De las 213 capitales nacionales del mundo, no hay ni una sola que se salve de tener peligros en la noche; sin embargo, apuesto mi sueldo (que buena falta me hace) a que en ninguna otra ciudad capital se corren tantos riesgos como en la noctámbula Bogotá. Es más: casi ningún lugar del planeta es tan hostil en sus tinieblas como la localidad séptima del Distrito Capital que no es otra que la querida y nunca bien ponderada Bosa.
Si. Vivo en Bosa, con todas las implicaciones que ello conlleva: a muchos vecinos les da vergüenza admitir su domicilio en ese popular sector que es sinónimo de inseguridad, desorden, contaminación, desaseo, pobreza, desplazados… pero que es el único que los acoge con sus bondades económicas ya que allí los recibos del agua llegan más baratos (¡con todo lo increíble que ello parezca!), todavía se encuentra salchichón de tienda y pan de $100 en las infaltables panaderías ubicadas cada media cuadra (en las que dan vendaje o “ñapa” por cada mil pesos comprados) y, mezclados con los imprescindibles almacenes de ropa de “Todo a $10.000” y de chucherías de “Lo que lleve a $1.000”; entre famas presididas por carniceros descomunales, entre atiborrados supermercados que se resisten a morir ante el imperio de Carrefour y entre tiendas barriales repletas de guacales de “líchigo” traídos de madrugada de Corabastos, también se puede hallar una impensada cantidad de parques de recreo (que son pura vivacidad en el día y mera tenebrosidad en las noches), una sorprendente cantidad de canchas de microfútbol (el deporte nacional de los estratos 1 y 2); la mejor oferta de guarderías y jardines de Sudamérica y la zona del país en donde hay más ferreterías y asaderos de pollo.
¡Todo eso es Bosa! ó “Bochington” como mordazmente la llama un compañero de trabajo cada vez que se refiere al lugar donde esta ubicado “mi rancho”. Claro que además de niños, colegialas embarazadas, varados y asalariados de todo corte (obreros rasos en un alto porcentaje); también mi Localidad está atestada de legiones caninas (los perros del sur, a diferencia de los del norte, son más independientes; no necesitan que los paseen ya que ellos viven siempre en la calle y esporádicamente se pasan por sus casas); amén de la notable cantidad de colegios públicos cuyas colosales infraestructuras contrastan con las desmirriadas fachadas de los tercermundistas bachilleratos privados que sobreviven con los míseros convenios celebrados con la secretaria de educación.
Claro que en “Perrilandía”, como despectivamente se le ha bautizado, también hay un prodigio de la ingeniería civil moderna, portento concebido –por igual- entre los padres de la patria y los ambiciosos urbanizadores, con el deshonroso patrocinio del gobierno distrital; ese milagro de la residencia moderna es Metrovivienda, ciudadela en forma de colmena, de panal, que ya ha causado sorpresas ¡hasta de los japoneses! que no conciben que una familia de más de dos integrantes (¿?) pueda vivir en un cubículo disfrazado de casa.
En síntesis, Bosalandia es un hervidero social de día que llega a su punto de ebullición en las noches por obra y gracia de las cantinas, bares, discotecas y casinos baratos que pululan por doquier y que no ofrecen a la juventud propuesta distinta que el cigarrillo, la cerveza, la rumba y el juego. Así, se pregunta uno ¿Habrá futuro posible? Muchos de esos sonrientes y simpáticos chicos que habitan esos públicos lugares de ocio, son los que se enfundan pasamontañas ecuatorianos en sus testas y son los que se arman con navajas coreanas para ir, luego de la medianoche, en procura de otros vaciados que llegan a sus barrios luego de estudiar, trabajar o de pasar una juerga en lugar distinto de la ciudad.
La cosa en Bosa es más o menos así: luego del último alimentador de Transmilenio se instaura una suerte de “toque de queda” en el que nadie puede transitar por las desérticas y mal alumbradas calles de la zona so pena de ser atracado. Dicho escenario se pone más tétrico cuando le agregamos la penetrante neblina londinense importada desde tiempos de Jack el Destripador a tierras cundiboyacenses y los lejanos –y lastimeros- silbidos de los vigilantes nocturnos que recorren en bicicleta, y por contrato, un número determinado de cuadras pero que nunca “se pisan las mangueras” con los reconocidos choros de ocasión.
Lo asustador del asunto es que después de las doce de la noche no hay nadie en las calles, excepto el par de borrachitos extraviados que seguro serán robados y una veintena de pandillas que imponen su ley ¿Y la policía? Bueno, ellos están en el CAI y hacen rondas cada vez que el sueño se los permite y su escaso personal jamás podría vigilar tan numeroso grupo de barrios, serpenteado por caprichosas callejuelas que al mejor estilo de Teherán pierden hasta los carteros más experimentados.
La otra noche osé tardarme en la calle y abordé, desde Chapinero, una de esas busetas piratas que prestan servicio durante 24 horas en la ciudad. Luego de un merecido sueño, me desperté en Kennedy para percatarme que apenas quedábamos tres pasajeros con un mismo destino y una sola ilusión: arribar a Bosa y no ser asaltados en el intento de llegar a casa. Como siempre suele suceder, ninguno se bajó en el mismo sitio y a todos nos tocó solos: no sé como les habrá ido a ellos, pero yo tuve suerte ya que me encontré con dos grupos de bribones sin que ello afectara ni mi físico ni mi bolsillo.
Al primer grupo lo divisé a treinta metros sin que ellos lograran verme (ya se aprende a caminar silenciosamente sin arrastrar los pies y pegado a la pared), teniendo además la buena fortuna de poder torcer por otro callejón que me esquivaba el encuentro con esos seis muchachos que parecían elucubrar su itinerario de la jornada; pero la dicha no me duró mucho ya que choqué con otros cuatro pilluelos que acechaban mi camino desde una esquina próxima sin que yo pudiese tomar otra salida o devolverme. A ellos les escuché susurrar “¡Pilas marica que hay viene!” mientras que yo hacía un cálculo mental descrito en la siguiente letanía: “¡adiós celular, adiós chaqueta, adiós maleta y adiós a los $30.000 que cargaba en la alforja!”. Amén, claro está, del fugaz anticipo que mi cerebro hizo de la situación en la que me vería envuelto en pocos segundos: una escena en la que mi rostro se contraía de terror por la impresión de ver un machete, un cuchillo capador de cerdos o la consabida navaja apretada contra mi vientre y que mostraba mi corazón a punto de reventarse por el sartal de amenazas proferidas por los caballeros de la noche que como pirañas me despojaban de unos gramos de dignidad y de los abalorios de rigor.
Pero nada de eso pasó ¿la razón? Todavía no lo puedo precisar. El caso es que antes de pasar al lado del cuarteto de granujas, uno más salió de la nada y detrás de él cruzó una rauda motocicleta con dos policías a bordo que lo derribaron y empezaron a golpearlo ante mis despavoridos ojos. Viéndolo a la distancia, creo que los cuatro chicos se estaban escondiendo y que el quinto fue el único del grupo que cayó en brazos de la ley. El caso es que yo saludé con un “buenas noches” a los dos uniformados que me devolvieron la cortesía con una naturaleza impropia para la ocasión; camine veinte pasos más, saqué la llave, la gire dentro de la cerradura, entré a casa, suspiré de alivio y juré nunca más volver a tentar el destino, negro destino, que se cierne todas las noches sobre las sórdidos callejones de la suroccidental Localidad de Bosa.