señalando una sección del estante central. La joven le entregó la mochila a su compañero. Con ademanes delicados, fue pasando los pantalones hasta que dio con uno de color gris claro. Lo miró de cerca y lo regresó al estante.
Dijo «Gracias» y se fue seguida por su compañero. «Vamos a buscar allí» le dijo al muchacho señalando la vitrina de Chiros de K-che. José, el mesero del restaurante de Doña Flor, apareció en la puerta con una bandeja metálica en la mano. «¿Qué tiene hoy?», le preguntó Miguel antes de que el hombre saludara.
«Sopa de pasta, alverja, pollo y ensalada roja», respondió el hombre de la bandeja y la blusa blanca. «Listo. Y me trae una botella de agua».
Un hombre alto se detuvo frente a la ropa de la entrada. Al cabo de unos segundos entró desparramando la mirada. «A la orden, ¿en que le puedo servir? «, dijo Miguel desde el otro lado del estante central. El hombre no contestó, pero se dirigió hacia el vendedor. Tenía unos 45 años, alto trigueño, de bigote. Vestía pantalón café de paño y chaqueta de pana beige. En su mano derecha llevaba un maletín ejecutivo. Se acercó al estante e inclinando un poco el cuerpo, preguntó en voz baja: «Tiene un vestido elegante para dama, como para una fiesta».
«Pues así, elegante, elegante, en el momento no», contestó Miguel. ‘Gracias’ dijo el hombre y salió rápido. Miguel se fue hasta el fondo del local, sacó una mesa de planchar, quemada y percudida, y la armó junto al estante del centro. Minutos después llegó José con el pedido.
Dos personas, una mujer madura y un muchacho, pasaron mirando la ropa de la puerta durante los veinte minutos que le tomó almorzar a Miguel. Hacia la 1:30 entraron dos policías bachilleres en busca de chaquetas impermeables, americanas. Miraron varias, pero no compraron ninguna.
José apareció a las dos de la tarde a recoger los platos.
Reynaldo, propietario de otro almacén de ropa usada, pasó con tres tubos de neón en la mano. Él consiguió una vitrina de 1.80 de alto, de segunda, y un maniquí y los colocó a la entrada del almacén. «Así la ropa parece nueva», dijo un día, mostrando un vestido de novia que lucía el maniquí detrás de la vidriera. «¿Chaqueta de gamuza tiene?», preguntó un hombre desde la puerta. Miguel negó con la cabeza.
«Si ve. La gente pregunta por cualquier cosa, el mismo cliente le enseña a uno cual es la mercancía que tiene que tener aquí», decía Miguel. A pesar de que la clientela era heterogénea, existían algunos grupos que Miguel y Victoria, la hermana de su socio y quien lo reemplazaba en ocasiones en el almacén, habían identificado.
Uno de esos grupos era el los gomelos, del cual formaban parte muchachos entre los 14 y 17 años, aproximadamente, estudiantes de colegios privados. Ellos los identificaban porque casi todos eran blancos, delgados, vestidos con ropa de marca y tenían una manera particular de mascullar las palabras. Estos buscaban chaquetas impermeables, pantalones de pana y camisetas. «Una vez vinieron dos muchachos en un Mercedes, con chofer, y compraron varias cosas», contó Miguel.
Las modelos, actores de teatro y encargados de vestuarios para televisión también eran clientes que con los días iban identificando. Estos buscaban ropa de época, de los años 60, abrigos o chaquetas de diseños no tan comunes. Un grupo difícil de clasificar era el de ‘los que se visten de paño’. Miguel y Victoria decían que aquí había oficinistas, mensajeros, vendedores, conductores… y su principal característica era la de comprar trajes completos o chaquetas y pantalones para combinar.
De estos -decían- había clientes de todas las edades, algunos compraban porque, aunque ocupaban puestos de bajo rango, les tocaban moverse en bancos y oficinas, o porque les gusta andar vestidos de paño, así fueran choferes, pero no tenían dinero para hacerlo. A este grupo también pertenecían los que buscaban ropa de paño de marcas reconocidas, como los vestidos Luigi.
Sobre esto, el propio Óscar contaba que cuando trabajó como mensajero de un abogado se dio cuenta de que lo atendían más rápido y con mas amabilidad cuando usaba alguno de los cuatro vestidos de paño que su patrón le regaló.
El ojo inquisidor de Miguel y Victoria también identificaba a los universitarios que, sin ser gomelos, llegaban a comprar chaquetas, jeans y ‘ropa descomplicada’. «Yo estudio publicidad en la (Universidad) Central y a veces veo a mis compañeros comprando ropa por aquí», dijo Victoria alguna vez que se quedó reemplazando a Miguel en el almacén.
El de los clientes fijos era otro grupo identificable. Eran personas mayores de treinta años, de barrios populares, aunque había excepciones de sectores sociales más altos, que llegaban el día menos pensado y hacían una buena compra. Estos llevaban ropa para sus hijos, para su pareja, y también aparecían cuando tenían un compromiso social, una primera comunión, un grado, un matrimonio. Por las compras que hacían, Miguel y Victoria deducían que tenían varios hijos.
Estaban también los que sólo buscaban ropa informal, pero de marca. Por lo general tenían menos de treinta años. Eran los clientes perfectos para los jeans y las chaquetas Levis. Algunos de estos llegaban en carro. «Los manes todos raros», como dijo alguna vez Miguel, eran un tipo de cliente muy especial porque compraban lo que los vendedores, al principio, consideraban invendible. Óscar, el socio, los llamaba ‘alternativos’ o ‘rebelados de la moda’.
Al final, estos terminaban creando también una moda, pues se ubicaban en el extremo opuesto y Miguel y Victoria sabían que los colores fuertes, los diseños extravagantes tenían salida con estas personas.
Había unos grupos más pequeños y esporádicos que visitaban el almacén y que Miguel y Victoria clasificaban a puro ojo: los meseros y porteros de restaurantes iban por esmoquines y zapatos; los vendedores puerta a puerta compraban zapatos y ropa de paño; los muchachos de barrios pobres y otros, que ellos califican como ladrones o de pandillitas, preguntan por tenis Rebook y Adidas, jeans de marca, chaquetas de equipos de fútbol americano, de béisbol, de la NBA, o busos en algodón perchado con estampados de esos equipos.
«A los ladrones, uno los distingue con sólo verles la cara -decía Victoria-. Porque hay unos bien degenerados, a veces pasan ñeros buscando jeans de mil pesos, uno se los vende pero no los deja entrar».
Las prostitutas que trabajan en la calle, en los negocios de strip tease y en los salones de masajes también visitan las compraventas de ropa usada. «Las de la calle se reconocen por la ropa. Viene a buscar minifaldas cortiquiticas, blusas escotadas, zapatos y carteras eleganticas o chaquetas para el frío; hay otras que compran lo mismo pero más fino, pagan un poco más, yo creo que son las de negocios fijos.
«Las de los baños turcos son más discretas, preguntan por baby dolls y ropa elegantica. Al principio no dicen nada, pero ya después le dicen a uno: «Busco algo finito, como para un sitio donde llegan muchos hombres, me entiende». Los homosexuales que trabajan en la calle, sobre la Avenida Caracas, son clientes esporádicos de los almacenes de ropa usada de este sector. Estos prefieren blusas cortas, pantalones stretch, sin bolsillos, faldas largas y zapatos de tacón alto, pero esto último no es fácil porque algunos buscan números 40 ó 42.
Miguel y Victoria también han identificado revendedores de barrios populares del sur de la ciudad que van por jeans y chaquetas Levis, chaquetas ovejeras en cuero y busos con estampados americanos. Y hay uno que otro cliente que sólo compra un tipo de mercancía. «Yo tengo un cliente que tiene una camioneta, y solo encarga botas raras, ojalá texanas, en cuero de cocodrilo, de serpiente pitón, de iguana, de lagarto».
A las 2:30 de la tarde cae una llovizna leve en el sector de las compraventas de ropa usada del barrio San Luis. Miguel cuenta que los dueños de los negocios casi no se tratan entre sí. «Uno se saluda y a veces charla un rato, pero no más. En estos días sí están hablando a ver si contratan vigilancia privada, de esos manes vestidos de negro y con perros, porque es que hay mucho ñero, antes pasaba por aquí uno que otro, pero ahora vienen a dormir, y eso aleja a los clientes», dijo Miguel.
Un poco antes de las tres de la tarde entraron tres mujeres. Una cincuentona y otra de unos treinta años con una niña de unos ocho años de la mano. La más joven se midió una chaqueta de paño: «No. Muy pequeñita. ¿No tiene otra?». Era la única que había. Las mujeres salieron, se subieron a un Sprint blanco y se fueron hacia la avenida 57. La llovizna había cesado pero el día continuaba gris.
«¿Ropa de muertos?…. Nooooo, casi no. Que yo recuerde, una sola vez llegó un tipo como con diez camisas de un hermano que había muerto. Se las pagué a mil pesos», comentó Miguel.
En las tres horas siguientes llegaron cuatro clientes. Miguel negó con la cabeza a un joven que preguntó: «Quiubo, que ha llegado?». Luego le respondió: «A quince mil», a un hombre maduro que interrogó: «¿A como tiene los jeans?» y que luego se alejó diciendo: «Después paso y negociamos». Y finalmente atendió a una pareja de estudiantes que se midió varias chaquetas, pero no compró ni una. Según Radionet, la familia de Pablo Escobar interpondrá una demanda para tratar de anular la entrega de la hacienda Nápoles a familias desplazadas por la violencia. Son las 5:40.
Un automóvil Dogde, modelo 61, pintado de verde metalizado se estaciona en la esquina de la carrera 15 con calle 59. Una cantaleta brota del altoparlante instalado en el techo del carro: «¡¡¡ Cirueeeelas, mandariiiiinas, manzanas, talegadas de uvas a mil peeeesos…!!! ¡¡¡A sólo mil peeeesos talegadas de uuuuvas, ciruelas, mandarinas, manzanas… !!! ¡¡¡ A sólo…»
«Las ventas van a estar igual que ayer -dijo Miguel-. Ayer se vendieron sólo veinte mil pesos en un saco de paño». Miguel, de todos modos, estaba convencido de que solo después de mayo o junio mejorarían las ventas.
El mejor mes para estos almacenes, al igual que para el comercio en general, era diciembre, especialmente el día de Navidad. Según el cuaderno escolar en que Miguel llevaba las cuentas, el 24 de diciembre anterior se habían vendido 308.000 pesos. Ese y el día 20, con 349 mil pesos, fueron los días de mayor venta. En total, las ventas de diciembre sumaron 3’109.000 pesos.
Para el mes siguiente, las ventas fueron de 1’200.000, en febrero se incrementaron en 300 mil pesos y en marzo alcanzaron 1’700.000 pesos. Las ganancias de Miguel no habían sido muchas, ya que sólo en arriendo y servicios pagaban 500 mil pesos.
Una mujer entró afanada al almacén con un niño de la mano. «¿Vestidito de paño?», preguntó. Había dos pero de otra talla. La mujer se fue apresurada. «Todo para última hora», murmuró al salir.
Hacia las 4:48 entró un hombre con una maleta en la mano. Traía varios vestidos. Miguel separó uno gris, lo examinó detenidamente y lo rechazó con tres ‘lástimas’: «Lástima el color», «lástima que no sea cruzado» y «lástima que esté manchado».
A las 6:40 Miguel sacó los candados y esperó unos minutos. ‘Chiros de K-che’ ya había cerrado, al igual que la floristería y la mayor parte de las compraventas de la carrera 15. Colocó los protectores, los aseguró con candado, y recogió la ropa exhibida en la puerta. Entonces apareció Óscar, sacó el cuaderno de la gaveta del escritorio, hizo una mueca y firmó. Miguel le entregó el producto del día. Óscar contó los billetes, los guardó en el bolsillo. «Tranquilo Miguel que esto se compone», dijo, y estiró la mano para apagar la luz.
Entre los dos cerraron la puerta. Eran las 6:55 en el reloj Orient de Miguel Caldas. El hombre se despidió con un «hasta mañana» y subió por la 59 a buscar la avenida Caracas, donde se había encendido los avisos luminosos. En el fondo del restaurante habían recogido algunas mesas y cuatro hombres animaba a un quinto que tiraban argollas contra el juego de rana.
«¡Quiubo Miguel… ¿se a echar una pola?», le dijo José, el mesero que le había llevado el almuerzo.
«No, gracias. Otro día». Respondió Miguel.